sábado, 2 de septiembre de 2023

FUERA DE LAS POSTALES (Leticia González)

 

Recuerdo haber visto hace tiempo en televisión, un reportaje sobre la procedencia y las circunstancias particulares que habrían llevado a los cerca de cuarenta indigentes que por entonces pernoctaban en los soportales de la Plaza Mayor de Madrid, a vivir en la calle.
Cada historia personal superaba en dramatismo a la anterior. Unos pocos de aquellos infelices de piel oscura y ajada, habrían recalado en Europa a través de una playa gaditana de cuyo nombre jamás tuvieron constancia; tras una odisea de varias noches con sus lunas llenas en patera, u ocultos en los bajos de un camión de fruta rumbo a Canterbury. Otros procedían de más allá de los Cárpatos, de Latinoamérica, algunos de Asia, pero muchos, la mayoría, llegaron tiempo ha buscando una oportunidad laboral desde el resto de provincias españolas; por doloroso que parezca, en Madrid también hay gaviotas.
Allí estaban en absoluta democracia magrebíes, jaeneros, rumanas y pacenses; aquellos que tuvieron infancias plácidas, truncadas un día por la adicción a la sustancia equis que se hubiese cruzado en su camino, y los marginados de cuna que nada sabían hacer salvo ser pobres como lo habían sido sus padres, como sus abuelos, como lo hubieran sido los hijos que «gracias a Dios no tuvieron».
Entonces, cualquier tiempo anterior al ahora, poco o nada importaba. Lo habían perdido todo; incluso su pasado, peor aún; incluso su futuro.
Y sin embargo, perduraba en todos ellos el vestigio de una vida normativa anterior a la mendicidad. La añoranza en sus pieles, en sus rostros, de aquella familia, de aquel oficio, de aquel hogar cuyo aroma, emanando desde la cocina al cruzar la puerta cada tarde, apenas quedaba una tenue nota dormida en los pliegues de la memoria. 
Compartían todos ellos, aparte de lecho, el hecho de haber descarrilado en algún punto indeterminado del camino. Una mala decisión en una de esas encrucijadas en las que muchos de nosotros nos hemos visto alguna vez o varias en la vida. Ese punto de inflexión, la nave sacudida por los vientos de la duda, ese azar que te empuja a la deriva, que te arroja contra las rocas o te ayuda a recuperar su gobierno con fortuna. Estuve como aquellos, en cada uno de los infortunios que tímidamente iban relatando con datos, a veces fidedignos, a veces aderezados, para gloria de la reportera que en cuclillas, a pie de cartonaje, les iba sonsacando. Y yo, desde la distancia abismal de mi sofá pensaba, sí, también dormí en la calle como Inés, saqué un billete de tren para irme lo más lejos posible de casa, sin nadie esperándome en la estación de llegada como a Paco, sin una mísera moneda en los bolsillos como Juan Antonio, coqueteé con las drogas como Salvador, delinquí como Shamira, me crié en el seno de una familia desestructurada y sin recursos como Alfonsa, hija de madre soltera como Ahmed, crecí en contacto con la violencia doméstica y el alcoholismo como María, sufrí una fortísima depresión de adolescencia como Cosmin. Y quise morir una y otra y otra vez como Sveta.
Lo único que me diferenciaba de ellas, de ellos, fue aquella luz que ante mí se encendió en cada ocasión para alumbrarme el camino, para decirme, cuidado, Leti, te estás equivocando. Y en todos esos momentos decisivos a los cuales hube de enfrentarme siendo entonces terriblemente joven e inexperta, terriblemente curiosa y torpe, asomada sin intermisión al precipicio donde la más ligera brisa me habría hecho caer y cuyo embrujo me atrapaba, ahí estuvo una y otra vez, ese viento benévolo dándome la mano. Haciéndome ver.
Ellas, ellos, no tuvieron mi suerte. Solo eso.
¿No les facilita acaso la administración —se preguntan algunos—, un mísero jergón a resguardo sobre el que dormir?
Me hacen gracia aquellos que se autoexculpan con el manido «es que se les ha ofrecido un techo pero son unos inadaptados que prefieren dormir en la calle; no asumen las normas», para planchar serenos su oreja cada noche.
¿Tanto le cuesta a la gente entender que un comedero o un bebedero, acaso un techo, no bastan para que un pájaro prefiera la jaula a la libertad por muy peligrosa e incierta que esta sea?
Pero sí, somos muy dados a acomodar nuestra conciencia, equilibrando cada pecado con un acto de contrición.
¡Qué son la filantropía y la caridad sino el impuesto al derecho a dormir a pierna suelta! Como si Dios no supiese la verdadera medida de nuestra naturaleza, como si de existir Dios no supiese de sobra que está todo corrompido.
De todos modos no venía yo a hacer un post sobre los sintecho de la Plaza Mayor, sino sobre uno de los lienzos que más me conmovió recorriendo los pasillos del d’Orsay el verano pasado —hete aquí la fotografía que yo misma realicé—; «Ce qu’on s’appelle le vagabondage», firmado por Alfred Stevens en 1854. Traducido en numerosas ocasiones como «Lo que se llama la vagancia», aunque yo prefiero titularlo «Eso a lo que denominan vagabundeo», por las connotaciones equívocas que tiene el término vagancia y porque a mi entender la estructura de la frase traducida es ambigua.
Resulta que Stevens era uno de esos "buenistas" [así le llamarían hoy los mezquinos para desacreditar la bondad de conciencia de aquellos que creen que pueden hacer algo por mejorar el mundo durante el breve periodo que lo habitan], comprometido con las clases desfavorecidas a las que el artista, a diferencia de los infelices de «Villa Cartón» o servidora, no perteneció, pues se sabe que nació en el seno de una familia acomodada. Vamos, dilo, un pijoprogre, ¿no?
En la tela se nos ilustra con exquisita destreza lo que según el Código Napoleónico de 1804 estaba tipificado en toda Francia como delito; la vagancia. Los mendigos no solo eran perseguidos, sino excluidos de derechos tan elementales como la libertad de movimiento y, desde la ley electoral de 1850 [al pasar de los seis meses de residencia permanente que se le exigían a cualquier ciudadano para poder votar, a los tres años], el derecho a sufragio.
Cuatro años transcurridos de dicha ley, Stevens escenifica la represión que padecen ferroviarios, desocupados, mendigos y desarraigados. En «Lo que se llama la vagancia», en Vincennes, tres gendarmes empujan a una vagabunda y sus dos hijos pequeños a prisión. Entre tanto, una burguesa caritativa trata de entregarle una bolsa con monedas; el gendarme le reprocha su gesto mientras un tullido parece mirarla implorándole que se lo ofrezca a él. En la pared de la derecha, dos carteles anuncian los placeres de la alta sociedad en la época, como el juego de la «pelota»; y la especulación inmobiliaria a través de una «subasta» de suelo público; un recordatorio irónico de la omnipresencia del dinero en la sociedad imperial y los contrastes de clases. Si el cuadro fuese actual, los carteles quizás ilustrasen un campo de golf y una promoción inmobiliaria en la suburbia acomodada de cualquier ciudad.
Todo contribuye a que este drama de la nueva miseria urbana (inherente al éxodo rural que trajo consigo la revolución industrial) sea a la vez siniestro y conmovedor. El realismo gélido de los detalles, la paleta oscura, las figuras grises que se destacan contra el muro, la nevada y la ausencia de horizonte, dan la impresión de que la desgraciada y su prole, rodeada de guardias armados, no va camino de un calabozo, sino de su propia ejecución.
El cuadro de Stevens, presentado en la Exposición Universal de 1855 de París, tuvo y tiene como objeto denunciar la dura realidad de la vida urbana y la brutalidad policial de la que son víctimas las clases desfavorecidas. Frente a esta madre indefensa, entregada dócilmente a la insensibilidad de la soldadesca, el pintor hace de portavoz de los oprimidos, esos pobres inofensivos, a menudo perseguidos e injustamente denunciados, oponiendo así el orden puramente represivo de los policías —y del régimen—, a la piedad filantrópica encarnada por la burguesía.
Cuando el óleo llegó a ojos de Napoleón III, este, estupefacto ante la barbarie con sumo realismo retratada, aseguró que no consentiría que estas imágenes volviesen a verse al menos durante su mandato. Y no mintió. Se aseguró de que a partir de ese momento, los mendigos fueran introducidos en un vehículo cerrado, para ser trasladados a prisión a salvo de miradas indiscretas.
Pocos meses tras la emisión de aquel programa de denuncia social, supe que el ayuntamiento de Madrid, a través de su policía, había empezado a levantar el improvisado campamento de personas sin hogar, tocando diana todos los días a eso de las 7 a.m., justo a tiempo de que propios y foráneos hagan acto de presencia en la Plaza de España por antonomasia. Cada mañana, llevando a cabo el mismo ritual, pliegan estos a regañadientes sus cartonajes, haciendo un ovillo con sus escasas pertenencias, para abandonar doblegados el lugar antes de que los servicios de limpieza municipales baldeen a conciencia la zona. 
Al caer el sol, ya que no quedan espectadores que puedan dar fe de nuestras miserias como sociedad, se les permite regresar para dormir bajo la seguridad que ofrecen unas luces que nunca se apagan, al cobijo de aquellos soportales de idílica postal para turistas.

