Soy profe de Lengua y Literatura y en este blog iré colgando actividades y textos que trabajemos en clase (o no).
"Hola, ¿qué tal? Soy el chico de las poesías".
Que la vida del novelista sea la literatura y que haya optado por entregarse a ella se podrá tomar como una excentricidad más del talante artístico que ataca a poetas y escritores, pero al referirme ahora a un tema en el que me siento tan involucrada, trataré de ser objetiva y hablar de literatura como si fuera algo ajeno a mí, un fenómeno extraño o extranjero, aun a sabiendas de que para convencer al lector de que la literatura es una de las cosas más importantes de la vida no tengo otra opción que hacerlo desde la literatura misma.
Literatura, al contrario de lo que esta sociedad mediática está empeñada en hacernos creer, no es sólo pasatiempo de lunáticos, vividores y holgazanes. Literatura es la única forma de vida posible para cualquier persona con afán y voluntad de ser algo o alguien en el mundo.
Aprender literatura es tan básico como leer y escribir con la finalidad de tener conocimiento práctico y estético
Y sin embargo, los burócratas de la pedagogía insisten en apartar la literatura de la educación primaria, secundaria y universitaria con el argumento de que la era informativa y tecnológica debe excluir de las aulas (y en consecuencia, de las casas y lugares de trabajo) aquellos libros nacidos de los sueños de novelistas y poetas. Aseguran los mediocres que la mal llamada biblioteca electrónica (resúmenes de resúmenes de libros) y los chats han convertido en algo inútil y caduco el arte del dominio de la idea y de la palabra. Nada más equivocado y absurdo. Los lectores estamos convencidos de que los sabios y profesionales que destacarán en años venideros serán aquellas personas capaces de trabajar la información con las leyes elementales, aunque no fáciles, del arte literario.
¿Será cierta la posibilidad de hacer poesía con una fórmula química o matemática? Por interesante que resulte la propuesta, no va por aquí mi discurso. Lo que distingue a un profesional de nivel mediano de otro más creativo y sabio, formados ambos a partir del manantial de Internet, dependerá de la capacidad del segundo para leer y escribir con el rigor que este ejercicio implica, frente a la incapacidad del primero que jamás estudió, leyó ni aprendió literatura.
Aprender literatura consiste en algo tan sencillo y básico como saber leer y escribir con la finalidad de adquirir conocimiento práctico y también estético. ¿Y de qué sirve leer y escribir, se preguntarán algunos, cuando ya se ha aprendido a hacerlo? Bien, leer y bien escribir sirve para algo tan importante como aprender a pensar. Es fantástico disponer de una herramienta como Internet que proporciona apoyo para contrastar datos, leer prensa internacional y, sobre todo, documentarse a la hora de escribir según qué libros o trabajos. Pero la diferencia entre un mal periodista, político o escritor de otro bueno puede depender de su capacidad de seleccionar, contrastar y escribir sobre la información extraída; es decir: de su nula o mucha sabiduría literaria.
Los filósofos griegos fueron los primeros en ponerlo en práctica. Fueron ellos los inventores de la literatura como forma o fórmula de explicar y ordenar conceptualmente el mundo. Empezaron por poner palabras a las cosas y relacionarlas. La lluvia, el viento, el crecimiento de las plantas, la muerte, la salud, perder o ganar una guerra obedecían a palabras que tenían su historia y asociaciones que formaban parte de su significado. La literatura les permitía no sólo imaginar fuerzas superiores que llamaban dioses, sino inventar los conceptos con los que explicar y comprender el mundo. Nuestra cultura occidental debe casi todo a estos griegos. Más prosaicos nosotros que Platón, Safo o Aristóteles, hemos cambiado el nombre de los dioses antiguos por otros que son mera caricatura de aquéllos y se llaman Internet, Windows, Google o Yahoo. Los manejamos con audacia. Son nuestra forma de vida. Nuestra "nueva literatura". Escuelas e institutos han desterrado la lectura de clásicos y modernos para poner en su lugar laboratorios de lenguas y sistemas multimedia. Los alumnos mejor calificados ya no son aquellos que saben escribir y expresar con audacia sus ideas, acaso reinventarlas, sino los que mejor se desenvuelven con las divinidades internautas.
La literatura es el arte que enseña a pensar. Cuando Borges escribía sobre su personaje Funes, el memorioso decía de él que al tener el conocimiento del mundo archivado en su memoria lo que en realidad sucedía era que lo ignoraba por completo puesto que de tanto memorizar se había vuelto incapaz de olvidar las cosas y, a partir de este olvido, empezar a recrearlas. No hay mejor metáfora para explicar el sentido y contenido de la información internauta que este personaje borgiano. El aprendizaje de la literatura nos enseña a ser más creativos. Para explicar racionalmente el mundo todavía no se ha inventado nada mejor que las palabras. No existen más palabras que las conocidas y es la literatura la que a través de la explicación de nuevos conceptos permite inventar palabras nuevas.
Lectores y escritores de hoy llaman literatura a la información internauta. Esta biblioteca fraudulenta tiene el poder de reproducirse a sí misma de forma vertiginosa. Basta con buscar un tema por Internet para comprobar las repeticiones infinitas. También ahora, los escritores competitivos ya no se preguntan sobre quién es el destinatario de uno de sus libros. Su preocupación es de otro orden. "¿Cuántas citas tienes colgadas en Internet?".
El internauta usa la información o la multiplica pero ya ha dejado de hacer literatura con ella. Prefiere jugar a crear o recrear. Elige navegar en lugar de leer. Lo que, en suma, significa que prefiere dejar de pensar a pensar leyendo.
TRIGO LIMPIO es una magnífica novela escrita por Juan Manuel Gil (Almería, 5 de junio de 1979) un escritor y profesor español. Resultó galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 2021.
TRIGO LIMPIO es muchos libros en uno. Comienza como una novela picaresca y tiene guiños a la novela de aventuras, a la novela negra o, incluso, al teatro del absurdo (en unos diálogos descacharrante). Es emocionante, divertidísima, tierna y está maravillosamente escrita. Además, resulta un magnífico ejemplo de un subgénero narrativo al que ya nos hemos referido en alguna ocasión: la novela de autoficción, ya que el escritor Juanma Gil aparece como protagonista de su novela (narrada en primera persona) y existen continuas referencias a su vida y su obra.
Además, pese a tratarse de un libro orignal y con un estilo propio e inimtable, está plagada de referencias metaliterarias o guiños a otras novelas.
Aunque te recomendamos encarecidamente que leas la novela completa (te entretendrá, te emocionará y te hará reír), a continuación destacamos algunos fragmentos que nos servirán para explicar la autoficción y la metaliteratura:
CAPÍTULO UNO
Una de las muchas consecuencias que tuvo la ampliación del aeropuerto fue la construcción de un colegio nuevo. La pista circular de despegue y aterrizaje, una vez terminada, quedaba a no más de cincuenta metros del patio donde los alumnos nos dejábamos los últimos dientes de leche. Las alas de los aviones pasaban tan cerca, que los niños estirábamos los brazos a través de la valla, convencidos de que podríamos acariciarles el plumaje. No obstante, no era higiénico para nosotros —ni estético para ellos— que nos siguiéramos comiendo allí el bocadillo de media mañana, al rebufo del queroseno y la goma quemada. Así que en las vacaciones de la Navidad del año 1992, hicimos el tránsito al nuevo centro. Yo, que lo mismo me apuntaba a destrozar bailes folclóricos que me daba por aprender el método Caballero de mecanografía, fui uno de los muchos que ayudaron a desembalar y colocar mesas, sillas, pizarras, armarios y estanterías en el nuevo colegio. Recuerdo de qué manera el director y su mujer nos dirigían cual enjambre de tontos: desplegaos con rapidez, empujad con fuerza, sujetad con brío. Vivimos aquellos días de mudanza con un júbilo más propio de un rebaño de catequesis que de un grupo de escuela pública. Así nos va ahora.
El cambio de instalaciones no supuso la demolición del antiguo colegio. Al menos no al principio. Durante unos cuantos años, allí quedó ese enorme edificio de tres plantas, rodeado de un patio que albergaba una pista de fútbol sala, otra de baloncesto, un invernadero de medio arco, un palomar de mezcla y bovedillas, un gran aparcamiento, tres o cuatro fuentes secas y un caótico y hermoso bosque de mimosas, pinos y eucaliptos. Podría emplearme en describir aquel patio durante páginas y páginas, porque, siempre que lo evoco,la nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo, me acude al cielo de la boca. Pero en este caso lo relevante no radicaba en cómo era, sino más bien en qué ocurría allí. A pesar de que el viejo colegio había sido precintado por la Administración pertinente, la gente seguía entrando, quizá con más naturalidad que antes, por una puerta que alguien había improvisado a fuerza de patadas y empellones, no muy lejos de la principal. Y según la edad, la hora y las ganas, se practicaban deportes, se paseaba bucólicamente entre los árboles y la maleza, se bebía alcohol y se fumaban los primeros cigarrillos, se organizaban peleas por cuestiones de honor y, si sabías de qué iba eso del amor en los noventa, podías llegar a perder la virginidad sin demasiados remordimientos.
Es aquí, quizá, en este punto, desde donde debería haber arrancado, desde donde debería haber empezado a relatar esta historia. Me doy cuenta ahora. Ya no es el comienzo, obviamente, pero puede que siga siendo el principio de todo lo que vino después. La escena en la que pienso es la que sigue.
