datos suficientemente contrastados nos obligan a pensar que la razón más poderosa que llevó a Miguel a desencadenar ese distanciamiento con Josefina tenía nombre y apellido: Maruja Mallo. Ella, y no otra, tuvo el privilegio de ser la primera mujer en recibir la descarga de ese ímpetu juvenil, de esa fiebre retenida en las entrañas del joven escritor. Y hay que entender que, fuera ya de lirismos, hay demasiadas evidencias flotando sobre ese mar de olvido y desmemoria como para obviar el naufragio que supuso la intensa y apasionada relación entre la pintora y el poeta. Sin embargo, ni el posterior silencio de ella, perfectamente razonable si aceptamos la exigua importancia que la artista debió de conceder a una experiencia más en su mapa de intercambios afectivos –«Yo he jodido tanto –afirmaba hace un tiempo la propia Maruja Mallo– y he conocido a tanta gente, que se me amontonan un poco en la memoria»[33] –, ni tampoco la caballerosa o humillada voluntad de Miguel hicieron nada por airear el idilio. (...)
Según señala Sánchez Vidal, testigos de aquella época sostienen que fue Maruja Mallo la primera mujer que cató el poeta, y lo cierto es que la experiencia vivida entre ambos llegó a ser vox populi en aquel Madrid de 1935, hasta el punto de quedar recogida en la memoria de testigos de excepción como Camilo José Cela, compañero de Miguel en las tertulias dominicales en casa de María Zambrano y amigo personal del escultor Cristino Mallo, hermano de la pintora. De esta singular historia, nos proporciona Cela en su libro Memorias, entendimientos y voluntades un valioso documento:
«Con algunos amigos literarios me iba a bañar los domingos a La Poveda, en el río Henares, cuando venía el buen tiempo; salíamos de la estación del Niño Jesús y al pasar por los viñedos de Coslada nos bajábamos del tren, robábamos unos racimos de uva, corríamos un poco y volvíamos a bordo de un brinco y ayudados por los viajeros que iban en la última plataforma: al llegar a San Fernando el tren cambiaba de máquina, le ponían una más pequeña y que pesaba menos porque el puente no brindaba muchas garantías de seguridad. Miguel Hernández y Maruja Mallo tenían amores e iban a meterse mano y a hacer lo que podían debajo del puente, pero los poetas los breábamos con boñigas de vaca y entonces ellos tenían que irse a la otra orilla a terminar de amarse en la dehesa que allí había ya que, a lo que parece, los toros bravos eran más acogedores y menos agresivos que los poetas líricos.» (...)
No cabe duda de que los dos han sufrido, como señala María de Gracia Ifach, una atracción mutua: «Ella es pintora, ilustra la Revista de Occidente, ha pintado decoraciones del teatro de Rafael Alberti y presentado cuadros en una sala de París. Ha habido un recíproco deslumbramiento, él por encontrarla encantadora dentro de su arte y su simpatía, y ella por parecerle digno de enamoramiento el muchacho rústico que escribe buena, auténtica, poesía.»
No hay más intención en todo este cúmulo de citas y afirmaciones que conducir al lector hacia las consecuencias que la relación entre Miguel y Maruja Mallo[39] alcanzaron en su obra poética. Y para ello se debe partir de dos hechos que nos resultan bastante sólidos: que los versos de Hernández, lejos de cualquier voluntad de ficción y de fábula, son el resultado de la recreación poética de una experiencia vivida y real; y que la experiencia concreta que compartió con la pintora gallega fue una verdadera aventura de riesgo en la que tuvo cabida no sólo su iniciación sexual y el conocimiento práctico de un erotismo de alto voltaje, sino también la cara amarga del engaño amoroso que le administra al mismo tiempo una amada autosuficiente y libre que puede prescindir de sus favores una vez cumplida y agotada la conquista. Que a nadie extrañe, pues, que el mismo Miguel llegara a calificar dicha relación de «experiencia muy grande», sabiendo perfectamente a lo que se refería al emplear ese adverbio y ese adjetivo. Pero para entender mejor este último punto, debemos regresar al perfil psicológico de una mujer altamente admirable y admirada que tropieza de pronto con la candidez y la inexperiencia de un muchacho que no ha conocido más hembra desnuda –discúlpesenos la aclaración– que las cabras de su establo. Maruja Mallo es una criatura independiente, desinhibida e iconoclasta que no se presta a convencionalismos ni a atavismos morales. (...)