LETICIA GONZÁLEZ DÍAZ

1.1. Haz un resumen del texto: escribe un único párrafo de entre cinco y ocho líneas que muestre de forma breve pero completa lo que dice el autor del texto. Debe estar redactado en 3ª persona y no utilizar frases textuales. 


1.2. Enuncia el tema de este texto utilizando un SN, cuyo núcleo sea un sustantivo abstracto, con tantos CN como sea necesario para acotar la intención del autor. Anota dónde está mejor expresada.


1.3.- Determina la estructura del texto (señala las partes en que puede dividirse el texto en función de su contenido explicando por qué) e indica qué nombre recibe. 

1.4-¿Cuál es la principal intención comunicativa del autor? ¿Qué modalidad textual predomina? ¿Por qué? ¿Hay alguna otra que tenga importancia? Señálalas (puedes dividirlas en secuencias) y explica por qué.

1.5-Teniendo en cuenta lo anterior, señala dos rasgos propios de esa modalidad textual.


1.6. Explica CON TUS PALABRAS las expresiones subrayadas.


1.7. Sustituye las palabras en negrita por un sinónimo.

1.8. ¿Se trata de un texto adecuado, cohesionado y coherente? 

*Escribe tu propio texto argumentativo desarrollando una (o varias) de las siguientes preguntas:

-¿La pobreza resulta problemática por solidaridad o por estética (cuando se ve)?

-¿Una sociedad puede ser avanzada dejando atrás a semejantes o, al contrario, es un requisito ineludible dejar atrás a los más desfavorecidos para que la mayoría pueda avanzar?

-¿Se ayuda a los demás porque es lo correcto, por quedar bien o por evitar el triste espectáculo de la miseria?

No hay comentarios:

Publicar un comentario