viernes, 1 de septiembre de 2023

LA TABERNA DE SILOS (Lorenzo G. Acebedo)

 

Para entender mejor la Edad Media, vamos a trabajar la lectura de esta magnífica novela, protagonizada (y narrada) por Gonzalo de Berceo, el primer poeta en lengua castellana.

A continuación, te ofrecemos unos ejemplos de sinopsis para levantar tu curiosidad y para que te sirvan como ejemplo (recordando que TU reseña deberá reflejar de forma razonada, crítica y entretenida TU OPINIÓN personal).



SINOPSIS en Ahora qué leo (La Sexta)

RESEÑA de Gonzalo Núñez en eldebate.com

Al pensar en este libro es imposible no aludir a El nombre de la Rosa, germen de un tipo de novela entre el thriller y la historia, con una erudición masticada, de la que bebe La taberna de Silos. También se ha hecho notar la influencia de Raymond Chandler. Sin duda. Hay aquí un caso, una rubia, varias botellas y algunos mamporros. 
La novela se lee en un soplo, bien que tomado de vino, y realmente es divertida y gozosa, con un tacto para el idioma que parecía perdido, entre tanta tontería sobre uno mismo, escrita como para publicarla en el periódico. Así describe Acebedo las posadas: “Sitios para pasar unas horas o el resto de la vida, donde suele haber un dueño casi honrado que tiene una mujer casi hermosa, con mozas de servicio que son casi doncellas, que siempre esperan a ese viajero casi noble, que las llevará a Soria o casi a Burgos…”

OLA DE CRÍMENES EN BURGOS (R. Pérez Barredo)

Esta es la singular propuesta literaria de La taberna de Silos, novela recién editada por Tusquets que constituye un verdadero y deslumbrante hallazgo: en plena saturación de obras adscritas al género negro o policiaco, he aquí un thriller medieval de alto voltaje y muchísimos quilates literarios. Porque además de que la historia es de todo punto original, está maravillosa, primorosamente escrita, transida de un humor que nace del propio dominio del idioma del que hace gala su autor (acaso como homenaje al protagonista de su obra), y que es otro estupendo enigma: la firma Lorenzo G. Acebedo, del que se asegura en la solapa del libro que es el nombre tras el que se oculta «un escritor que abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer».
Así, el Gonzalo de Berceo de esta novela se asemeja al Guillermo de Barskerville de El nombre de la rosa, aquella obra maestra de Umberto Eco que de alguna forma homenajea La taberna de Silos; pero, a diferencia de aquella inolvidable novela del intelectual italiano, ésta cuenta con un ingrediente más añadido a la trama de suspense: el humor. Toda la obra de Acevedo destila humor; un humor inteligente y fino que se ve beneficiado de uno de los elementos centrales de la obra: el vino. 

EL NOMBRE DE LA ROSA de Umberto Eco en el blog.




Como ya sabes, como norma general, podemos partir de este esquema de Lourdes Doménech a la hora de intentar hacer nuestra propia reseña. Recuerda que LOS NÚMEROS REFLEJAN EL ORDEN DE IMPORTANCIA pero no hay por qué seguir esa estructura. También, como ya sabes, sería ideal que terminaras con una CONCLUSIÓN GENERAL.



La taberna de Silos es una gran obra, entre otras cosas, porque contiene muchos temas, recibe muchas influencias y es varias novelas en una. Por eso, vamos a dividir su estudio según los diferentes subgéneros narrativos que contiene.


LA TABERNA DE SILOS COMO NOVELA HISTÓRICA

H.1-¿Quién es el rey de quien depende el monasterio del protagonista?
H.2. ¿Qué batalla histórica marca a varios protagonistas? ¿Quiénes participan en ella?
H.3. ¿Cómo era la vida en ese contexto histórico para el pueblo? ¿Y para el clero?
H.4. ¿Qué lengua se hablaba? ¿Y cuál se escribía? ¿Qué concepto se tenía de los autores como Gonzalo de Berceo?




LA TABERNA DE SILOS COMO NOVELA DE MISTERIO



M.1-¿Quién es el narrador de la historia? ¿De qué tipo es? ¿Cómo dice llamarse? Busca información sobre este personaje histórico y razona si está representado de forma fiel (o no). ¿Cuenta la historia en presente o la rememora años más tarde?

M.2-¿Quién es el autor del libro? Busca información sobre él (fotos, entrevistas, datos biográficos...)

M.3-¿Cómo empieza la historia? ¿Cómo se llama este tipo de estructura? ¿Qué efecto crees que busca producir?

M.4-¿Qué encargo recibe el protagonista? ¿Con qué tragedia se encuentra? ¿Qué misterio ha de averiguar? ¿Recibe algún tipo de ayuda?


*LEE ATENTAMENTE LOS SIGUIENTES FRAGMENTOS DE LA TABERNA DE SILOS (novela de Lorenzo G. Acebedo) Y CONTESTA A LAS PREGUNTAS QUE SE OFRECEN A CONTINUACIÓN:

Debes entender las expresiones subrayadas y ser capaz de EXPLICARLAS CON TUS PALABRAS, tanto en clase como en tu cuaderno.

Ahora que el orden ha cambiado y los monasterios han quedado relegados en beneficio de las cancillerías de los burgos, cuesta recordarlo, pero por entonces solo los campesinos pensaban aún que en el monasterio los monjes se apartaban del siglo. Todo lo contrario: los monasterios eran el siglo. En realidad la única vida retirada y contemplativa, si la hay, es la que llevan todavía esos crédulos campesinos en su terruño. Ninguna de las pasiones humanas se quedaba entonces fuera de un monasterio, sobre todo las más avasalladoras: el deseo, la ira, la ambición de poder. La sangre oscura del siglo circulaba dentro de las abadías, tan espesa como en las cortes de los reyes y tan turbia como en los ejércitos. Pero también la espuma nacarada del siglo: la pasión por el arte, los códices miniados, los alejandrinos de la cuaderna vía, los saberes secretos y los escolásticos, los herméticos y los prohibidos... (...)