Jugábamos un partido de fútbol sala que se enmarcaba en un campeonato despiadado y salvaje en la pista del viejo colegio. A esto lo llamábamos «jugarse una Casera», porque el trofeo era un refresco de esa marca que nos bebíamos mientras dedicábamos canciones procaces al equipo perdedor. En un momento determinado del partido, próximo a acabar, el balón, porque así lo quiso la diosa Fortuna o porque a mi primo siempre le sobró el talento para el regate intuitivo y la asistencia generosa, cayó botando a mis pies con la lentitud y la elegancia de un globo de helio. Yo, que nunca fui muy dado ni a la filigrana ni al requiebro, lo tuve clarísimo al instante y puse en funcionamiento toda la maquinaria articular: le di tal punterazo al balón que sobrevoló la portería, la valla del colegio y, para mayor dramatismo, la del aeropuerto. Lo escribo tal como lo recuerdo y lo recuerdo tal como lo estoy viendo ahora que cierro los ojos unos segundos. En aquella tarde de mi temprana adolescencia, un levante de mil demonios afeitaba el asfalto de la pista de aterrizaje. Así que el balón, después de botar cinco, seis o siete veces, comenzó a rodar como si no tuviera pensado detenerse hasta golpear la mismísima torre de control, que se alzaba a dos kilómetros de distancia, metro arriba, metro abajo.
Lo que viene a continuación lo recuerdo, en cambio, con la fidelidad de lo que ha sido contado una y mil veces. Que a estas alturas no sé si es mucha o poca, la verdad. En cuanto el balón dejó atrás la valla del aeropuerto, inicié el protocolo de actuación consensuado para estas situaciones de emergencia. Salí disparado, me colé por uno de los agujeros que habíamos hecho en las alambradas y rompí a correr detrás del balón al sentir que un fuego antiquísimo me abrasaba el corazón. Las veces que volví la mirada hacia atrás, quizá en tres o cuatro ocasiones, por prudencia o por miedo, no lo sé, de verdad que no lo sé, pude ver a todos —a mi equipo y al contrario— aferrados a la valla, sacudiéndola como si estuvieran siendo electrocutados, jaleándome, gritando palabras que el levante me traía y se llevaba con la misma velocidad. Y yo corría, claro, y corría y corría. Y, por alguna contundente ley de la física, el balón parecía hacerse más y más pequeño, casi diminuto, apenas la cabeza de un alfiler, hasta que las luces de la pista de aterrizaje, blancas, rojas, azules, verdes, se encendieron todas a la vez, y el balón pareció desintegrarse, o yo, miope avergonzado en aquellos años, lo perdí de vista. Puede ser que en ese momento me planteara dar media vuelta y dejar las cosas como estaban. No lo descarto porque ahora me parece un sentimiento muy humano y muy inteligente, pero nuestro protocolo de actuación se sustentaba en una ley con hechura de buen epitafio: sin balón no se vuelve. De modo que continué corriendo algunos metros más, hasta que mi cerebro trianguló neuronas y concluyó qué significaban aquellas luces multicolores. Un avión estaba a punto de aterrizar. Y ahí sí que el vientre se me apretujó como quien escurre una esponja. Me mordí la lengua y cambié el rumbo de la carrera convencido de que, si alcanzaba la alambrada, sería capaz de saltarla como una gacela en un documental. Y en esas estaba yo, en la gacela, en las luces, en el avión, en el cielo, en los amigos agitándose y gritando, en la valla a apenas unos metros y en el miedo, sobre todo en el mucho miedo, un miedo tan físico como rebanarse un dedo afilando una rama, cuando un coche patrulla de la Guardia Civil se interpuso en mi camino, y primero me comí el retrovisor y después, sin solución de continuidad, una buena cuña de asfalto. Y ahí sí, tumbado en el suelo, a punto de perder la consciencia, aquellos gritos de mis compañeros, bien entonados, bien musicados y muy bien traídos, me envolvieron como una fresca sábana de algodón: «¡Hi-jos-de-pu-ta, hi-jos-de-pu-ta!».
CAPÍTULO DOS
Yo sabía perfectamente qué era lo primero que iba a decirme mi padre cuando viniera a recogerme. Y esa certeza me tranquilizaba un poco. El problema era que acudiera mi madre.
En la parte trasera del coche patrulla, sin dedicarme una sola palabra, dos agentes me llevaron hasta el cuartelillo que la Guardia Civil tenía en el aeropuerto. Escribo «cuartelillo», pero bien podría escribir «zulo», «trastero», «recoveco» o «agujero». Madre de Dios, qué condiciones de trabajo, qué mierda de vida. Era una ratonera minúscula, con las paredes enmohecidas, cubiertas con caras de terroristas, sin apenas muebles (una mesa de madera, un sillón acolchado, un armario de metal y tres sillas de plástico unidas entre sí por una barra de hierro) y, por supuesto, ninguna ventana, ningún tragaluz, ningún resquicio por el que se pudiera colar la idea de que todo aquello acabaría bien.
Allí solo, sentado en una de las sillas, me dejaron no sé cuánto tiempo al albur de mis pensamientos. Es verdad que de vez en cuando entraba algún que otro agente, pero nunca para dedicarme siquiera una palabra ofendida ni para dirigirme una mala mirada. Así que tuve tiempo de cebar y cebar un pensamiento que me traía loco: mi madre me mata y después se muere ella. Al rato, me di cuenta de que si dejaba de gimotear y aguzaba el oído, podía oír algunas cosas que ocurrían al otro lado de la puerta. Pasos que se aproximaban o alejaban, risotadas espasmódicas, toses moribundas, golpes indescifrables e incluso alguna que otra palabra inconexa y, por tanto, con una fuerza poética inusitada.
Precisamente en esas atenciones estaba yo, cuando la puerta se abrió y entró un guardia civil acompañado de un hombre, al que le dijo siéntese ahí y espere. El adverbio «ahí», obviamente, significaba en una de las dos únicas sillas que quedaban a mi lado. Por momentos, la situación parecía ir tintándose de ese color mortecino que tienen las vidas echadas a perder. El agente, que irradiaba un hastío más insano que el uranio, volvió a salir y, por primera vez desde que estaba en aquel cuchitril, oí cómo cerraba la puerta con llave. Fue como un clac, clac, clac, que en vez de entrar por las orejas se me coló por las fosas nasales y me hinchó los pulmones. Y sé que fue así porque deduje algo tan básico como trascendental: a mí no me habían encerrado durante todo ese tiempo, pero a ese hombre sí querían tenerlo bien controlado.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. Dejarlo aquí. Incluso borrar lo escrito hasta ahora, que no es mucho y duele poco. No obstante, para eso siempre hay tiempo. Permitámonos el gusto de ir un poco más allá.
TRES
—Eres muy joven para estar aquí, muchacho.
—…
—¿En qué te has metido?
—No sé.
—¿Algo habrás hecho?
—Nada.
—¿Eres hijo de alguno de los guardias civiles?
—Qué va. Qué más quisiera yo.
—¿Entonces?
—Un fallo de cálculo.
—¿Y qué calculaste mal?
—El espacio, el tiempo, la velocidad, todo. Un desastre. Me colé en la
pista de aterrizaje buscando un balón.
—Así que tú eres el niño del que todo el mundo habla ahí fuera.
—Madre mía…
—¿Qué?
—Me van a matar, ¿no?
—No creo, hombre. Todo el mundo pasa alguna vez por estos sitios.
—Mi padre no se va a jugar la vida, pero mi madre no teme ir a la cárcel. Tiene el orden de los factores muy claro: primero me mata y después pregunta. Me lo ha dicho muchas veces.
—Seguro que es una buena madre.
—La mejor, sin duda. Se la regalo. ¿Y usted por qué está aquí? ¿Otro fallo de cálculo?
—Creo que piensan que he falsificado el pasaporte.
—¿Y lo ha hecho?
—No. Claro que no.
—Por eso está tan tranquilo.
—Aquí nunca se puede estar tranquilo. Es algo que a lo mejor aprendes hoy.
—¿Por qué?
—Porque ellos están en su derecho de pensar que el pasaporte es falso.
—Pero habrá alguna forma de comprobarlo, ¿no?
—Claro. Ellos mismos son la forma de comprobarlo.
—A lo mejor lo hacen bien. Quién sabe.
—Puede. Saldremos de dudas en un rato. Y mientras eso ocurre, amigo
mío, si no te parece mal, hablaremos. Me gusta hablar. ¿A ti no?
—Supongo que también.
—¿Solo lo supones?
—Hablo bastante con mis amigos. Y en mi casa, aunque mucho menos, también lo hago con mi madre. Pero nunca he hablado con un desconocido en un cuartel de la Guardia Civil, como para saber si también me gusta.
—Hablar siempre es hablar. Da igual con quién y dónde lo hagas. Lo importante, eso sí, es contar las cosas bien.
—Ya… Como todo.
—No, como todo no. Hay cosas que basta con hacerlas. Bien, mal o regular. Da igual. Hombre, si se hacen bien, siempre es mejor. Pero que no pasa absolutamente nada de nada si se hacen mal. Ejemplo: exprimir una naranja. Ejemplo: cavar una tumba. Ejemplo: soplar una vela.
—Y hablar no entra en ese grupo… Entendido.
—Más bien es contar. Piénsalo. Cuando tus padres vengan a recogerte, lo que cuentes y cómo lo cuentes, te salvará o no la vida, a tenor de lo que me has dicho sobre tu madre.
—Me gusta exagerar. No tiene que hacerme mucho caso. Además, estoy nervioso. En cualquier caso, mi madre no me dejará ni abrir la boca.
—Bueno, exagerar es un excelente recurso retórico en determinadas situaciones. Así que eso juega a tu favor. A ver, dime, ¿qué les vas a contar?
—La verdad.
—¿La verdad?
—Sí, supongo que sí.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que me metí en la pista del aeropuerto para buscar un balón.
—Contar la verdad está bien, muchacho. Yo diría que es lo correcto, aunque a veces a mí lo correcto me ha importado bien poco. Pero, antes de llegar a ese punto, hagamos un alto y planteémonos una cuestión. ¿Es eso que cuentas la verdad?
—Claro que lo es.
—Lo formulo de otro modo. ¿Es esa la verdad tan solo porque tú piensas que lo es?
—No me parece una mala razón. ¿A usted sí?
—No sé. ¿Basta con eso? ¿Tu experiencia es suficiente para determinar que la verdad es que entraste en la pista de aterrizaje porque ibas buscando un balón?