Su bagaje humano, sexual, como se ha podido leer en sus propias declaraciones, no debía de ser precisamente corto y, a tenor de diversos testimonios, parece lícito citar entre sus amantes al escultor Emilio Aladrén, «festejante suyo hasta que Lorca se lo quitó con sus elogios»[40] , y principalmente a Rafael Alberti[41] , con quien mantuvo un torturante noviazgo de cinco años (1925-1930), sólo interrumpido por la aparición de María Teresa León en la vida del poeta. Si nos ajustamos a la opinión de algunos estudiosos de Alberti que atribuye la crisis y el estado depresivo que el poeta gaditano sufrió en 1928 a su primera ruptura sentimental con Maruja Mallo[42] , estaremos hablando de una experiencia muy semejante a la vivida por Miguel siete años después. Alberti, consciente de lo importante que fue para él, en todos los sentidos, su relación con la muchacha, desterró deliberadamente el nombre de Maruja Mallo de todas las páginas de La arboleda perdida, su libro de memorias. Sin embargo, no ocultó en uno de sus capítulos los efectos causados por la primera y traumática separación de la pintora: «¿Qué espadazo de sombra me separó casi insensiblemente de la luz, de la forma marmórea de mis poemas inmediatos, del canto aún no lejano de las fuentes populares […] para arrojarme a aquel pozo de tinieblas, aquel agujero de oscuridad, en el que bracearía casi en estado agónico…? Yo no podía dormir, me dolían las raíces del pelo y de las uñas, derramándome en bilis amarilla, mordiendo de punzantes dolores la almohada. ¡Cuántas cosas reales, en claroscuro, como un rayo crujiente, en aquel hondo precipicio! El amor imposible, el golpeado y traicionado en las mejores horas de entrega y confianza; los celos más rabiosos, capaces de tramar en el desvelo de la noche el frío crimen calculado…»[43] Nos parece suficientemente revelador el testimonio del autor de Marinero en tierra, pero nos estremece al mismo tiempo el empleo de expresiones como «punzantes dolores» o «rayo crujiente» para manifestar la desesperación que le asiste. No obstante, y llegados a este punto, lo que nos interesa analizar ahora, en atención a sus consecuencias, es la actitud inicial de Miguel y su reacción posterior, cuando descubra y asuma que ese idilio carnal, ciego y desbocado se reduce para la amada a una simple aventura sin voluntad de continuidad, sin expectativa de futuro. (...)
vendría a significar que Maruja Mallo, la excéntrica pintora de aquel Madrid de irrepetible efervescencia cultural, fue, en gran o total medida, la razón y la causa de, al menos, dos de los libros más significados de la poesía española del siglo XX (ambos producto de una crisis sentimental): Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, y El rayo que no cesa, de Miguel Hernández. (...)
Tal vez con la valiosa ayuda, la supervisión o el consejo de Aleixandre, Miguel abrió el libro con el poema «Un carnívoro cuchillo», escrito en redondillas de rima alterna. Colocó después trece sonetos y, seguidamente, situó en el centro de la obra, a modo de eje, una larga composición (silva polimétrica) titulada «Me llamo barro». A continuación completó el poemario con trece sonetos más, una «Elegía» escrita en tercetos encadenados y un «Soneto final». (...)