En realidad aquellos monjes comensales formaban una variada representación del mundo, en la que no faltaban un judas, un inocente, una mujer joven disfrazada de hombre y decidida a todo, y también un asesino... Aunque bajo el hábito negro y la negra capucha que nos hacían a todos iguales, cualquiera podía ser el héroe o el traidor, la víctima o el verdugo, la mujer o el hombre. Todos éramos nadie y cada uno era el resto de los hombres. Siempre han llamado a los benedictinos los monjes negros, frente a los monjes blancos del Císter, cuyo hábito de nieve no cubre sin embargo menos tinieblas ni más serenidad. (...)

*Señala qué recursos literarios aparecen en este fragmento 

—Esto se paguece a... —exclamó cerca de mí la voz nasal y estropajosa de fray Bermudo, incapaz de pronunciar las erres. Al segundo comentario, la regla del silencio se desvanece ante la tentación eterna del ruido. —Esto no tiene igual, no se parece a nada —interrumpí antes de mirarle. Se había puesto de pie, pálido, y tan asustado como si le hubiera mordido una víbora y el veneno avanzara ya sin remedio por sus venas, a punto de alcanzar el indefenso corazón. Levantaba la mano y miraba la pieza de carne que descansaba en su cuchara. Era un dedo humano, aunque sin uña. Debía de haberse desprendido tras varias horas de cocción en la olla borboteante. Quise creer que era de madera y lo había tallado el propio fray Bermudo, maestro escultor de Silos, para hacer una de esas eternas bromas sin gracia que se practican solo en los cuarteles y en los monasterios, bromas de gente embotada y sin conocimiento práctico de la verdadera esencia del ocio. «El que hace bromas se convertirá en monstruo por su aspecto después de la muerte», pensaba recordarle. Pero la cara de espanto del fraile me quitó la idea de la cabeza. (...)

Si hubiera tenido algo de sentido común, ya me habría escapado unos días antes de allí, pero entonces andaría por los cuarenta años, y era aún de esa clase de personas que oyen un grito en la oscuridad y corren a acercarse, en lugar de mirar para otro lado y salir silbando en dirección opuesta. Eran tiempos difíciles. Aunque, bien pensado, ¿cuáles no lo son? 
Fui a Silos hace muchos años, unos treinta, cuando aún vivía el rey Fernando III, poco antes de que su majestad conquistara Córdoba y poco después de que muriera su esposa, la reina Beatriz de Suabia. Yo aún no había perdido la guerra contra la edad, pero ya había sido vencido en algunas batallas decisivas: el orgullo, el pelo, la ilusión del amor y la de la fama. En cuanto a la barriga, la línea del frente se mantenía todavía estable, gracias a mis años de soldado y a mis ejercicios casi diarios. En realidad llegué allí para cumplir un encargo sencillo, copiar un manuscrito latino para hacerlo mío, en más de un sentido. Escribir es un trabajo delicado que solo exige pasión y precisión, paciencia y soledad, un jarro de vino a poca distancia y algo en lo que fatigar el cuerpo tras horas inclinado sobre la página. Igual que trabajar un huerto, por ejemplo. Del mismo orden que el huerto y los poemas son también una mujer o un río. Empresas más que suficientes para que uno les dedique la vida entera. (...)

Nos quedamos en silencio. Y de nuevo se dio uno de esos momentos en que, si hubiera tenido algo de sentido común, me habría levantado, habría intentado que me devolvieran mis pertenencias y, con ellas o sin ellas, habría salido del monasterio y vuelto a mi pequeña iglesia de San Millán de la Cogolla. Una vez allí, habría buscado a dom Juan Sánchez, el abad de aquel otro monasterio, y le habría dicho que ni yo tenía ya cuerpo para andar copiando manuscritos ni él pagaba lo suficiente por un trabajo tan peligroso. Pero no lo hice. Seguí sentado y mantuve la cabeza levantada, mirando a mis compañeros uno a uno. Ninguno me devolvió la mirada, ni siquiera la mujer escondida bajo el hábito de monje. Esto sucedió el décimo día de los dieciséis que pasé en el monasterio. Pensé entonces que nada más horrible me podía ocurrir ya en aquel lugar. Me equivocaba gravemente. Lo peor estaba por llegar. Y eso que entonces estaba convencido de que no iba a salir vivo de allí. También me equivoqué en eso. Salí con vida, más viejo, pero no más sabio. Aunque quizá sea mejor empezar a contar la historia de aquellos desdichados días desde el principio. (...)

En realidad ella no quería, como pensaba el abad, esconder su descaro. Solo intentaba parecer más joven, eso era todo, ocultar las arrugas del cuello y de la cara, un empeño tan incomprensible como innecesario, al menos conmigo. La huella del tiempo me parece parte esencial del atractivo de un cuerpo... En cuanto a la juventud, se la dejo a los abades, que carecen de imaginación y siempre preferirán la quemadura a la dulzura. (...) Dom Juan no sabía apreciar lo bueno, solo ambicionaba una cosa: el poder. He conocido muchos abades y capitanes así: el único misterio que les emociona es el del dominio. Ante el aroma, el color y el sabor de un buen vino envejecido, solo están dispuestos a saciar la sed. Y a las mujeres las prefieren casi niñas, para que les resulte más fácil ejercer su poder sobre ellas. (...)

Gregorio IX, antes de ser nombrado papa, había arengado con entusiasmo a las pobres gentes de Lombardía y Toscana para que se unieran a la Sexta Cruzada, una clase de expediciones a las que siempre fue muy aficionado. Pocos años después, dio título de cruzada a la operación de conquista de Ibiza y Formentera. A diferencia de los desdichados lombardos y toscanos, por aquí nosotros apenas necesitamos cruzadas. Bastante tenemos con los moros, que nos permiten ganar el cielo con la espada. Aunque, al igual que los cruzados, no es el cielo la ganancia más inmediata ni la más grande. Se trata de tierras y dineros, como siempre. Muchas veces me lo pregunto, ¿qué sería de nosotros, si no fuera por los moros? Sin ese enemigo oportuno y siempre disponible, puede que ni supiéramos quiénes somos. ¿De qué otra cosa hablaba el abad, entonces, sino de poder y dinero? Los monasterios necesitan las tierras que han saqueado a los fieles al mínimo descuido o que ellos mismos les han legado con devoción. Necesitan un mercado en el que vender el vino que arrancan a esas tierras. Y necesitan, por fin, el mayor número posible de santos famosos, reliquias sagradas o tesoros artísticos de devoción que atraigan a los visitantes. (...)