—Yo creo que sí. Vamos, que, aunque a veces no me fío ni de mí mismo, en esto estoy convencidísimo.
—Qué gran error.
—Vaya, hombre. Hoy no doy una.
—¿De qué te fías más? ¿De lo que ves, de lo que oyes, de lo que tocas, de lo que hueles o de lo que saboreas?
—No tengo el cuerpo para enigmas.
—Contesta, por favor.
—Creo que me fío de todos mis sentidos. Hasta ahora no me han jugado malas pasadas.
—No me he explicado bien. Te pongo un ejemplo. Me gustan los ejemplos. No sé si te lo he dicho. Los ejemplos son luz. Imagina que alguien te pide que le digas lo que hay en el interior de una habitación. Estás a punto de entrar y, antes de abrir la puerta, te exige que elijas el único sentido que podrás emplear en esa tarea. ¿Con cuál te quedas?
—Con la vista, sin dudarlo.
—¿Para ti es el más fiable?
—Sí.
—Muy bien. Ahora entras y compruebas que la habitación está vacía.
Puedes salir y cambiar de sentido. ¿Lo haces?
—Sí.
—Elige.
—Ni el tacto ni el gusto, porque ya he mirado y no hay nada que tocar ni saborear. Elijo el olfato. Los olores no se ven. A lo mejor es un perfume o un escape de gas.
—Vale. Vuelves al interior y no hueles nada. Aire que entra y sale de tus pulmones. Solo eso. ¿Qué hacemos ahora?
—Oído.
—Vale. Adentro entonces.
—¿Qué? ¿Oigo algo o no?
—Nada de nada.
—No sé. Quizá me he precipitado descartando el gusto.
—¿Vas a lamer el suelo y las paredes?
—Es un acertijo, podría hacerlo y no sería tan asqueroso como en la vida real.
—¿Quién ha dicho que es un acertijo?
—Lo parece.
—No es ningún acertijo.
—¿Qué es entonces?
—Una demostración palpable de que ni tú mismo te fías del sentido en el que mayor confianza depositas. Entraste en la habitación y comprobaste que no había nada. Debiste salir y decir exactamente eso. Dentro no hay nada.
Pero decidiste hacer uso de otro sentido. Y aun así, tú quieres que yo te haga caso cuando cuentas esa verdad de la pista de aterrizaje porque, sencillamente, es lo que viste.
—Es lo que viví. Es distinto. Además, usted me ofreció otro sentido.
—De ninguna manera. Yo te pregunté.
—Eso es trampa.
—No. Eso es hablar bien. Contar las cosas en el orden y del modo adecuados.
—No lo tengo tan claro. Me suena a manipulación.
—Vaya. Ya salió la palabra. No nos adelantemos tanto, anda. Hablar de manipular siempre simplifica la realidad. Hagamos otra cosa. Cuéntame cómo ocurrió lo de la pista de aterrizaje.
—Ya lo he hecho.
—No me lo has contado. Solo me has dicho que perseguías un balón.
—Es que es exactamente eso.
—Bueno, hagámoslo de otro modo. Cambiemos el orden. Primero te relato yo lo que se cuenta ahí afuera sobre lo sucedido. Porque ellos tienen su propia versión. Los agentes, los pasajeros, incluso el camarero de la cafetería y los empleados de la limpieza. Todos. Recuerda que has conseguido tú solito que el avión que estaba a punto de aterrizar volviera a alzar el vuelo.
—¿Cómo dice?
—No te preocupes, muchacho. No es para tanto. Ha aterrizado treinta y cinco minutos después sin problema alguno.
—Mierda, mierda, mierda. No salgo vivo de esta. Mi madre me va a despellejar.
—¿Vuelves a exagerar?
—No, esta vez no.
—Seamos cautos. Tu madre aún no está aquí. Yo te cuento lo que he oído, pero luego te toca a ti, ¿vale?
—Joder, qué putada.
—¿Vale?
—Es que no la conoce. No está pasando por su mejor momento.
—No estamos en eso ahora.
—No estará usted.
—Ni tú tampoco.
—Yo sí. Que soy el que va a pillar golpes hasta en el cielo de la boca.
—Como quieras. Pero ahora yo te cuento y luego tú me cuentas.
—…
—Yo te cuento y tú me cuentas, ¿vale?
—Vale.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. (...)
Cuando recibí el encargo de escribir esta historia, pensé que no me extendería mucho. Y en ese pensar me mantuve hasta el final, porque como lector siempre he preferido los libros cortos a los largos. No obstante, no me queda más remedio que dar los rodeos que exija la construcción del relato. Porque tan estúpido es confundir la brevedad con el buen ritmo (...).
La dolorosa realidad fue que, sin siquiera planteárselo quien demonios tuviera que hacerlo, les habían montado un campamento de verano en nuestro campamento de verano. Es decir, habían desvestido a un santo para vestir a otro. Y eso, tarde o temprano, iba a tener sus consecuencias, porque no existe peor escuela que la del aburrimiento ni patria más salvaje que la juventud. (...)
Es lamentable cuando alguien que se dice lector no entiende nada de lo que ha leído, pero más triste es confundirlo todo. La vida con la literatura. Las personas con los personajes. El autor con el narrador. La verdad con la verosimilitud. Y, lo más preocupante, lo biográfico con lo autobiográfico. Sucede más de lo que cualquiera podría imaginar. Ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida. No sé si me explico. Es una auténtica pena. (...)
En el año 2019 publiqué una novela titulada Un hombre bajo el agua. Fue un éxito de crítica y de ventas que, por qué no decirlo, me cambió la vida. En ella trataba algunos temas que siempre me habían obsesionado, pero que nunca me había atrevido a abordar literariamente. No es cuestión de que desmigaje aquí lo que ya traté en más de doscientas ochenta páginas, ahí está la novela para quien tenga interés, pero sí apuntaré que emplear en la construcción de la historia hechos de naturaleza biográfica propició que bastantes lectores pensaran que se trataba de una novela autobiográfica. Una auténtica pena, insisto. Allá donde la presentaba, siempre me planteaban las mismas preguntas. «¿Qué opina su pareja de que haya contado esto o aquello?» O «¿podría conocer a su madre? Parece una mujer fantástica». O «¿se sigue hablando con su suegro?». O «¿se acuerda de mí? Yo estuve con usted durante aquella peripecia». O «¿sabe que mi vida se parece mucho a la suya?». Todo era un disparate seguido de otro, la verdad. (...)
un buen día, no hace tanto de esto, almorzando con un amigo escritor, me comentó que a veces es necesario escribir todas las páginas de un libro, publicarlo y que caiga en manos de los lectores para que sea posible hallar la siguiente historia que contar. Ahora me conviene pensar que tenía toda la razón del mundo. En su momento, en cambio, le dije que se trataba de una soberana gilipollez. (...)
Quienes saben de estas cosas afirman que los personajes secundarios son tan o más necesarios que los principales. Yo no diría tanto, pero reconozco que algunos de los secundarios con los que me he encontrado a lo largo y ancho de mis lecturas me han embelesado poderosamente. El problema es que en la novela moderna ya casi no sabemos quién es principal y quién es secundario. Las fronteras, como las cicatrices, si aprovechan la orografía, pueden pasar desapercibidas, y eso empuja al lector contemporáneo a un mar de dudas. Por no hablar, claro está, de los casos en que escritores, críticos, estudiosos y editores se acaban poniendo estupendos y nos cuentan que en tal o cual novela el protagonista es la ciudad, o la atmósfera, o el tono de la narración. Yo, que estudié Filología Hispánica y que he escrito algún que otro libro, he empezado a dejar meridianamente claro qué tipo de personaje es este o aquel, porque he llegado a la conclusión de que una de las principales razones por las que una persona abandona la lectura de cualquier libro, y especialmente de las novelas, es la orfandad de certezas. Que, bien mirado, es un mal que aqueja a ese individuo tan de nuestro tiempo, consumido por el azogue, la precipitación y la compulsividad (...).
Todos habíamos recorrido aquella galería en alguna ocasión. Solos. Muertos de miedo. Uno a uno. El del síncope, el del fallo multiorgánico y yo. Por aquel entonces creíamos que el objetivo de nuestra heroicidad era demostrar la existencia de un poderoso lazo de acero entre los componentes del grupo. Hoy pienso, en cambio, que lo que verdaderamente buscábamos era tocarle los cojones al prójimo, que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta lo largas que eran las tardes de verano en el barrio (...)
Quienes saben de esto también dicen que una buena novela debe albergar en su discurrir más de un repecho; que no es bueno que la lectura sea una actividad en descenso zigzagueante todo el tiempo. Y esa es una idea que, aunque con ciertos matices, comparto y procuro llevar a la práctica. Lo que nunca tengo claro es en qué momento he de cambiar la trayectoria y comenzar a dibujar esa línea ascendente. Porque un repecho nunca es un rodeo. Es un cambio de cierta brusquedad en el que perdemos de vista el horizonte. No es que el lector sienta que está siendo obligado a tomar el camino más largo. Más bien se le coloca frente a la disyuntiva de continuar o abandonar la travesía, bien porque no le apetezca, bien porque entienda que no está preparado. (...)
Partiendo de mi propia experiencia con los libros anteriores, me atrevo a decir que es más fácil explicar el principio que llevarlo a la práctica. Como sucede con casi todo lo que es importante en la vida, vamos. Una manera de simplificar el asunto sería la siguiente: la unidad es el conjunto y la variedad son sus partes. Si esa unidad carece de variedad lo más probable es que tropecemos con la monotonía, con ese aburrimiento del que tanto nos obsesiona escapar. Si, por el contrario, nos excedemos en la variedad, lo habitual es precipitarnos hacia un pequeño caos cuya principal consecuencia es el extravío. Se trata de una cuestión de equilibrio y armonía, conceptos sacralizados en el arte por la complejidad que encierra su consecución. O lo que es lo mismo: si te pones insufriblemente pesado con un tema o si, en dirección inversa, te dispersas tocando esto, aquello y lo de más allá, la novela hace aguas por todos lados y lo natural es que las editoriales la rechacen, la frustración se manifieste en acidez estomacal, te acabes autoeditando y tu familia compre el libro y te dé un afectuoso abrazo. Más o menos es así. (...)