1. Un carnívoro cuchillo (MM) 15. Me llamo barro (MM) 16. Si la sangre también (MM) 2. ¿No cesará este rayo…? (MM) 17. El toro sabe al final (MM) 3. Guiando un tribunal (MM)
18. Ya de su creación (JM) 4. Me tiraste un limón (JM) 19. Yo sé que ver (JM) 5. Tu corazón (JM) 20. No me conformo (MM) 6. Umbrío por la pena (JM) 21. ¿Recuerdas aquel cuello? (MC) 7. Después de haber cavado (JM)
22. Vierto la red (MM) 8. Por tu pie (MM) 23. Como el toro (MM) 9. Fuera menos penado (JM) 24. Fatiga tanto andar (MC) 10. Tengo estos huesos (JM) 25. Al derramar tu voz (MC)
11. Te me mueres de casta (JM) 26. Por una senda van (MM) 12. Una querencia tengo (JM) 27. Lluviosos ojos (MM) 13. Mi corazón no puede (MC) 28. La muerte (MM) 14. Silencio de metal (MM) 30. Soneto final (MC)
Tomando como centro del libro el poema «Me llamo barro» y omitiendo del citado esquema la Elegía (poema 29), de las diez composiciones vinculadas a Josefina Manresa y al pasado amoroso de Miguel, ocho aparecen en la primera parte y sólo dos en la segunda. Cuatro de los cinco sonetos asociados a María Cegarra están situados en la segunda parte y, de ellos, uno cierra la obra. La presencia de Maruja Mallo en los catorce poemas que a ella atribuimos está repartida con relativa proporción en ambas mitades: cinco composiciones en la primera parte, ocho en la segunda y una en el eje de la obra. (...)
Maruja iba a ser, desde aquel momento, el «eterno rayo» que cobraría categoría de símbolo absoluto en esa otra forma verbal –«rayo que no cesa»– destinada a hacer estragos en su vida. El poema «Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos» de Imagen de tu huella, poblado de vitalismo y de gratitud del enamorado que se ve realizado como hombre y como ser gracias a la amada, trasforma en El rayo que no cesa la dulce huella en pisada cruel que aplasta y humilla al confiado amante. Y el poeta, que sabe lo que duele ese desdén, eleva su sentimiento al máximo en uno de los poemas más profundos y amargos de su producción lírica: «Me llamo barro aunque Miguel me llame». El testimonio amoroso que nos deja en esta pieza merece la mirada atenta del lector. El autor lo ha colocado justamente en el centro de su libro para concederle esa preponderancia estructural que enfatice su importancia y su valor. Ni siquiera es un soneto, sino una larga composición (silva) de trece estrofas irregulares y sesenta y un versos que el poeta ha dejado a propósito en ese lugar –presidiendo el conjunto desde una privilegiada posición y flanqueada por dos series de sonetos– como el testamento vivo de un amor que ha agitado con fuerza su existencia. El grado de erotismo, de delirio sensual; el canto a la materia –carne o barro–, alcanzan aquí toda la grandeza imaginativa y terrenal de un Hernández verdaderamente herido por la vida. No en vano, el juego que el poema propone ha dado pie a interpretaciones muy arriesgadas que no vamos a defender, aunque sí tomemos el discurso hernandiano como una manifestación erótica que recurre a la fórmula metafórica del pie sobre el cuerpo –labios, boca, lengua– para hacer más expresiva la sensación de ultraje
MIGUEL HERNÁNDEZ: PASIONES, CÁRCEL Y MUERTE DE UN POETA.
JOSÉ LUIS FERRIS.
LLEVARSE AL RÍO A MARUJA MALLO
Habíamos tomado un taxi para ir a comer. Iba sentada a mi lado, era pequeñita, las piernas le colgaban en el asiento, pesaría no más de 50 kilos incluidos todos los arreos que llevaba encima, dijes, pulseras, plumas, gasas, el sombrero y un reloj de patata. Decía que su reloj funcionaba bajo el agua y servía para cronometrar alguna carrera de salmonetes. Me hablaba del guapo escultor Emilio Aladrén, que fue su novio y la dejó para hacerse amante de García Lorca. Yo veía en el retrovisor la cara de asombro que ponía el taxista al oír las cosas que decía aquella mujer, llamada Maruja Mallo. Por otra parte, no había forma de que nos pusiéramos de acuerdo para elegir un restaurante porque Maruja no podía olvidar que era una pintora surrealista y prefería contarme las locuras de su juventud, cuando allá en tiempos de la República entró montada en bicicleta en la iglesia de Arévalo durante la misa mayor el día del patrón del pueblo. Atravesó la nave central, se dio una vuelta alrededor del presbiterio y pedaleando tranquilamente abandonó el templo y se fue por donde había entrado, dejando al obispo, a los canónigos y a todos los fieles boquiabiertos. Se comprenderá que en aquel tiempo en que se apedreaba a los hombres que no llevaban sombrero, epatar a los burgueses era muy fácil para aquel grupo de surrealistas, capitaneados por Dalí y Buñuel. Bastaba con pasearse con un clavel en la pipa y se armaba un escándalo. Pero Maruja Mallo iba siempre más allá, aunque lo tenía más fácil por ser mujer.
