martes, 8 de diciembre de 2020

UNAMUNO (1864-1936) son 7: mucho más que metaliteratura.


1-El gran INTELECTUAL DE ESPAÑA hasta su muerte.

2-Uno de los máximos representantes de la Generación del 98, junto a Pío Baroja.

3-Acuñó el término INTRAHISTORIA, para referirse a la "historia de los hombres sin Historia".

4-Cultivó todos los géneros: escribió teatro, poesía, ensayo y novela, y es el PADRE DE LA "NOVELA FILOSÓFICA", especialmente gracias a Amor y pedagogía.

5-Creador del término y concepto de NIVOLA con Niebla.

6-Gran ejemplo de la METALITERATURA.

7-CARÁCTER CONFLICTIVO EN CONSTANTE DUDA DE TODO: EMPEZANDO POR LA FILOSOFÍA, EL ARTE, ESPAÑA... Y ACABANDO POR SÍ MISMO.

Apasionado, rebelde, indómito y contradictorio hasta su muerte:






UNAMUNO COMO EJEMPLO DE METALITERATURA:

La metaliteratura consiste en hacer literatura sobre literatura. Es decir, la obra literaria se muestra como autoconsciente (sabe que es una obra literaria) y, a partir de ahí, puede realizar una serie de guiños o referencias a otras obras literarias con las que mantiene una relación autoreferencial.

Se suele decir que el mejor mago es el que no tiene miedo de desvelar sus trucos. Muchos narradores consideran más valiente, divertido o valioso admitir que lo que están contando no es real para establecer una complicidad con el lector que sepa ser receptivo a este juego metarreferencial.

Si bien el concepto se asienta desde aproximadamente 1970, la reflexión sobre la propia escritura o sobre el proceso de escritura del propio texto ha sido una constante en la literatura a lo largo de los siglos. De este modo, por ejemplo, en la antigüedad la autorreferencia aparece como una convención que daba cuenta de la búsqueda, por parte del poeta, del buen augurio o la inspiración de las Musas al inicio de una obra. Por ejemplo, si se lee el comienzo de la Ilíada o la Odisea, se puede ver la referencia al propio canto que se inicia:

Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes (Ilíada)

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio… ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas (Odisea) 

Más tarde, en la tradición latina, el Carmen I de Catulo (entre otros muchos textos) da cuenta de la misma convención:

¿A quién ofrezco este librillo nuevo / y ameno, recién pulido por la árida / piedra pómez?... Toma pues lo que sea / de este librito, valga lo que valga, / y que éste permanezca más de un siglo / sin marchitarse, oh Musa virginal.

Los ejemplos abundan en Don Quijote, de Miguel de Cervantes. Por ejemplo en el capítulo VI de la primera parte, el cura y el barbero hacen juicios literarios de las obras que hallan en la librería de Don Quijote en la que predominan los libros de caballería. También mencionan a Cervantes, como vemos en esta cita del cura: "Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos".

En la segunda parte, Don Quijote y Sancho hablan del Quijote apócrifo, de Alonso Fernández de Avellaneda. En el capítulo LIX, un caballero les dice:

"Sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas como lo ha hecho el autor [Avellaneda] deste libro que aquí os entrego".

Pero, como decíamos, uno de los momentos cumbres de la metaliteratura es la "nivola" NIEBLA y, en particular, este fragmento:




Niebla. Fragmento. Cap XXXI

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería aca­bar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele con­sultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por en­tonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y plati­cado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmática­mente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.

Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en se­guida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo de­mostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta tem­blaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando…
––Ni despierto ni soñando ––le contesté.
––No me lo explico… no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…
––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has conce­bido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos en­sayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirán­dome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que… es que… ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––, por­que son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mi­rándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lenta­mente:
––Mire usted bien, don Miguel… no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me re­plicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Va­mos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…
––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.
––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo ne­cesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contra­diga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…
––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí…
––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es us­ted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…
––No mientes a ese…
––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun supo­niendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados en­tes de ficción tienen su lógica interna…
––Sí, conozco esa cantata.
––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hi­ciese…
––Un ser novelesco tal vez…
––¿Entonces?
–Pero un ser nivolesco…
––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hie­ren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta ló­gica me pide que me suicide…
––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equi­voco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el…
––¿Cuál es? ––le pregunté.

Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y len­tamente me dijo:
––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático co­nozca bien a los personajes que finge o cree fingir…
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Au­gusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que us­ted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñe­tazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más imperti­nencias…! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí, voy a hacer que mueras!
––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo…
––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dis­puesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.
––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…
––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauri­cio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire usted, precisamente a esos… no!
––¿A quién, pues?
––¡A usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser ficticio?
––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…
––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede to­lerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por dis­cutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…
––No sea usted tan español, don Miguel…
––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, espa­ñol de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…
––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.
––Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Ma­tarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por Dios!… ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…
––¿No pensabas matarte?
––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro… Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir…
––¡Vaya una vida! ––exclamé.
––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser bur­lado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…
––No puede ser ya… no puede ser…
––Quiero vivir, vivir… y ser yo, yo, yo…
––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…
––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No puede ser… no puede ser…
––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera… Mire que usted no será usted… que se morirá. 
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de noso­tros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…
––Pero si yo, don Miguel…
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que…?
––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te mori­rás. Para lo que ha de valerte ya la vida…
––Pero… por Dios…
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de fic­ción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivoles­cos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima…
––¿Víctima? ––exclamé.
––¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

Miguel de Unamuno,Niebla, 1914