Has de saber, antes de cualquier cosa, que a mí me llaman Huáscar Serrano, hijo de Braulio y Wenda, naturales de lugares a tomar por culo el uno del otro. Mi nacimiento se produjo dentro de un viejo hospital en Brasil y fue de esta manera. Mi padre, que Dios le perdone, era español. Creció en un pueblo de Badajoz llamado Villafranca de los Barros, pero su fascinación por el mar lo sacó de allí con diecisiete años. Después de dar algunos tumbos, acabó en Galicia, donde, en la ciudad de Ferrol, se enroló en la tripulación de un barco mercante que lo llevaría a aportar en las ciudades más fascinantes que jamás haya levantado el hombre. Eso contaba él, claro. En una de ellas, al otro lado del océano Atlántico, conoció a mi madre. Wenda, la hija de un molinero que proveía una molienda. Concretamente en Fortaleza, capital de Ceará, en Brasil. Seguro que la conoces porque siempre la destacan en los atlas. Por aquel entonces él tenía veinticuatro años y ella dieciséis. Mi padre solía decir que la encontró en un mercado de guayabas y mangos, loros y cacatúas, embutidos y especias, y que más que un flechazo fue una descarga eléctrica con los pies metidos en agua. Mi madre decía, en cambio, que lo había conocido algunos años después de casarse con él. (...)
De un tiempo a esta parte, no está bien visto que el escritor haga uso del narrador en tercera persona. No estoy diciendo que ya no se emplee. Lo que digo es eso: que no está tan bien visto. ¿Por quién? Por quién va a ser: por quienes saben de estas cosas. Que generalmente nunca somos ni tú ni yo. Al parecer, en una sociedad devorada por el agnosticismo, por una creciente e imparable crisis de fe, por un progreso incuestionable de la ciencia y la tecnología, carece de sentido —y de valor pecuniario— optar, a la hora de relatar una historia, por un narrador omnisciente en tercera persona. Ya nos lo decían en el colegio y en el instituto: el narrador omnisciente es una especie de dios que todo lo ve y todo lo sabe, que domina el arte del silencio, que aguarda el momento propicio para decir cualquier cosa y que ha construido su casa dentro y fuera de los personajes. Así que los que saben de estas cosas les dicen a los lectores e, incluso, a los escritores, que deberíamos estar hasta los cojones de dioses que contemplan lo que se ve y lo que no se ve desde su dorada atalaya. Eso es ahora. Mañana ya veremos. Los escritores nos hemos puesto a escribir en primera persona si queremos tener algún futuro. Ya hemos aprendido que la realidad solo se puede conocer y nombrar desde la subjetiva ruptura de la mirada propia. En realidad, utilizamos una vieja manera de contar las cosas para que la literatura tenga alguna opción de resistir frente a los nuevos modelos de ocio y entretenimiento. Y en ese afianzamiento de la primera persona, el lector ha empezado a confundir la ficción con la realidad, cuando lo interesante y genuino habría sido que alcanzase la realidad a través de la ficción. Que parece lo mismo, pero no lo es. (...)
El paso de la Prehistoria a la Historia vino determinado por el origen de la escritura. Y la llegada a la Historia moderna, por la pandemia de la lectura. La invención de la imprenta en el siglo XV no solo multiplicó el proceso de copiado, sino que hizo posible que los escritos y, por tanto, el ansia lectora, llegaran a un público vastísimo. Hasta ese momento, buena parte de la censura recaía en la figura de los copistas, que eran monjes al servicio del Señor Nuestro Dios. El mismo que nos da distintas caras a ti y a mí. Ellos, con su acto de amanuense, decidían qué sí y qué no. (...)
Quienes saben de estas cosas aseguran que detrás de la mayoría de las buenas novelas hay excelentes editores. Que el entusiasmo que invierten no solo en los libros, sino también en sus autores, contribuye de manera decisiva a que sus obras cristalicen. Es, precisamente, esa forma de cristalizar la que diferencia una buena novela de lo que sencillamente es una historia amorfa, ya que en ese proceso se consigue una estructura íntima ordenada. Por ello suelen hablar de tres coordenadas fundamentales: tiempo, reposo y espacio. Esto, salta a la vista, lo han sacado del mundo de los minerales, no es un secreto. En cualquier caso, me parece que está bien planteado y por eso lo recojo en este capítulo. Tiempo: si es lento y largo el proceso de escritura, mejores novelas tendremos, puesto que lo súbito, aunque alimenta la intuición, propicia el defecto. Reposo: la calma permite una mejor ordenación de las fases del proceso creativo. Espacio: si la historia crece sin problemas de espacio interno —es decir: nada de precipitar el final—, su estructura se manifestará de forma poliédrica, porque ya se sabe que lo peor que se le puede aplicar a cualquier creación es el adjetivo plano. (...)
¿Cómo recuerdas aquella época en el barrio?
—...
—Algún recuerdo destacable tendrás, digo yo.
—Ese es tu trabajo. ¿No crees?
—¿Mi trabajo?
—Escribir esta novela es cosa tuya. Tú eres quien tiene que recordar, apilar el material que consideres útil y hacerlo arder.
—¿A qué novela te refieres?
—A esta. A la que está teniendo lugar.
—No tengo claro que esto acabe siendo una novela.
—Creo que esto ya es una novela. En cualquier caso, puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada, ¿no? —Si esto acaba siendo una novela, tal y como dices, tarde o temprano te tendré que formular todas esas preguntas que ahora me hacen caminar a ciegas.
—Bueno, ese es precisamente tu trabajo. — (...)
Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)
Papá, estoy escribiendo una nueva novela y necesito que me eches una mano.
—¿Has probado a preguntarle primero a tu madre?
—Esto en concreto no tiene nada que ver con ella.
—Tu madre es Dios. Todo tiene que ver con ella. Tu madre, ahora mismo, que está en casa de la vecina echándole de comer a las tortugas, te está oyendo.
—Lo dudo.
—Lo dudas porque ya no vives aquí. Pero tu madre no solo lo oye todo, sino que sabe lo que aún no has dicho. Es decir, oye en el interior de las cabezas. ¿Y sabes por qué?
—No, papá.
—Pues porque ese es su don.
—Ya, claro.
—¿Cuál es tu don?
—Escribir novelas.
—Eso no es un don.
—¿Ah, no? ¿Y qué es?
—Una manera, como cualquier otra, de hacer tiempo mientras te llega la muerte.
—No sé para qué pregunto, la verdad. ¿Tú tienes un don?
—Claro.
—¿Y cuál es?
—¿En serio quieres saberlo?
—Por supuesto.
—Cuando estoy viendo en la televisión un programa de preguntas y conozco las respuestas, nunca las digo en voz alta.
—¿Ese es tu don?
—Ese es. Tú, por ejemplo, no lo tienes, porque yo te he oído muchas veces responder para demostrar que eres muy listo.
—Es algo que hace casi todo el mundo.
—Exacto. Es una ordinariez. La vanidad os iguala.
—Bueno, papá, ¿me vas a ayudar o no?
—Claro, adelante. Tú madre y yo te escuchamos. (...)
Quienes saben de estas cosas aseguran que la acción de un libro más que acaecer corre con habilidad entre las piedras. De ahí que muchos escritores no apartemos la mirada del suelo. Vivimos con demasiados temores, esa es la verdad. Por mucho que los escritores hablemos de certezas, impulsos o imposiciones cósmicas cada vez que nos ponen un micrófono delante, lo verdaderamente revelador son los miedos que albergamos, la confusión en la que nos instalamos muy a menudo. A veces, con suerte, sabemos dónde estamos, pero casi nunca hacia dónde nos dirigimos. Navegamos en mar abierto. (...) Quienes saben de estas cosas aseguran que, desde el momento en que renunciamos a la omnisciencia del narrador en tercera persona, estamos condenados a que los personajes definan su esencia a través de sus actos y de sus palabras. Tenemos restringido el acceso a ese espacio donde germina la voluntad que los impulsa a hacer esto o aquello. Llamémoslo como queramos: corazón, espíritu, subconsciente, lóbulo frontal o sala de máquinas. Por tanto, son las decisiones de los personajes, sus palabras, sus silencios, sus impulsos los que nos permiten radiografiar e interpretar qué se cuece en ese remoto lugar de sí mismos. (...)
Alguna vez leí que la literatura servía para explicar la literatura, pero en ningún caso la vida. (...)
Al hablar, como al cantar, nos convertimos en un instrumento musical de carne. Ciertas personas son capaces de seducir con el erotismo de sus palabras, apenas una frágil brizna de viento que brota del temblor de la garganta y una caricia de la lengua. Las cuerdas vocales, imprescindibles para que nazca la voz, en realidad no tienen forma de arpa; se parecen más a unos labios —sonrisas interiores y verticales— que vibran al paso de una columna de aire. Como escribió el poeta Fernando Pessoa: “Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. El deseo crea en mí ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremece si hablan bien”.
Existe un arte de fascinar a los demás con el discurso, y sus más tempranos maestros fueron los sofistas griegos. Su trabajo nació a la par que la democracia, cuando por primera vez en la historia los ciudadanos tuvieron voz para intervenir en la asamblea —salvo las mujeres, esclavos y extranjeros: calladitos estaban más guapos—. La oratoria, con sus técnicas, debates y repertorios, fue en origen un hallazgo revolucionario de nuestros antepasados, que la incluyeron en sus programas educativos. El filósofo Gorgias contraponía su pequeño tamaño a sus enormes repercusiones: “La palabra es un poderoso soberano, que con un cuerpo pequeñísimo e invisible realiza empresas divinas: eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión”.