La transgresión y libertad creativa de Maruja Mallo salen del olvido con una gran muestra en Santander
En aquella época a las mujeres solo se les permitía el surrealismo de llevar colgado del pecho un escapulario de la Virgen del Perpetuo Socorro. En una foto aparece vestida de algas en una playa de Chile, en otra lleva una media colgando entre calaveras de vacas en un vagón de mercancías. También era la más imaginativa a la hora de disfrazarse en las fiestas morunas que montaban en la casa de las Flores de Madrid, donde vivía Pablo Neruda. De hecho, Maruja siempre ganaba el concurso de blasfemias que se celebraba todos los años en un bar de la plaza de la Cebada.
Ahora en el taxi yo insistía en enumerarle todos los restaurantes del barrio de Salamanca, pero al ver que no había forma de llegar a un acuerdo, el taxista se permitió participar en el debate.
—¿Puedo dar mi opinión? —preguntó.
—Diga, diga.
—Me han asegurado que donde mejor se come es en la cafetería del frenopático.
—Haberlo dicho antes, buen señor. Vamos para allá —exclamó Maruja.
Por fin encontramos un restaurante propicio del barrio de Salamanca y una vez sentados, después de pedir la primera cerveza, le pregunté:
—Maruja, ¿tú crees en Dios?
—¿Que si creo en Dios? Pero cómo voy a creer en Dios, si con estas prisas mortíferas de hoy en día no hay tiempo para nada. A mí el que me gusta es Moisés del Antiguo Testamento, un tipo musculoso y revolucionario que escribió él solo el Pentateuco y cruzó a nado el mar Rojo. También me gusta otro que se llama… A ver si me acuerdo… caray, ¿cómo se llamaba?… tiene el mismo nombre que un israelita que era mi marchante en Buenos Aires y tiene una joyería en Madrid, ah, sí… Samuel, ese era un tío con toda la barba. Buda me parece un cenizo que decía que vivir es sufrir. Después vino el judío que dijo que cuanto más sufres, mejor. Lo mío sería Zoroastro, que es la religión de los magos. Yo creo que Cristo era un mito o una cosa parecida a Tierno Galván, que es un infeliz, el pobre.
La Generación del 27 no estaba formada solo por poetas. También había músicos, arquitectos y pintores. Maruja Mallo, sin duda, era la más dotada para captar el espíritu de los tiempos. Pese a la bohemia con que vivía y todos los disparates con que adornaba su vida, la obra de Maruja Mallo es de una personalidad y consistencia extraordinarias. Tenía enamorados a toda aquella tropa de poetas, pero fue Alberti quien se la llevó al río, en este caso al río Manzanares, donde ella le lavaba los calzoncillos. Y también los de Miguel Hernández. En 1932 se fue a París y allí conoció a Bretón, a Paul Éluard, a Aragón, a Picasso. Expuso en la galería de Pierre Loeb. Después de la Guerra Civil se fue exiliada a Buenos Aires. Regresó a España en 1962 y después de pasar por un periodo de oscuridad, su figura recuperó el primer plano y hoy Maruja Mallo ocupa un lugar privilegiado entre aquel grupo de surrealistas que sabían que el surrealismo solo funciona como improvisación, actuando. Entre su obra destacan las verbenas que comenzó a pintar el año 28, los cuerpos voladores, los espantapájaros, las norias, los carruseles y tiovivos. Sucede que el extraordinario talento de esta pintora está oscurecido por las anécdotas, pero en cualquier exposición allí donde se cuelgue un cuadro de esta pintora, dada su misteriosa energía magnética, atraerá con fuerza todas las miradas.
MANUEL VICENT 26/04/2025. EL PAÍS

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