La incomprensión era recíproca. Dom Juan tampoco era capaz de entender que yo hubiera renunciado al ejército primero, a mis estudios teológicos luego y por fin a una carrera eclesiástica. Quizá le inspiraba curiosidad y recelo un hombre que había elegido ser sacerdote en un lugar pequeño, que no exigía constantemente la proyección que podía ofrecerle la abadía, que entendía de vinos y de libros, y que vivía con un ama de su misma edad, a pesar de que no escasearan las jóvenes en estas tierras (...).

*¿Qué tópico literario muestra seguir Gonzalo de Berceo en su vida según este fragmento? 

El tiempo de nuestros afanes pertenece a la Iglesia y a la regla de san Benito. Siete horas para la alabanza: laudes cuando clarea para que el canto rompa el silencio, prima al amanecer, tercia antes de la misa de la mañana, sexta en la hora febril del mediodía, nona en el momento en el que los corazones se apiadan de la desdicha de los demás para olvidarse de la suya, vísperas en el crepúsculo del sol, y completas antes de entregarse a la noche de nuevo, por fin. Horas interminables en verano y veloces como flechas en invierno. Todas nos envejecen a traición, menos la que nos aguarda. Los años, el tiempo de nuestra vida, en cambio, por estas tierras, están en manos del vino, que marca las estaciones igual que la sangre que late en nuestras venas marca nuestra edad (...)


Podía imaginármelo, un gran poema en román con la vida de un santo es un poderoso atractivo, capaz de llenar las arcas de cualquier monasterio, lo mismo que una reliquia de origen dudoso o un milagro no menos inventado que el poema. Mi Historia del señor san Millán, contada en cuaderna vía, seguía sus pasos desde que se excavó una celda en la roca de la sierra, donde vivió como ermitaño durante cuarenta años, hasta su regreso al siglo, como presbítero, obligado por su obispo. Era una historia, como todas, con sus luces y sus sombras. (...) Había adivinado lo que me quería pedir y ahora él mismo acababa de descubrirme cuál era el arma que iba a utilizar para conseguirlo: mi vanidad. Él también poseía una gracia única para encontrar el punto débil de los demás. Sabía que la adulación me dejaría indefenso.
—Habéis venido a pedirme que escriba esa Vida de santo Domingo, que tanto agradaría al abad de Silos. No era una pregunta, sino un atajo, la única manera de acabar cuanto antes con su presencia. Quería volver con Teresa a saltarme las horas que quedaban del día. (...)
Fue en aquella conversación la primera vez que me planteé que el destino podía burlarse de mí. Volcaba en mis poemas latinos la fuerza de mi espíritu, todo el arte de mi poesía, y los lanzaba al mundo sin firmar. Aspiraba a que alcanzaran la gloria ellos solos, para evitar verme expulsado de la Iglesia por abordar temas inconvenientes. Pero aquel primer poema en román, el de san Millán, necesitaba la firma de alguien, me dijo el abad, para demostrar su veracidad, así que le había añadido mi nombre al final. ¿Sería posible que un encargo así, hecho a regañadientes, en el que exaltaba el poder que me daba de comer, acabara convirtiéndose en mi auténtica obra? Porque en realidad se trataba de un producto de mi empleo, más que de mi inspiración. (...)
Para él, como para cualquier hombre de la Iglesia, un favor no es sino parte de las estrategias más agresivas. Serví los dos vasos que dejaron a la vista el fondo del jarro, intentando arañar tiempo para buscar una salida. Sí, Teresa debía de estar detrás de la puerta, vigilándonos, porque de inmediato apareció con la vista clavada en el suelo y un jarro lleno en las manos. El abad miraba con reprobación lo que yo contemplaba con un deseo sosegado: los lunares que asomaban en sus hombros, la serenidad de sus pechos, las arrugas en las comisuras de sus carnosos labios. (...)
Las cuestiones teológicas, de dineros o de poder tienen su importancia, no voy a negarlo, pero entre nosotros el vino es decisivo, nuestra propia sangre. En el vino se encuentra la verdad.

—Me sorprende que no busques una criada más joven —observó cuando Teresa se llevaba el jarro vacío. Me encogí de hombros. ¿Qué podía responder? Quizá que esas arrugas que él veía eran el resultado de las sonrisas que solo veía yo. Pero para qué, si de todas formas no iba a ser capaz de comprenderlo. (...)

además de pergamino vendía recado de escribir y todo tipo de carta: de piel de ardilla, de cabra, de carnero, de ternera, de asno y hasta de venado, para los moros más o menos conversos, y también, desde que Jaime I rindió Xàtiva, el pergamino de trapo que ahora llaman papel. Pero en realidad, con lo que funcionaba principalmente y nada a las claras el negocio desde hacía unos años, a propuesta mía, era como copistería de libros. Una más de las que florecían entonces. Con la implantación de los estudios generales, todo el mundo quería más libros, no solo los alumnos. Por lo general, para presumir y decorar sus cámaras y recámaras, y a veces hasta para leer. Y hacía tiempo que los monasterios no daban abasto en la producción de copias. Entonces a eso era a lo que nos dedicábamos mi hermano y yo: fabricar objetos que daban prestigio a los poderosos. Libros. Entonces no me daba cuenta, pero ahora sé que también al escribir continúo la tarea de defender sus intereses, tranquilizar sus conciencias y alimentar su pereza. (...) La confesión es la forma más hábil de espionaje que ha inventado la humanidad. Nada está a salvo de los oídos de un abad que quiere informarse. Así que, por mucho que su arma más poderosa fuera mi vanidad, había venido también con amenazas apenas veladas. Un hombre precavido. Vender copias de una Danza de la muerte o unas coplas que hicieran burla de los poderosos podía costar muy caro. (...)  