La democracia es una invención polifónica y extravagante. En la mayor parte de las especies no son muy habituales las votaciones, los debates, los consensos y los acuerdos por mayoría. Este estrafalario sistema de organización intenta trenzar una convivencia apoyada no en la fuerza, sino en una delicada urdimbre de acuerdos y en un diálogo incesante. No en vano, llamamos parlamento al espacio parlanchín donde se engendran las leyes y donde los gobernantes responden. Y tal vez por eso, allí donde estalla el estruendo bélico, la guerra es confusión, y la paz, conversaciones.
Para compartir y convivir hay que cultivar la escucha: necesitamos reflexiones serenas y cuidadosas, esas voces discretas que, ante el griterío, pueden terminar por guardar silencio, tímidas e intimidadas, con un nudo en la garganta. En un clima de susceptibilidad y hostilidad, hablar en público puede ser un ejercicio aterrador. Los psicólogos le dan un nombre griego: glosofobia. Una encuesta reveló que tomar la palabra ante una audiencia es una de las experiencias cotidianas más aterradoras en opinión de los norteamericanos, por delante de la muerte, las arañas y la oscuridad. En un funeral, los asistentes preferirían ocupar el puesto del difunto antes que pronunciar el discurso en su honor. Gabriel Conroy, el protagonista del relato Los muertos, de James Joyce, asiste a una fiesta organizada por sus ancianas tías, Kate y Julia. Bajo la aparente placidez de la celebración navideña, sufre por el discurso que debe pronunciar tras la cena, cohibido por los reproches de una antigua amiga. La angustia le impide percibir la amenaza de una devastadora revelación. Cuando puede escabullirse de los grupos de invitados, saca a escondidas un papel del bolsillo y repasa el guion. Duda, suda. A punto de sufrir un gran seísmo personal, su gran preocupación es cómo sobrevivir a su perorata.
El arte de hablar bien apela a la palabra que nutre el pensamiento y no el vértigo. La que entreteje ironía y poesía, donde palpita el sentido. La que hila significados y revela matices, no el lenguaje sobresaltado, histérico, que reduce el mundo a un titular. De hecho, la política destemplada recurre con demasiada frecuencia a un término de origen gaélico, “eslogan”, que significaba “grito de guerra” y era la invocación a las armas de un clan escocés. Cuando no somos capaces de resolver los conflictos meneando los labios, acabamos por enseñar los dientes. Entre el temor, el temblor y la seducción, a todos nos gusta sonar afinados. Encontrar una frase poderosa, divertida e ingeniosa es uno de los grandes placeres de la vida: la dicha de los dichos.
1.Enuncia el tema de este texto utilizando un SN, cuyo núcleo sea un sustantivo abstracto, con tantos CN como sea necesario para acotar la intención del autor.
2.Haz un resumen del texto: escribe un único párrafo de entre cinco y ocho líneas que muestre de forma breve pero completa lo que dice el autor del texto.
Debe estar redactado en 3ª persOna y no utilizar frases textuales.
3.- Determina la estructura del texto (señala las partes en que puede dividirse el texto en función de su contenido) y, si puedes, indica qué nombre recibe.
4-¿Qué modalidad textual predomina? ¿Por qué? ¿Hay alguna otra que tenga importancia?
NOVELA DE PERSONAJE: condicionada por su protagonista Andrés Hurtado, que se debate en una DICOTOMÍA ENTRE LA ACCIÓN RENOVADORA (cambiar la sociedad que le horroriza) O LA INACCIÓN INDIFERENTE (ATARAXIA).
TAMBIÉN NOVELA DE APRENDIZAJE O BILDUNGSROMAN.
NOVELA GENERACIONAL: la que mejor representa la crisis finisecular, la sensación de decadencia de España y a la Generación del 98 en fondo y forma.
Significado del título:
En el centro del paraíso había dos árboles: El árbol de la vida y el árbol de la ciencia, es decir, el árbol del bien y el del mal.
El árbol de la vida era inmenso, frondoso.... El árbol de la ciencia no se describe, pero sí sabemos que sobre él pesaba el aviso de Dios de que, sí se comía de su fruto, nuestros primeros padres serían condenados.
Andrés Hurtado pensaba que el Consejo de Dios no era muy distinto al del accionista de un banco: "comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos alegremente por el suelo... pero no comáis del árbol de la ciencia porque ese fruto agrio os dará la tentación de conocimiento, de ser mejores... y eso os destruirá". Según el estudio de José Luis Alvarado, en estas palabras casi se puede resumir el libro.
Normalmente, las preguntas de una obra narrativa pueden incluir para empezar alguno de los siguientes elementos:
Sitúa este fragmento en la estructura general de la obra.
Relacionar una expresión o una idea del texto con el conjunto de la novela.
En los distintos exámenes de 2019, tanto titulares como reserva de junio y septiembre, se incluyeron estas preguntas sobre el libro de Pío Baroja:
Indique en qué parte de la obra se localiza este fragmento y comente dos rasgos, apoyados en ejemplos del texto, característicos de la narrativa de Pío Baroja.
Indique en qué parte de El árbol de la ciencia se localiza este fragmento, explique brevemente el papel de Iturrioz en la obra y relacione el texto con el contexto histórico-social de su producción.
Explique brevemente cuál es el sentido del título de El árbol de la ciencia, indique qué personajes debaten sobre el mismo y en qué parte de la obra lo hacen.
Otras posibles preguntas
- ¿Qué rasgos de la personalidad del protagonista se observan a lo largo del texto? ¿Cambia a lo largo de la novela?
- ¿Cómo aborda Baroja el tema de España en la novela? Da ejemplos de algunos episodios significativos al respecto.
- ¿Cuál es la imagen de la mujer en la novela? ¿Cuáles son los personajes femeninos más significativos en la vida de Andrés Hurtado?
- Explica las relaciones entre el protagonista de la obra y la vida del propio Baroja.
- Explicar alguno de los temas de la obra.
- Hablar de la narrativa de Baroja y situar la obra en ella.
- Contar con detalle alguna parte del argumento o un episodio concreto de la obra.
Recuerda que esta pregunta tiene un valor de 1,5 puntos.
CAPÍTULO III DE LA CUARTA PARTE EXPLICA EL SIGNIFICADO DEL TÍTULO
4ª PARTE: CAPÍTULO III.- El árbol de la ciencia y el árbol de la vida
—Ya la ciencia para vosotros —dijo Iturrioz— no es una institución con un fin humano, ya es algo más; la habéis convertido en ídolo.
—Hay la esperanza de que la verdad, aun la que hoy es inútil, pueda ser útil mañana—replicó Andrés.
—¡Bah! ¡Utopía! ¿Tú crees que vamos a aprovechar las verdades astronómicas alguna vez?
—¿Alguna vez? Las hemos aprovechado ya.
—¿En qué?
—En el concepto del mundo.
—Está bien; pero yo hablaba de un aprovechamiento práctico, inmediato. Yo en el fondo estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía de la naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en el capricho, quizá en la mentira.
—En eso estoy conforme —dijo Andrés—. La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender, corresponde menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que es necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?
1-Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. 2-Explique cuál es la intención comunicativa del autor y comente dos mecanismos de cohesión distintos que refuercen la coherencia textual 3- Elija UNO de los siguientes temas para escribir su propio texto argumentativo
—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.
—¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujería semítica! —dijo Iturrioz—. ¡Cómo olfatearon esos buenos judíos, con sus narices corvas, que el estado de conciencia podía comprometer la vida!
—Claro, eran optimistas; griegos y semitas tenían el instinto fuerte de vivir, inventaban dioses para ellos, un paraíso exclusivamente suyo. Yo creo que en el fondo no comprendían nada de la naturaleza.
—No les convenía.
—Seguramente no les convenía. En cambio, los turanios y los arios del Norte intentaron ver la naturaleza tal como es.
—¿Y, a pesar de eso, nadie les hizo caso y se dejaron domesticar por los semitas del Sur?
—¡Ah, claro! El semitismo, con sus tres impostores, ha dominado al mundo, ha tenido la oportunidad y la fuerza; en una época de guerras dio a los hombres un dios de las batallas, a las mujeres y a los débiles un motivo de lamentos, de quejas y de sensiblería.
Hoy, después de siglos de dominación semítica, el mundo vuelve a la cordura, y la verdad aparece como una aurora pálida tras de los terrores de la noche.
—Yo no creo en esa cordura —dijo Iturrioz— ni creo en la ruina del semitismo. El semitismo judío, cristiano o musulmán, seguirá siendo el amo del mundo, tomará avatares extraordinarios. ¿Hay nada más interesante que la Inquisición, de índole tan semítica, dedicada a limpiar de judíos y moros al mundo? ¿Hay caso más curioso que el de Torquemada, de origen judío?
—Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo… Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del norte de Europa lo barrerá.
—Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?
—En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de que usted hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia. Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos principios vida y verdad, voluntad e inteligencia. (REFERENCIAS FILOSÓFICAS)
—Ya debe haber filósofos y biófilos —dijo Iturrioz.
—¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin moral, como una pantera en medio de una selva.
Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de un Du Bois-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre en la Tierra. Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos mitos, porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica, de esos que tienen la sublime misión de contarnos cómo se estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un “aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos nasales en la boca de un académico francés! Hay que reírse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo.
—Sí, estamos conformes, lo hemos dicho antes, arrollándolo todo. Desde un punto de vista puramente científico, yo no puedo aceptar esa teoría de la duplicidad de la función vital: inteligencia a un lado, voluntad a otro, no.
—Yo no digo inteligencia a un lado y voluntad a otro —replicó Andrés—, sino predominio de la inteligencia o predominio de la voluntad. Una lombriz tiene voluntad e inteligencia, voluntad de vivir tanta como el hombre, resiste a la muerte como puede; el hombre tiene también voluntad e inteligencia, pero en otras proporciones.
—Lo que quiero decir es que no creo que la voluntad sea sólo una máquina de desear y la inteligencia una máquina de reflejar.