LAS DANZAS DE LA MUERTE EN EL BLOG 

Quiero que copies el libro latino y compongas una Vida de santo Domingo en verso castellano —exigió por fin—. Un buen regalo para la abadía de Silos. Te recompensaré el trabajo con generosidad, a pesar de que esa copistería, que dices que es de tu hermano, reduce los ingresos del monasterio, lo que hace más difícil poder seguir pagando tu sueldo de notario. (...)

Teresa Sánchez, aún puedo verla mientras escribo. Tenía los ojos oscuros y la sonrisa ancha. No sabía leer ni escribir, ni maldita falta que le hacía. Tenía un rostro amable y tranquilo, y el cuerpo rotundo y asentado de una mujer de más de cuarenta años, con caderas grandes y pechos amansados, y una piel salpicada de lunares. Le gustaba pescar en el río, cantar a la puerta de la casa, sentada en una silla de anea, y recoger flores silvestres. Soñaba con volver a su pueblo y saber si su madre seguía viva. Era un lugar pequeño, cerca del mar y de las montañas de Covadonga. Debía de estar lleno de visigodos batalladores y orgullosos, pero ella lo echaba de menos. Nunca nos exigimos nada, ni nada esperábamos el uno del otro, pero por las noches buscábamos el calor de nuestros cuerpos y por las mañanas nos despertábamos abrazados y sonrientes. Cuanto más lo pienso, menos me sorprende que dom Juan se escandalizara. (...)
Y mi tarea de embajador me interesaba bastante más que la de copista. Se trataba de un problema teológico, por más que fuera el de siempre: ¿centralismo papal o autarquía monacal? El dinero es la metáfora más poderosa que hemos inventado, y es de naturaleza mística, por eso una moneda brilla y tintinea detrás de cualquier cuestión teológica. En aquel momento, tras dos años de sequía y hambruna, los cepillos volvían vacíos tanto en Silos como en San Millán, por bien que predicaras e incluso aunque añadieras tentadores y picantes ejemplos de descarriadas, endemoniadas y hechiceras voladoras, íncubos y súcubos, y hasta misas negras. La concordia por tanto parecía más posible que nunca, a remolque de la necesidad, que suele ser más efectiva que la buena voluntad. Sin embargo ya desde el principio, las cartas, que parecían buenas, vinieron mal dadas. (...)

Siempre he considerado las reliquias como otra metáfora de naturaleza mística semejante a la del dinero, lo que convierte su venta en un asunto delicado, tanto si son traídas de Tierra Santa como si compradas en un taller de Soria o desenterradas en el cementerio de Talavera. Reuniendo los huesos de santo que han visto mis ojos bien se podría poblar un ejército capaz de abrir las puertas de Granada, francas, antes de acabar de asediarla. (...)


 

LOPE

Bajo mala capa yace buen bebedor, debí haber previsto que mi vino peligraba. Sin embargo, no lograba sentir antipatía hacia él. Largo y desgarbado, era en todo contradictorio. Decía llamarse Lope Ruiz, pese a los aires sarracenos de su lengua, y en favor de su nombre acudían su piel pálida sonrosada por el sol, la pelusilla rojiza que aún le quedaba entre calva y calva de la cabeza y unos ojos azules de godo, como si viniera no del sur, sino de mucho más allá de los Pirineos, del mismo Imperio Romano Germánico. Iba vestido o, mejor, disfrazado de peregrino. Era manco de un brazo, y con el otro se apoyaba en un bordón bastante más alto que él, del que colgaba la calabaza seca. Llevaba una vieja capa con la esclavina hecha jirones sobre los hombros, el morral lleno de aire en bandolera y, prendida en el ala de un sombrero sin fondo, la valva de una concha de vieira con la que se hacía pasar por visitante de Santiago de Compostela, aun antes de llegar, si es que era allí adonde se dirigía. Saltaba a la vista que fray Garci desconfiaba de él, como del resto del universo. A mí, sin embargo, no me quedaba ninguna duda de que se trataba de alguien fiable. Los caminos están llenos de vagabundos, y los únicos de los que hay que desconfiar son los que no parecen serlo de verdad. (...)

 No sabía si Lope era musulmán o cristiano, nacido en Castilla, en Estambul o en alta mar, a bordo de un barco pirata. No sabía si era peregrino ilusorio o salteador de caminos, si cuerdo o loco de atar, si héroe de guerra o desertor... Solo estaba seguro de un par de cosas: que era un santo bebedor, bajo el ala de la Virgen que protege a quienes huyen de sí mismos. (...)


Bienaventurados los pobres de espíritu que, sin ver nada, son capaces de creer. En cambio, qué dignos de compasión quienes reclaman a un dios invisible la fe que no consiguen tener. O los peores de todos, dignos solo de menosprecio, quienes ni la buscamos ni la deseamos, y acaso ni siquiera la aceptaríamos si nos fuera dada. En aquella época, perdida la fe, me entregaba al uso de la razón, que es lo mismo que decir al ejercicio de la vanidad. Entonces mi engreído espíritu aún meditaba. (...)

Una nota de un suicida es como un poema, escrito siempre con el afán de perdurar de algún modo tras la muerte. Un suceso en sí que brota ante los ojos del lector: lírica pura. Lo acerqué a la bujía y leí:
El diablo busca a mi familia, por su pecado de avaricia, y con ellos me busca a mí, que intenté renunciar a todo, por mi lujuria. Cuídate tú (...)

EXPLICA QUÉ PARECE DECIR LA NOTA DE SUICIDIO, HACIA QUÉ PISTAS CONDUCE AL PROTAGONISTA Y, SI PUEDES, QUÉ SIGNIFICADO VERDADERO ACABAMOS DESVELANDO AL FINAL DE LA LECTURA. 

Por entonces yo no había estado aún en al-Ándalus, y creía que quienes hablaban de la famosa y destruida biblioteca cordobesa del califa omeya Alhakén, con sus más de cuatrocientos miles de libros de todas las culturas conocidas, mentían en favor de una leyenda para mayor gloria del islam. Y como me dijo una vez Lope, no mentían, aunque exageraran algo. Ver algunas de las enormes bibliotecas privadas que aún quedan en Granada (pese a que, allí como aquí, cunde el desprecio por los libros no religiosos) solo puede llevar a una conclusión extraña y dolorosa: los bárbaros somos los cristianos, y estamos arrasando la civilización musulmana. (...)

(FLASHBACK O DISGRESIÓN)
aquel tintero tenía su historia detrás. Se lo robé una vez a una dama docta de Palencia, dulce y desdichada, a la que visitaba cuando era estudiante y que me enseñó, entre tantas otras cosas, la receta para hacer la tinta líquida. Doña Leonor de Andrade, una verdadera serpiente con apariencia de paloma. Cada vez que mojo la pluma en el tintero la recuerdo sin ira ni parcialidad, como diría Tácito, gracias a la distancia que el tiempo y la muerte han puesto entre nosotros. Si ella perdió el tintero, más me quitó ella a mí. Al menos yo conservo y utilizo lo que robé. ¿De qué le sirvió a ella quedarse con mi inocencia y mi fe en la pasión? La tinta que ahora uso lleva su espíritu enfermo y lleva vitriolo y lleva vino blanco y lleva agallas de roble. La receta que me enseñó y que hace que al final todo escrito, por más que consiga ser dulce al paladar al ingerirlo, amargue en las entrañas... Porque ella fue para mí el ángel del Apocalipsis. Me entregó un libro escrito con su tinta y me dijo:
—Toma el libro y cómetelo. En tu vientre sentirás la amargura, pero en la boca te sabrá tan dulce como la miel.
Y yo, como el profeta del Apocalipsis, cogí el libro de la mano de Leonor y lo devoré, y en la boca me supo tan dulce como la miel, pero cuando lo hube tragado mi vientre se llenó de amargura. Desde aquel día sé que eso es lo que pasa al leer. Entonces, ¿por qué me obceco en añadir más versos y más dolor y más pecado a este mundo que todavía padecemos, incluso ahora que soy anciano? (...)


Francamente, para mí lo mejor de esos libros es su letra mozarábiga, que llaman toledana, hecha con mimo casi infantil, tan redondeada, tan cercana aún a la mayúscula, misteriosa por su simpleza, frente a la gálica apresurada que ahora usamos. La letra de un tiempo en el que aún no existía la prisa que hoy nos devora y nos hace escribir sin meditar, con la mente ofuscada en una sola tarea: acabar de una vez. Dom Martín quiso leerme el colofón de aquella obra, de provecho, como dijo, para todo escritor. Sin duda quería darme ánimos al principio de mi trabajo. Era el lamento del escriba al acabar agotado de copiar su obra, una situación que me resultaba bastante familiar: Tú, seas quien seas, que te aprovechas de este libro, no te olvides de los escribas, para que el Señor se olvide de tus pecados. Porque quien no sabe escribir no valora este trabajo. Por si quieres saberlo, te lo voy a decir puntualmente: el trabajo de la escritura hace perder la vista, dobla la espalda, rompe las costillas y molesta al vientre; da dolor de riñones y causa fastidio a todo el cuerpo. Por eso tú, lector, vuelve las hojas con cuidado y aleja tus dedos de las letras, porque igual que el pedrisco destroza una cosecha, así el lector inútil borra el texto y destruye el libro. (...)


Hay dos tipos de peregrinos constantes, además de los que lo son muy ocasionalmente: unos pocos, poquísimos, que verdaderamente creen que caminan hacia Dios y lo buscan en las encrucijadas, y en vez de aislarse en el desierto como los eremitas, o aceptar la vida comunal de los cenobios, hacen del camino su iglesia. Para esos deberíamos guardar el nombre de giróvagos. Y luego está la inmensa mayoría, aunque el nombre que les corresponde en realidad es el de hijos de Golías o goliardos, los que caminan hacia el diablo, los servidores de la gula, vagos que cantan al vino y lo beben de monasterio en monasterio. Bien lo sé. Confieso que en mis viajes a París o a Bolonia milité en sus filas, y esa impresión daría a cualquiera que me viera entonces o leyera los versos paganos y a veces también obscenos que rimaba. Frente a los pocos giróvagos, los goliardos constituyen legión, aunque cada vez se quedan más en las callejas de las ciudades, simulando ser estudiantes y hasta estudiando a veces. (...) Un consejo para cualquiera que se encuentre en camino sin costumbre de hacerlo: acercad sin miedo vuestros pasos a los goliardos y sus risas, y huid sin mirar atrás a la vista de un monje giróvago. (...)
Aquel hombre, que lo mismo de guerrero que de estudiante encarnaba la paradoja, pensé, sería con toda probabilidad un buen ejemplo de monje peregrino. Era al tiempo verdadero penitente abatido por Dios y vagabundo sin norte. Religioso y obsceno, sincero y fingido a la vez, tal y como lo conocí. Capaz de caminar hacia Dios, siempre hacia Dios, como un obseso, pero siguiendo las huellas del diablo. O viceversa. (...)