—Lo que sea en sí, no lo sé; pero a nosotros nos parece esto racionalmente. Si todo reflejo tuviera para nosotros un fin, podríamos sospechar que la inteligencia no es sólo un aparato reflector, una luna indiferente para cuando se coloca en su horizonte sensible; pero la conciencia refleja lo que puede aprehender sin interés, automáticamente y produce imágenes. Estas imágenes desprovistas de lo contingente dejan un símbolo, un esquema que debe ser la idea.
—No creo en esa indiferencia automática que tú atribuyes a la inteligencia. No somos un intelecto puro, ni una máquina de desear, somos hombres que al mismo tiempo piensan, trabajan, desean, ejecutan… Yo creo que hay ideas que son fuerzas.
—Yo, no. La fuerza está en otra cosa. La misma idea que impulsa a un anarquista romántico a escribir unos versos ridículos y humanitarios, es la que hace a un dinamitero poner una bomba. La misma ilusión imperialista tiene Bonaparte que Lebaudy, el emperador del Sahara. Lo que les diferencia es algo orgánico.
—¡Qué confusión! En qué laberinto nos vamos metiendo —murmuró Iturrioz.
(Referencia metaliteraria a la tendencia a la disgresión).
—Sintetice usted nuestra discusión y nuestros distintos puntos de vista.
—En parte, estamos conformes. Tú quieres, partiendo de la relatividad de todo, darle un valor absoluto a las relaciones entre las cosas.
—Claro, lo que decía antes; el metro en sí, medida arbitraria; los trescientos sesenta grados de un círculo, medida también arbitraria; las relaciones obtenidas con el metro o con el arco, exactas.
—No, ¡si estamos conformes! Sería imposible que no lo estuviéramos en todo lo que se refiere a la matemática y a la lógica; pero cuando nos vamos alejando de estos conocimientos simples y entramos en el dominio de la vida, nos encontramos dentro de un laberinto, en medio de la mayor confusión y desorden. En este baile de máscaras, en donde bailan millones de figuras abigarradas, tú me dices: Acerquémonos a la verdad. ¿Dónde está la verdad? ¿Quién es ese enmascarado que pasa por delante de nosotros? ¿Qué esconde debajo de su capa gris? ¿Es un rey o un mendigo? ¿Es un joven admirablemente formado o un viejo enclenque y lleno de úlceras? La verdad es una brújula loca que no funciona en este caos de cosas desconocidas.
—Cierto, fuera de la verdad matemática y de la verdad empírica que se va adquiriendo lentamente, la ciencia no dice mucho. Hay que tener la probidad de reconocerlo…, y esperar.
—¿Y, mientras tanto, abstenerse de vivir, de afirmar? Mientras tanto no vamos a saber si la República es mejor que la Monarquía, si el Protestantismo es mejor o peor que el Catolicismo, si la propiedad individual es buena o mala; mientras la Ciencia no llegue hasta ahí, silencio. *NIHILISMO
—¿Y qué remedio queda para el hombre inteligente?
—Hombre, sí. Tú reconoces que fuera del dominio de las matemáticas y de las ciencias empíricas existe, hoy por hoy, un campo enorme a donde todavía no llegan las indicaciones de la ciencia. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y por qué en ese campo no tomar como norma la utilidad?
—Lo encuentro peligroso —dijo Andrés—. Esta idea de la utilidad, que al principio parece sencilla, inofensiva, puede llegar a legitimar las mayores enormidades, a entronizar todos los prejuicios.
—Cierto, también, tomando como norma la verdad, se puede ir al fanatismo más bárbaro. La verdad puede ser un arma de combate.
—Sí, falseándola, haciendo que no lo sea. No hay fanatismo en matemáticas, ni en ciencias naturales. ¿Quién puede vanagloriarse de defender la verdad en política o en moral? El que así se vanagloria, es tan fanático como el que defiende cualquier sistema político o religioso. La ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria.
—Pero ese agnosticismo, para todas las cosas que no se conocen científicamente, es absurdo, porque es antibiológico. Hay que vivir. Tú sabes que los fisiólogos han demostrado que, en el uso de nuestros sentidos, tendemos a percibir, no de la manera más exacta, sino de la manera más económica, más ventajosa, más útil. ¿Qué mejor norma de la vida que su utilidad, su engrandecimiento?
—No, no; eso llevaría a los mayores absurdos en la teoría y en la práctica. Tendríamos que ir aceptando ficciones lógicas: el libre albedrío, la responsabilidad, el mérito; acabaríamos aceptándolo todo, las mayores extravagancias de las religiones.
—No, no aceptaríamos más que lo útil.
—Pero para lo útil no hay comprobación como para lo verdadero —replicó Andrés—. La fe religiosa para un católico, además de ser verdad, es útil; para un irreligioso puede ser falsa y útil, y para otro irreligioso puede ser falsa e inútil.
—Bien, pero habrá un punto en que estemos todos de acuerdo, por ejemplo, en la utilidad de la fe para una acción dada. La fe, dentro de lo natural, es indudable que tiene una gran fuerza. Si yo me creo capaz de dar un salto de un metro, lo daré; si me creo capaz de dar un salto de dos o tres metros, quizá lo dé también.
—Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no lo dará usted por mucha fe que tenga.
—Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio de acción de lo posible. Luego la fe es útil, biológica; luego hay que conservarla.
—No, no. Eso que usted llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza. Ésa existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra fe conviene destruirla; dejarla es un peligro; tras de esa puerta que abre hacia lo arbitrario una filosofía basada en la utilidad, en la comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.
—En cambio, cerrando esa puerta y no dejando más norma que la verdad, la vida languidece, se hace pálida, anémica, triste. Yo no sé quién decía: La legalidad nos mata; como él podemos decir: La razón y la ciencia nos apabullan. La sabiduría del judío se comprende cada vez más que se insiste en este punto: a un lado el árbol de la ciencia, al otro el árbol de la vida.
—Habrá que creer que el árbol de la ciencia es como el clásico manzanillo, que mata a quien se acoge a su sombra —dijo Andrés burlonamente.
—Sí, ríete.
—No, no me río
FRAGMENTOS REPRESENTATIVOS
DEL LIBRO PARA COMENTAR:
CAPÍTULO 1:
(...) Los estudiantes llenaron los bancos casi hasta arriba; no estaba aún el catedrático, y como había mucha gente alborotadora entre los alumnos, alguno comenzó a dar golpecitos en el suelo con el bastón; otros muchos le imitaron, y se produjo una furiosa algarabía.De pronto se abrió una puertecilla del fondo de la tribuna, y apareció un señor viejo,muy empaquetado, seguido de dos ayudantes jóvenes. Aquella aparición teatral del profesor y de los ayudantes provocó grandes murmullos; alguno de los alumnos más atrevido comenzó a aplaudir, y viendo que el viejo catedrático no sólo no se incomodaba, sino que saludaba como reconocido, aplaudieron aún más.
—Esto es una ridiculez —dijo Hurtado.
—A él no le debe parecer eso —replicó Aracil riéndose—; pero si es tan majadero que le gusta que le aplaudan, le aplaudiremos.
El profesor era un pobre hombre presuntuoso, ridículo. Había estudiado en París y adquirido los gestos y las posturas amaneradas de un francés petulante.
El buen señor comenzó un discurso de salutación a sus alumnos, muy enfático y altisonante, con algunos toques sentimentales: les habló de su maestro Liebig, de su amigo Pasteur, de su camarada Berthelot, de la Ciencia, del microscopio...
Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le temblaba al hablar, su voz hueca y solemne le daban el aspecto de un padre severo de drama, y alguno de los estudiantes que encontró este parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de Don Diego Tenorio cuando entra en la Hostería del Laurel en el drama de Zorrilla:
Que un hombre de mi linaje/ Descienda a tan ruin mansión.
Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a reír, y los demás estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —dijo el profesor poniéndose los lentes y acercándose al barandado de la tribuna—. ¿Es que alguno ha perdido la herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno que rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben ser mortales de necesidad.
Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase retirándose, haciendo un saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar.
Salió Andrés Hurtado con Aracil, y los dos, en compañía del joven de la barba rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad Central, en donde daban la clase de Zoología y la de Botánica.
En esta última los estudiantes intentaron repetir el escándalo de la clase de Química; pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado, les salió al encuentro, y les dijo que de él no se reía nadie, ni nadie le aplaudía como si fuera un histrión.
De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro. Andrés experimentaba por Julio Aracil bastante antipatía, aunque en algunas cosas le reconocía cierta superioridad; pero sintió aún mayor aversión por Montaner. Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables. Montaner hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se creía, sin duda, un hombre de mundo. Hurtado le replicó varias veces bruscamente. Los dos condiscípulos se encontraron en esta primera conversación completamente en desacuerdo. Hurtado era republicano, Montaner defensor de la familia real; Hurtado era enemigo de la burguesía, Montaner partidario de la clase rica y de la aristocracia.
—Dejad esas cosas —dijo varias veces Julio Aracil—; tan estúpido es ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése —y señalaba uno— y una mujer como aquélla.
La hostilidad entre Hurtado y Montaner todavía se manifestó delante del escaparate de una librería. Hurtado, era partidario de los escritores naturalistas, que a Montaner no le gustaban; Hurtado, era entusiasta de Espronceda; Montaner, de Zorrilla; no se entendían en nada. Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jerónimo.
—Bueno, yo me voy a casa —dijo Hurtado.
—¿Dónde vives? —le preguntó Aracil.
—En la calle de Atocha.
—Pues los tres vivimos cerca.
Fueron juntos a la plaza de Antón Martín y allí se separaron con muy poca afabilidad. (...)
El árbol de la ciencia es una novela intelectual impregnada de una filosofía pesimista: tres son los filósofos preferidos en las lecturas del protagonista Kant, Schopenhauer y Nietzsche. de ellos la presencia más influyentes la de Schopenhauer y así en la novela se muestra desde el principio la relación entre el dolor y sufrimiento del hombre y la inteligencia y conocimiento empleados en la búsqueda de la verdad.