 

AZNARO
Abrazar a Aznaro fue como abrazar una estatua de bronce. Y esta vez me disparó la memoria hasta hacerme revivir en un instante tiempos oscuros y escenas que, como comprobé allí con asombro, había conseguido olvidar después de mucho tiempo intentándolo. —Oremos por nuestro reencuentro —añadió, y postrándose de rodillas elevó su alma a Dios, o lo simuló fervientemente. Para mí, puesto que se había concentrado tanto en su comedia, no fue necesario ni simular que lo acompañaba en el rezo entornando los ojos. (...)
desvelado, estuve pegando puñetazos al saco hasta que mi cuerpo se cubrió de sudor. Y no podía quitarme de la cabeza aquel lema, enarbolado por Aznaro y los que lo rodeaban en los días de estudio tanto como en los días de la milicia: «Si la mano te incita a pecar...». Yo por entonces pensaba aún que bastaba con no mirar atrás para superar el pasado, pero fue en Silos donde empecé a darme cuenta de que no era así. Hasta aquellos días tenía en brumas esa época de la que había salido horrorizado, desengañado y olvidadizo. Ahora ya puedo mirar hacia mi juventud sin temor. Me alisté como lo hacen todos los idiotas voluntarios, pura inconsciencia, incapacidad para saber qué hacer con la vida y esa tonta convicción de que es mejor que sea la propia vida la que haga con nosotros lo que quiera. Lo que suele llamarse espíritu de aventura. (...)
Lo admiraba, como cualquiera que lo viera actuar. Mi bautismo de sangre fue junto a él, en la batalla de las Navas de Tolosa. «Bautismo» y «de sangre», sé muy bien lo que digo. Lo que vi lo borré, con la intención de escribir encima la historia nueva de mi vida, pacífica. Aunque nada se borra por entero, ahora lo sé bien. Hice daño, sufrí daño. Daños irreparables. Maté. Y en los tiempos en que estuve en Silos, el encuentro con Aznaro removió los recuerdos. Ya no era joven y había perdido la fe, incluida buena parte de la fe en mí mismo. (...)


Mi formación en el monasterio de Suso, en San Millán, era ejemplar. Mi padre, de cuna baja pero enriquecido por azares de la vida, se había preocupado de darnos a mi hermano y a mí lo que él siempre envidió de los señores: letras. Yo estaba agradecido, era consciente de mi suerte. Pero nada me atraía menos que aceptar un futuro asegurado al frente de la hacienda familiar que otro había formado. (...) En los machones de las esquinas las escenas bíblicas ofrecían tranquilizadoras imágenes de la Resurrección o la Anunciación, pero quizá la verdad se parecía más a lo que contaban las figuras terribles de los capiteles, una historia de miedo y violencia, de lucha y deseo, de poder y sometimiento. El relato que a nadie hacemos es el que nos cuenta mejor. Dice quiénes somos, lo que de verdad somos.(...)

Volvía a tener ocho años y una acendrada fe en Dios. Mi padre me visitaba en San Millán, donde aprendí a leer y a escribir. Fui el primero de mi sangre capaz de tan discutible prodigio. «¿De verdad quieres ser cura?», me preguntó mi padre. Le dije que sí y añadí que con toda mi alma. «Tendrás que estudiar mucho», me advirtió. «Si estudias mucho, podrás llegar a obispo.» Admití que me encantaría ser obispo. «Si estudias más todavía, te harán cardenal.» No oculté mis ganas de ser cardenal. «Si sigues estudiando y no crees en Dios, entonces podrás ser hasta Papa.» (...)


No servía de nada compadecerse de él, ni escandalizarse, ni enfurecerse. Así es el mundo en que vivimos. Por cosas como esa, años después, decidí escribir sobre el perdón y la piedad, sobre una Virgen que ayudaba a los prestes borrachos y a las abadesas encinta, que consolaba a los que cometían errores y a los que sufrían injusticias. Si el miedo inventa dioses justicieros e implacables, como dicen los herejes, la misericordia inventa al menos vírgenes que se ocupan del sufrimiento de las criaturas sin importancia: destripaterrones; muchachas que ordeñan vacas y una tarde de primavera, bajo un árbol florido, se entregan a un pastor joven o a un cura de aldea; campesinos que roban el cepillo de la iglesia para comprar un azadón o niños infelices como aquel. (...)

 

Los que tenemos el vicio de leer en silencio ya no necesitamos rezar. La lectura es nuestra conversación con el mundo, silenciosa, profunda, veloz. (...)

Jamás, nunca, siempre. Había aprendido a desconfiar de quienes quieren ponerle límites al tiempo. Los años y los desengaños me habían ido empujando a los quizá, a menudo y rara vez. No sé si por prudencia o por resignación. (...)

 

¿Lees? ¿Te gusta? ¿Crees que tus compañeros leen más o menos que tú? ¿Por qué? ¿Y tu generación? ¿Has oído quejas acerca de que leéis poco? ¿Crees que son ciertas?
¿En qué formato lees, en formato físico (libros) o en formato electrónico? ¿Has escuchado a alguien quejarse de esta forma de leer?
El siguiente pasaje de La taberna de Silos nos recuerda que esta es una polémica, literalmente, tan antigua como los propios libros: 
Yo también he sucumbido a esa manía del papel. Hay que reconocer que es más rápido escribir en él, y que mientras haya camisas que vestir de ropa interior no habrá escasez de material para hacerlo. Reconozcamos también que, en fin, resulta mucho más barato. Pero en el fondo, por eso mismo, sé que ese material acabará con la lectura. No hay, si se piensa, nada más quebradizo y frágil, fabricado para no durar y destinado, por tanto, al olvido. Cuando escribimos en papel escribimos para los vivos y no para la eternidad. Está hecho del mismo material efímero del aplauso. Y es que, en verdad, ¿se puede encontrar algo comparable al sonido de la pluma sobre la piel seca? La escritura suena sobre el papel como la tos de los enfermos en la cama de al lado de la enfermería de campaña en la que a veces, en sueños, me siento morir como cuando estaba herido tras la batalla de las Navas. (...)

Lo cierto es que hasta aquel momento en las decisiones del abad no había visto nunca el menor rastro de sentimiento personal. La deducción, sencilla, se me había escapado tontamente. Era un hombre de negocios, como acaban siendo siempre los que creen en los resultados y se despreocupan de todo lo que no sea la efectividad para obtenerlos.
—Eres muy generoso al ayudarnos —dijo el abad—. Solo una pregunta: ¿qué vas a pedirme a cambio?
—Libertad para investigar la muerte de fray Garci.
—Tu obsesión es un vicio, ¿no lo ves? Tenía razón. El vicio de comprender a los demás como parte del vicio de intentar conocerse a sí mismo. (...)


LA CONFESIÓN
Y, en realidad, ¿qué iba a saber fray Antonio de la vanagloria del único verdadero pecado que yo debía tener en cuenta en una confesión general, el que sufrimos los que hemos logrado escribir unos cuantos versos? Nuestra lacra tiene nombre: acedia, el pecado capital silenciado y ocultado por todos. La acedia es mucho más devastadora que la pereza o la tristeza, con las que se la confundió al clasificar los vicios. Porque no la padece la carne, sino el espíritu (...). Los confesores se han convertido en los grandes maestros de la teoría fornicatoria de los muchachos, con esas preguntas detalladas que buscan indagar en sus mentes turbadas, o turbarlas más aún antes de pasar a enseñarles la práctica. ¿De dónde si no íbamos a aprender solos, a esa edad, que son posibles los cunnilingus o la felación?, ¿de dónde íbamos a sacar esa manía de andar en los noviciados refricándonos unos a otros, porque sí, los miembros en la superficie del vaso preposterior hasta la polución? Los monjes más cultos utilizan el latín siempre para hablar del fornicio no porque estén relegando las palabras ofensivas a un idioma lejano, como creen los biempensantes e ignorantes barbudos. Hay que tener en cuenta que la mayoría de ellos tiene el latín casi como única alternativa al silencio, así que lo han convertido en su lengua íntima, la lengua en la que piensan y desean. Pero en realidad lo que los lleva a usarlo hablando del cuerpo es principalmente la evidencia de que solo el latín es capaz de adentrarse por los recovecos de la piel y de la anatomía hasta dar con los detalles que requieren sus mentes ávidas. Es un idioma propicio a la grosería cegatona de los amantes primerizos. (...)

Ya no podía oírnos, era por fin incapaz de deseo, inalcanzable para el miedo, inasequible a la ambición. Desde la iglesia alta, a la vista del pueblo llano que llenaba la iglesia baja, encerrado como un monje más tras la reja que mostraba nuestra prisión, el mundo se veía lejano. Quienes cantaban le prometían en voz alta a fray Garci que resucitaría del polvo, que volvería a la vida tal y como fue, con su mal humor y su buen apetito, con su mismo paladar para el vino y las mismas ganas de abrazar a una mujer. También le aseguraban que sería juzgado. Como si eso fuera un consuelo esperanzador. ¿Quién quiere ser juzgado? ¿Quién quiere que de verdad le den lo que se merece? (...)
¿Quién querría de verdad que los muertos volvieran a estar entre nosotros? Nosotros, los que aún estamos vivos, rehenes del deseo, prisioneros del miedo, deudores de la ambición. El juicio va a llegar, pero no de inmediato. Antes recibiremos signos de su inminencia. Subirán los mares y los ríos, y parecerán un muro o una pared. Descenderán las aguas por debajo del suelo, a tanta profundidad que no lograremos verlas. Peces, aves y bestias darán gemidos de dolor. Arderá el mar y también los ríos se convertirán en fuego... El tiempo del llanto y el arrepentimiento. (...) 


AZNARO II
En mi época de guerrero y estudiante no sabía si lo que sentía hacia Aznaro era admiración o desprecio, envidia o repulsa. Aznaro era el éxito, y el éxito atrae a los jóvenes como la miel a las moscas. A mí, pese a ser testigo de su justicia sádica, que había arruinado y acabado con la vida de un muchacho al que apreciaba, me tenía completamente confundido, o seducido, como a cualquier otro que lo conociera. El mejor en la batalla, el mejor en el estudio, el mejor en el rezo..., el clérigo armado. (...)
Palencia era entonces una ciudad acogedora, con cinco miles de almas, cuatro iglesias y cuarenta lugares donde beber vino hasta caer rendido, entre tabernas, despachos eclesiásticos y posadas. Yo había alcanzado por entonces mi bachillerato en teología, y Aznaro ya compaginaba los estudios con la docencia. Recuerdo que una noche en la que estaba bebiendo en una taberna junto a él, como uno más en el corro de sus admiradores, irrumpió por la puerta gritando Bárbola, una muchacha de todos conocida, que traía un ojo amoratado y el labio partido. —¡Aznaro, me has violado! ¡Vengo a buscarte con la ronda! Y no mentía. Tras ella llegaban a la taberna cuatro soldados. (...)
1-¿Son ciertas las acusaciones de Bárbola? 
En caso afirmativo, ¿cómo se libra Anzaro de la justica?
En caso negativo, ¿por qué Bárbola le acusa falsamente?

LAS MUJERES COMO OBJETO DESEADO Y COMO SUJETO DESEANTE (DE LIBERTAD)
Dime cómo es su cuegpo. ¿Qué podía responderle? Me recordé a mí mismo cuando preguntaba a mi padre cómo era el mar, que nunca había visto. Mi padre hizo lo que pudo y me habló de un río con una sola orilla contra la que el agua arremetía como si quisiera tragársela, del horizonte donde el océano se confundía con el cielo, de peces enormes que saltaban en el agua..., y eso fue todo lo que supe sobre el mar hasta los treinta años. Entonces vi el mar en la desembocadura del Ebro y no reconocí la descripción de mi padre. No se parecía en nada. ¿Qué podía decirle al infeliz de fray Bermudo, que esperaba ansioso una respuesta? ¿Que ver a una mujer desnuda era como volver a casa o como encontrar un escondite perfecto? ¿Le hablaría de la piel de nácar y de las dos gotas de sangre que latían en la punta de sus pechos? ¿De las llamas como espuma de olas sobre el mar? (...)
Le expliqué que verlas era una sensación parecida a ver montañas en camino. La forma de la montaña va cambiando cuando avanzamos. Lo que desde un lugar es un pico cubierto de nieve, si te desplazas un poco, se ha transformado en el espinazo de un animal dolorido, a punto de dejarse caer al suelo. Y si uno sigue moviéndose, aparece una cima redonda que, vista desde la otra vertiente, ya será una cresta de granito ante la que retrocede la ladera de pino.
—Una mujer desnuda, inmóvil, se convierte en todas las mujeres —resumí. Me hizo varias preguntas más, a las que contesté como mejor supe, aunque no fue suficiente, porque su voz sonó casi ronca cuando suplicó:
—Necesito veg una mujeg desnuda. Lo antes posible. Con mis pgopios ojos. (...)
Agachó la cabeza, removió algo de arena con la punta del pie, se puso las manos a la espalda y me hizo creer que estaba meditando, aunque no quería dar ninguna señal de sus planes, mientras yo la miraba con paciencia y sin esperanza, porque intentar saber lo que hará una mujer es como adivinar hacia qué lado emprenderá el vuelo un pájaro desde la rama de un árbol. (...)