Hurtado se va convenciendo de la filosofía pesimista del alemán ya en su periodo de alumno interno en el hospital ante la contemplación del dolor de los enfermos y la crueldad del personal sanitario como señala Ángel Basalto.
La novela refleja la vida española en el tránsito del siglo XIX al XX desde un punto de vista noventayochista. Baroja muestra una desoladora panorámica que constituye el SUP tema más importante de la novela Baroja refleja la realidad española en dos núcleos espaciales fundamentales Madrid y Alcolea del campo a los que se añaden otros de menor importancia pueblo de Valencia Valencia capital pueblo burgalés el núcleo espacial madrileño les sirve a Baroja para trazar una despiadada radiografía de las clases sociales del ambiente cultural donde no se salva ni la religión católica ni la sanidad pero Baroja es especialmente satírico con la universidad española que aparece como símbolo de la vulgaridad intelectual.
III.- Andrés Hurtado y su familia
En casi todos los momentos de su vida Andrés experimentaba la sensación de sentirse solo y abandonado. La muerte de su madre le había dejado un gran vacío en el alma y una inclinación por la tristeza. La familia de Andrés, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y cinco hermanos. El padre, don Pedro Hurtado, era un señor alto, flaco, elegante, hombre guapo y calavera en su juventud.
De un egoísmo frenético, se consideraba el meta-centro del mundo. Tenía una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una manera insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente, con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.
Varias veces, al oír a don Pedro quejarse del cuidado que le proporcionaba el manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara en manos de Margarita. Margarita contaba ya veinte años, y sabía atender a las necesidades familiares mejor que el padre; pero don Pedro no quería. A éste le gustaba disponer del dinero, tenía como norma gastar de cuando en cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque supiera que en su casa se necesitaban para algo imprescindible.
Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina, no podía utilizar pañuelos de algodón como todos los demás de la familia, sino de hilo y de seda. Era socio de dos casinos, cultivaba amistades con gente de posición y con algunos aristócratas, y administraba la casa de la calle de Atocha, donde vivían.
Su mujer, Fermina Iturrioz, fue una víctima; pasó la existencia creyendo que sufrir era el destino natural de la mujer. Después de muerta, don Pedro Hurtado hacía el honor a la difunta de reconocer sus grandes virtudes.
—No os parecéis a vuestra madre —decía a sus hijos—; aquélla fue una santa.
A Andrés le molestaba que don Pedro hablara tanto de su madre, y a veces le contestó violentamente, diciéndole que dejara en paz a los muertos.
De los hijos, el mayor y el pequeño, Alejandro y Luis, eran los favoritos del padre.
Alejandro era un retrato degradado de don Pedro. Más inútil y egoísta aún, nunca quiso hacer nada, ni estudiar ni trabajar, y le habían colocado en una oficina del Estado, adonde iba solamente a cobrar el sueldo.
Alejandro daba espectáculos bochornosos en casa; volvía a las altas horas de las tabernas, se emborrachaba y vomitaba y molestaba a todo el mundo.
Al comenzar la carrera Andrés, Margarita tenía unos veinte años. Era una muchacha decidida, un poco seca, dominadora y egoísta. Pedro venía tras ella en edad y representaba la indiferencia filosófica y la buena pasta. Estudiaba para abogado, y salía bien por recomendaciones; pero no se cuidaba de la carrera para nada. Iba al teatro, se vestía con elegancia, tenía todos los meses una novia distinta. Dentro de sus medios gozaba de la vida alegremente.
El hermano pequeño, Luisito, de cuatro o cinco años, tenía poca salud. La disposición espiritual de la familia era un tanto original. Don Pedro prefería a Alejandro y a Luis; consideraba a Margarita como si fuera una persona mayor; le era indiferente su hijo Pedro, y casi odiaba a Andrés, porque no se sometía a su voluntad. Hubiera habido que profundizar mucho para encontrar en él algún afecto paternal. Alejandro sentía dentro de la casa las mismas simpatías que el padre; Margarita quería más que a nadie a Pedro y a Luisito, estimaba a Andrés y respetaba a su padre. Pedro era un poco indiferente; experimentaba algún cariño por Margarita y por Luisito y una gran admiración por Andrés. Respecto a este último, quería apasionadamente al hermano pequeño, tenía afecto por Pedro y por Margarita, aunque con ésta reñía constantemente, despreciaba a Alejandro y casi odiaba a su padre; no le podía soportar, le encontraba petulante, egoísta, necio, pagado de sí mismo. Entre padre e hijo existía una incompatibilidad absoluta, completa, no podían estar conformes en nada. Bastaba que uno afirmara una cosa para que el otro tomara la posición contraria. (...)
IV.- En el aislamiento
La madre de Andrés, navarra fanática, había llevado a los nueve o diez años a sus hijos a confesarse. Andrés, de chico sintió mucho miedo, sólo con la idea de acercarse al confesionario. Llevaba en la memoria el día de la primera confesión, como una cosa trascendental, la lista de todos sus pecados; pero aquel día, sin duda el cura tenía prisa y le despachó sin dar gran importancia a sus pequeñas transgresiones morales. Esta primera confesión fue para él un chorro de agua fría; su hermano Pedro le dijo que él se había confesado ya varias veces, pero que nunca se tomaba el trabajo de recordar sus pecados. A la segunda confesión, Andrés fue dispuesto a no decir al cura más que cuatro cosas para salir del paso. A la tercera o cuarta vez se comulgaba sin confesarse sin el menor escrúpulo.
Después, cuando murió su madre, en algunas ocasiones su padre y su hermana le preguntaban si había cumplido con Pascua, a lo cual él contestaba que sí indiferentemente.
Los dos hermanos mayores, Alejandro y Pedro, habían estudiado en un colegio mientras cursaban el bachillerato; pero al llegar el turno a Andrés, el padre dijo que era mucho gasto, y llevaron al chico al Instituto de San Isidro y allí estudió un tanto abandonado. Aquel abandono y el andar con los chicos de la calle despabiló a Andrés.
Se sentía aislado de la familia, sin madre, muy solo, y la soledad le hizo reconcentrado y triste. No le gustaba ir a los paseos donde hubiera gente, como a su hermano Pedro; prefería meterse en su cuarto y leer novelas.
Su imaginación galopaba, lo consumía todo de antemano. Haré esto y luego esto— pensaba—. ¿Y después? Y resolvía este después y se le presentaba otro y otro. Cuando concluyó el bachillerato se decidió a estudiar Medicina sin consultar a nadie. Su padre se lo había indicado muchas veces: Estudia lo que quieras; eso es cosa tuya. A pesar de decírselo y de recomendárselo el que su hijo siguiese sus inclinaciones sin consultárselo a nadie, interiormente le indignaba.
Don Pedro estaba constantemente predispuesto contra aquel hijo, que él consideraba díscolo y rebelde. Andrés no cedía en lo que estimaba derecho suyo, y se plantaba contra su padre y su hermano mayor con una terquedad violenta y agresiva.
Margarita tenía que intervenir en estas trifulcas, que casi siempre concluían marchándose Andrés a su cuarto o a la calle. Las discusiones comenzaban por la cosa más insignificante; el desacuerdo entre padre e hijo no necesitaba un motivo especial para manifestarse, era absoluto y completo; cualquier punto que se tocara bastaba para hacer brotar la hostilidad, no se cambiaba entre ellos una palabra amable.
Generalmente el motivo de las discusiones era político; don Pedro se burlaba de los revolucionarios, a quien dirigía todos sus desprecios e invectivas, y Andrés contestaba insultando a la burguesía, a los curas y al ejército. Don Pedro aseguraba que una persona decente no podía ser más que conservador.
En los partidos avanzados tenía que haber necesariamente gentuza, según él. Para don Pedro el hombre rico era el hombre por excelencia; tendía a considerar la riqueza, no como una casualidad, sino como una virtud; además suponía que con el dinero se podía todo. Andrés recordaba el caso frecuente de muchachos imbéciles, hijos de familias ricas, y demostraba que un hombre con un arca llena de oro y un par de millones del Banco de Inglaterra en una isla desierta no podría hacer nada; pero su padre no se dignaba atender estos argumentos.
Las discusiones de casa de Hurtado se reflejaban invertidas en el piso de arriba entre un señor catalán y su hijo. En casa del catalán, el padre era el liberal y el hijo el conservador; ahora que el padre era un liberal cándido y que hablaba mal el castellano, y el hijo un conservador muy burlón y mal intencionado. Muchas veces se oía llegar desde el patio una voz de trueno con acento catalán, que decía:
—Si la Gloriosa no se hubiera quedado en su camino, ya se hubiera visto lo que era España.
Y poco después la voz del hijo, que gritaba burlonamente.
—¡La Gloriosa! ¡Valiente mamarrachada!
—¡Qué estúpidas discusiones! —decía Margarita con un mohín de desprecio, dirigiéndose a su hermano Andrés—. ¡Como si por lo que vosotros habléis se fueran a resolver las cosas! A medida que Andrés se hacía hombre, la hostilidad entre él y su padre aumentaba. El hijo no le pedía nunca dinero; quería considerar a don Pedro como a un extraño. (...)
Julio quería que Andrés siguiera sus pasos de hombre de mundo.
—Te voy a presentar en casa de las Minglanillas —le dijo un día riendo.
—¿Quiénes son las Minglanillas? —preguntó Hurtado.
—Unas chicas amigas mías.
—¿Se llaman así?
—No; pero yo las llamo así; porque, sobre todo la madre, parece un personaje de
Taboada.
—¿Y qué son?
—Son unas chicas hijas de una viuda pensionista, Niní y Lulú. Yo estoy arreglado
con Niní, con la mayor; tú te puedes entender con la chiquita.
—¿Pero arreglado hasta qué punto estás con ella?
—Pues hasta todos los puntos. Solemos ir los dos a un rincón de la calle de
Cervantes, que yo conozco, y que te lo recomendaré cuando lo necesites.
—¿Te vas a casar con ella después?
—¡Quita de ahí, hombre! No sería mal imbécil.
—Pero has inutilizado a la muchacha.
—¡Yo! ¡Qué estupidez!
—¿Pues no es tu querida?
—¿Y quién lo sabe? Además, ¿a quién le importa?
—Sin embargo…
—¡Ca! Hay que dejarse de tonterías y aprovecharse. Si tú puedes hacer lo mismo, serás un tonto si no lo haces.
A Hurtado no le parecía bien este egoísmo; pero tenía curiosidad por conocer a la familia, y fue una tarde con Julio a verla.
Vivía la viuda y las dos hijas en la calle de Fúcar, en una casa sórdida, de esas con patio de vecindad y galerías llenas de puertas. Había en casa de la viuda un ambiente de miseria bastante triste; la madre y las hijas llevaban trajes raídos y remendados; los muebles eran pobres, menos alguno que otro indicador de ciertos esplendores pasados, las sillas estaban destripadas y en los agujeros de la estera se metía el pie al pasar. La madre, doña Leonarda, era mujer poco simpática; tenía la cara amarillenta, de color de membrillo; la expresión dura, falsamente amable; la nariz corva; unos cuantos lunares en la barba, y la sonrisa forzada. La buena señora manifestaba unas ínfulas aristocráticas grotescas, y recordaba los tiempos en que su marido había sido subsecretario e iba la familia a veranear a San Juan de Luz. El que las chicas se llamaran Niní y Lulú procedía de la niñera que tuvieron por primera vez, una francesa.Estos recuerdos de la gloria pasada, que doña Leonarda evocaba accionando con el abanico cerrado como si fuera una batuta, le hacían poner los ojos en blanco y suspirar tristemente.
Al llegar a casa con Aracil, Julio se puso a charlar con Niní, y Andrés sostuvo la conversación con Lulú y con su madre. Lulú era una muchacha graciosa, pero no bonita; tenía los ojos verdes, oscuros, sombreados por ojeras negruzcas; unos ojos que a Andrés le parecieron muy humanos; la distancia de la nariz a la boca y de la boca a la barba era en ella demasiado grande, lo que le daba cierto aspecto simio; la frente pequeña, la boca, de labios finos, con una sonrisa entre irónica y amarga; los dientes blancos, puntiagudos; la nariz un poco respingona, y la cara pálida, de mal color. Lulú demostró a Hurtado que tenía gracia, picardía e ingenio de sobra; pero le faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad, la frescura, la candidez. Era un producto marchito por el trabajo, por la miseria y por la inteligencia. Sus dieciocho años no parecían juventud.
Su hermana Niní, de facciones incorrectas, y sobre todo menos espirituales, era más mujer, tenía deseo de agradar, hipocresía, disimulo. El esfuerzo constante hecho por Niní para presentarse como ingenua y cándida le daba un carácter más femenino, más corriente también y vulgar.
Andrés quedó convencido de que la madre conocía las verdaderas relaciones de Julio y de su hija Niní. Sin duda ella misma había dejado que la chica se comprometiera, pensando que luego Aracil no la abandonaría.
A Hurtado no le gustó la casa; aprovecharse, como Julio, de la miseria de la familia para hacer de Niní su querida, con la idea de abandonarla cuando le conviniera, le parecía una mala acción. Todavía si Andrés no hubiera estado en el secreto de las intenciones de Julio, hubiese ido a casa de doña Leonarda sin molestia; pero tener la seguridad de que un día los amores de su amigo acabarían con una pequeña tragedia de lloros y de lamentos, en que doña Leonarda chillaría y a Niní le darían soponcios, era una perspectiva que le disgustaba. (...)
V.- Más de Lulú
Algunos días de fiesta, por la tarde, Andrés acompañó a Lulú y a su madre a dar un paseo por el Retiro o por el Jardín Botánico.
El Botánico le gustaba más a Lulú por ser más popular y estar cerca de su casa, y por aquel olor acre que daban los viejos mirtos de las avenidas.
—Porque es usted, le dejo que acompañe a Lulú —decía doña Leonarda con cierto retintín.
—Bueno, bueno, mamá —replicaba Lulú—. Todo eso está de más.
En el Botánico se sentaban en algún banco y charlaban. Lulú contaba su vida y sus impresiones, sobre todo de la niñez. Los recuerdos de la infancia estaban muy grabados en su imaginación.
—¡Me da una pena pensar en cuando era chica! —decía.
Contaba Lulú que de niña la pegaban para que no comiera el yeso de las paredes y los periódicos.
En aquella época había tenido jaquecas, ataques de nervios; pero ya hacía mucho tiempo que no padecía ningún trastorno. Eso sí, era un poco desigual; tan pronto se sentía capaz de estar derecha una barbaridad de tiempo, como se encontraba tan cansada, que el menor esfuerzo la rendía.
Esta desigualdad orgánica se reflejaba en su manera de ser espiritual y material. Lulú era muy arbitraria; ponía sus antipatías y sus simpatías sin razón alguna. No le gustaba comer con orden, ni quería alimentos calientes; sólo le apetecían cosas frías, picantes, con vinagre, escabeche, naranjas…
—¡Ah! si yo fuera de su familia, eso no se lo consentiría a usted —le decía Andrés.
—¿No?
—No.
—Pues diga usted que es mi primo.
—Usted ríase —contestaba Andrés—, pero yo la metería en cintura.
—¡Ay, ay, ay, que me estoy mareando! —contestaba ella, cantando descaradamente.
Andrés Hurtado trataba a pocas mujeres; si hubiese conocido más y podido comparar, hubiera llegado a sentir estimación por Lulú.
En el fondo de su falta de ilusión y de moral, al menos de moral corriente, tenía esta muchacha una idea muy humana y muy noble de las cosas. A ella no le parecían mal el adulterio, ni los vicios, ni las mayores enormidades; lo que le molestaba era la doblez, la hipocresía, la mala fe. Sentía un gran deseo de lealtad. Decía que si un hombre la pretendía, y ella viera que la quería de verdad, se iría con él, fuera rico o pobre, soltero o casado. Tal afirmación parecía una monstruosidad, una indecencia a Niní y a doña Leonarda. Lulú no aceptaba derechos ni prácticas sociales.
—Cada cual debe hacer lo que quiera —decía.
El desenfado inicial de su vida le daba un valor para opinar muy grande.
—¿De veras se iría usted con un hombre? —le preguntaba Andrés.
—Si me quería de verdad, ¡ya lo creo! Aunque me pegara después.
—¿Sin casarse?
—Sin casarme; ¿por qué no? Si vivía dos o tres años con ilusión y con entusiasmo, pues eso no me lo quitaba nadie.
—¿Y luego?…
—Luego seguiría trabajando como ahora, o me envenenaría.
Esta tendencia al final trágico era muy frecuente en Lulú; sin duda le atraía la idea de acabar, y de acabar de una manera melodramática. Decía que no le gustaría llegar a vieja.
En su franqueza extraordinaria, hablaba con cinismo. Un día le dijo a Andrés:
—Ya ve usted: hace unos años estuve a punto de perder la honra, como decimos las mujeres.
—¿Por qué? —preguntó Andrés, asombrado, al oír esta revelación.
—Porque un bestia de la vecindad quiso forzarme. Yo tenía doce años. Y gracias que llevaba pantalones y empecé a chillar; si no… estaría deshonrada —añadió con voz campanuda.
—Parece que la idea no le espanta a usted mucho.
—Para una mujer que no es guapa, como yo, y que tiene que estar siempre trabajando, como yo, la cosa no tiene gran importancia.
¿Qué había de verdad en esta manía de sinceridad y de análisis de Lulú? —se preguntaba Andrés—. ¿Era espontánea, era sentida, o había algo de ostentación para parecer original? Difícil era averiguarlo.
(...)
LOS FRAGMENTOS MÁS INTERESANTES DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA GENERACIÓN DEL 98 son algunos de los siguientes:
V.- Alcolea del Campo
Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado. En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales, y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro.
En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada. El pueblo aceptó la ruina con resignación.
—Antes éramos ricos —se dijo cada alcoleano—. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.
Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo. Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos.
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las tinajas. Andrés se preguntaba: ¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días? Difícil era averiguarlo.
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección. Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre españoles no era raro. Por aquella selección a la inversa, resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos.
En Alcolea había pocos robos y delitos de sangre: en cierta época los había habido entre jugadores y matones; la gente pobre no se movía, vivía en una pasividad lánguida; en cambio los ricos se agitaban, y la usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad. El labrador, de humilde pasar, que durante mucho tiempo tenía una casa con cuatro o cinco parejas de mulas, de pronto aparecía con diez, luego con veinte; sus tierras se extendían cada vez más, y él se colocaba entre los ricos.
La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores. En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio.
El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos.
Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un “tabú” especial, como el de los polinesios.
Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo.
A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida.
¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra manera?, se preguntaba. ¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente? Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular.
Ella decía que no; que defraudar a la comunidad, no podía ser tanto como robar a una persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les tenía por ladrones.
Andrés trataba de convencerla, de que el daño hecho con el robo a la comunidad, era más grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no se convencía.
—¡Qué hermosa sería una revolución —decía Andrés a su patrona—, no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad!
Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aquí no hay árboles; y luego lo almacenado por la moral católica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los hombres, las mujeres, el dinero, el vino; todo a la calle.
Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.
Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado. Los del Centro republicano le habían dicho que diera conferencias acerca de higiene; pero él estaba convencido de que todo aquello era inútil, completamente estéril. ¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y prefería no ocuparse de ellas.
Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos.
—No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que puede ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo es que sea otra banda de Mochuelos o de Ratones.
—¡Pero, don Andrés! Algo hay que hacer.
—¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes hacer es marcharse de aquí.
El tiempo en Alcolea le resultaba a Andrés muy largo.