no consigo entender tu tendencia a meterte en medio del peligro. Tengo que encerrarte para protegerte. Ahí me quedé atascado.
—Eso me suena.
A mí también. Era discurso de marido celoso o de padre desconfiado, un discurso que, como me dijo una vez doña Leonor de Andrade, todo hombre lleva dentro, a la espera de soltarlo al fin algún día. ¿Era yo algo parecido? (...)


EL DINERO COMO RELIGIÓN Y LA RELIGIÓN COMO DINERO
A menudo pienso que el dinero acabará siendo la nueva religión, y la moneda sustituirá a la cruz. Al Crucificado le debemos nuestra salvación, pero al dinero le debemos el cumplimiento de nuestros deseos. Quizá por eso, para conseguir dinero, hay que recurrir a los judíos, los asesinos de Cristo, esos a los que tanto odiamos y tanto necesitamos. Como los invasores moros, a quienes, si no existieran, tendríamos que inventar para poder inventarnos a continuación a nosotros mismos, esa Castilla goda y grande, el paraíso perdido al que pronto volveremos. En cuestiones de dinero, como en el vino, es muy importante el tiempo. Si es un dios, no está en la eternidad, como el de los cristianos, idéntico a sí mismo por los siglos de los siglos. El dinero es metamórfico y por eso mismo más misterioso que un dios inmutable. Se transforma en lo que deseamos y también puede transformarse a sí mismo en otra cantidad distinta de dinero. «Tiempos son tiempos», como diría Lope. Diez maravedíes hoy son equivalentes a quince dentro de un año. Nuestra iglesia en cambio condena la usura, porque aún no ha llegado a comprender la importancia que tiene el tiempo en el valor del dinero. (...)
Sin embargo, conociendo como conozco el culto que le profesa, estoy seguro de que no tardará en entenderlo y en convertir a la moneda en otro de los nombres de Cristo, como ha ido haciendo con los dioses antiguos, sus fiestas y sus templos. Y al cabo el dinero, como bien dicen los juglares, no es más que poder, y el poder es lo único que persigue la Iglesia. Pero conseguir dinero es ensuciarse, y tiene que haber alguien de fuera de la religión y la nobleza que lo haga, que se manche las manos. ¿Quién? La razón de que sean ellos los que nos prestan dinero es porque está prohibido a los cristianos, en vez de a todo el mundo, así que los nobles y los cargos eclesiásticos los adiestran a ellos, que, una vez con el mango de la sartén en la mano, ya no lo sueltan. Con usura, que no es más que la introducción del tiempo en el intercambio. Siempre que contamos con el tiempo cambia la naturaleza de cualquier relación. Así nos sucede en el amor también. Al cabo de años de convivencia, una parte aumenta su deuda y la otra se vuelve más acreedora. (...)
Hay muchas ocasiones en que la casi honradez es preferible. Lo mismo que la casi virtud, la casi certeza y el casi amor. Son más acogedores para nuestra debilidad. Quizá por eso dicen que la voluntad de cada persona es su único reino de los cielos.


Ahora, al final de mi vida, me asombra recordar el vigor que tenía en otro tiempo, cómo me sentía reconciliado con este cuerpo al que hoy me resigno a aceptar como extraño, este cuerpo desconocido y débil y doliente en el que mi alma —sin duda por sus numerosos pecados— se encuentra retenida como en una mazmorra. No estoy tan lejos de aquel desfiladero asfixiante y estrecho en el que me sujetaba como podía con manos y pies descalzos, avanzando pulgada a pulgada. Sigo allí, en cierta medida, salvo que ya no saldré a la luz de la mañana, sino a la oscuridad final.

*¿Qué tópico literario aparece reflejado en este fragmento?


 Si yo no hubiera aprendido a leer habría sido como ellos. Me habría juntado con una moza trigueña y lozana que me prepararía un pan con tocino para llevarme cada mañana en la alforja. Volvería cada día del campo agotado y alegre, y me lavaría en el chorro de la fuente. Bebería tres o cuatro vinos con mis compañeros y hablaríamos de lo mismo siempre, de si va a llover o a escampar, de si las vides vienen bien o mal, del cerco de la luna que anuncia agua segura... Todos los años con los mismos gestos y las mismas palabras, y esa repetición sería la vida, y esta vida es la única que tenemos. Que Dios me perdone por decirlo. (...) Pero aprendí a leer y me separé de la vida, desterrado de la naturaleza. No sabía quién era, a mis cuarenta años, pero sí sabía que, aunque quisiera, ya no llegaría a ser esa clase de hombre a la que todos deberíamos aspirar. (...)

¿Y en este otro? 

¿Qué haríamos sin pecados así, me preguntaba oyéndole? Me dio envidia tanta pasión atormentada, tanto cariño a escondidas, tanta felicidad y tanto remordimiento. Si hubiera podido hablar con él de verdad le habría dicho que dejara de quejarse. Al fin y al cabo su amor les había dado casi todo lo que los que se encierran en un cenobio buscan sin encontrarlo. Y además por fin había aprendido que nunca se puede amar así a alguien eterno, inmortal. Si hubiera podido hablar, le habría dicho que solo se ama con pasión aquello que puede perderse. (...)

O braga o bolsa, he ahí la razón de los crímenes más terribles, por no decir de todos los crímenes. (...)



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