TRIGO LIMPIO es una magnífica novela escrita por Juan Manuel Gil (Almería, 5 de junio de 1979) un escritor y profesor español. Resultó galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 2021.
TRIGO LIMPIO es muchos libros en uno. Comienza como una novela picaresca y tiene guiños a la novela de aventuras, a la novela negra o, incluso, al teatro del absurdo (en unos diálogos descacharrante). Es emocionante, divertidísima, tierna y está maravillosamente escrita. Además, resulta un magnífico ejemplo de un subgénero narrativo al que ya nos hemos referido en alguna ocasión: la novela de autoficción, ya que el escritor Juanma Gil aparece como protagonista de su novela (narrada en primera persona) y existen continuas referencias a su vida y su obra.
Además, pese a tratarse de un libro orignal y con un estilo propio e inimtable, está plagada de referencias metaliterarias o guiños a otras novelas.
Aunque te recomendamos encarecidamente que leas la novela completa (te entretendrá, te emocionará y te hará reír), a continuación destacamos algunos fragmentos que nos servirán para explicar la autoficción y la metaliteratura:
Una de las muchas consecuencias que tuvo la ampliación del aeropuerto fue la construcción de un colegio nuevo. La pista circular de despegue y aterrizaje, una vez terminada, quedaba a no más de cincuenta metros del patio donde los alumnos nos dejábamos los últimos dientes de leche. Las alas de los aviones pasaban tan cerca, que los niños estirábamos los brazos a través de la valla, convencidos de que podríamos acariciarles el plumaje. No obstante, no era higiénico para nosotros —ni estético para ellos— que nos siguiéramos comiendo allí el bocadillo de media mañana, al rebufo del queroseno y la goma quemada. Así que en las vacaciones de la Navidad del año 1992, hicimos el tránsito al nuevo centro. Yo, que lo mismo me apuntaba a destrozar bailes folclóricos que me daba por aprender el método Caballero de mecanografía, fui uno de los muchos que ayudaron a desembalar y colocar mesas, sillas, pizarras, armarios y estanterías en el nuevo colegio. Recuerdo de qué manera el director y su mujer nos dirigían cual enjambre de tontos: desplegaos con rapidez, empujad con fuerza, sujetad con brío. Vivimos aquellos días de mudanza con un júbilo más propio de un rebaño de catequesis que de un grupo de escuela pública. Así nos va ahora.
El cambio de instalaciones no supuso la demolición del antiguo colegio. Al menos no al principio. Durante unos cuantos años, allí quedó ese enorme edificio de tres plantas, rodeado de un patio que albergaba una pista de fútbol sala, otra de baloncesto, un invernadero de medio arco, un palomar de mezcla y bovedillas, un gran aparcamiento, tres o cuatro fuentes secas y un caótico y hermoso bosque de mimosas, pinos y eucaliptos. Podría emplearme en describir aquel patio durante páginas y páginas, porque, siempre que lo evoco,la nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo, me acude al cielo de la boca. Pero en este caso lo relevante no radicaba en cómo era, sino más bien en qué ocurría allí. A pesar de que el viejo colegio había sido precintado por la Administración pertinente, la gente seguía entrando, quizá con más naturalidad que antes, por una puerta que alguien había improvisado a fuerza de patadas y empellones, no muy lejos de la principal. Y según la edad, la hora y las ganas, se practicaban deportes, se paseaba bucólicamente entre los árboles y la maleza, se bebía alcohol y se fumaban los primeros cigarrillos, se organizaban peleas por cuestiones de honor y, si sabías de qué iba eso del amor en los noventa, podías llegar a perder la virginidad sin demasiados remordimientos.
Es aquí, quizá, en este punto, desde donde debería haber arrancado, desde donde debería haber empezado a relatar esta historia. Me doy cuenta ahora. Ya no es el comienzo, obviamente, pero puede que siga siendo el principio de todo lo que vino después. La escena en la que pienso es la que sigue.
Jugábamos un partido de fútbol sala que se enmarcaba en un campeonato despiadado y salvaje en la pista del viejo colegio. A esto lo llamábamos «jugarse una Casera», porque el trofeo era un refresco de esa marca que nos bebíamos mientras dedicábamos canciones procaces al equipo perdedor. En un momento determinado del partido, próximo a acabar, el balón, porque así lo quiso la diosa Fortuna o porque a mi primo siempre le sobró el talento para el regate intuitivo y la asistencia generosa, cayó botando a mis pies con la lentitud y la elegancia de un globo de helio. Yo, que nunca fui muy dado ni a la filigrana ni al requiebro, lo tuve clarísimo al instante y puse en funcionamiento toda la maquinaria articular: le di tal punterazo al balón que sobrevoló la portería, la valla del colegio y, para mayor dramatismo, la del aeropuerto. Lo escribo tal como lo recuerdo y lo recuerdo tal como lo estoy viendo ahora que cierro los ojos unos segundos. En aquella tarde de mi temprana adolescencia, un levante de mil demonios afeitaba el asfalto de la pista de aterrizaje. Así que el balón, después de botar cinco, seis o siete veces, comenzó a rodar como si no tuviera pensado detenerse hasta golpear la mismísima torre de control, que se alzaba a dos kilómetros de distancia, metro arriba, metro abajo.
Lo que viene a continuación lo recuerdo, en cambio, con la fidelidad de lo que ha sido contado una y mil veces. Que a estas alturas no sé si es mucha o poca, la verdad. En cuanto el balón dejó atrás la valla del aeropuerto, inicié el protocolo de actuación consensuado para estas situaciones de emergencia. Salí disparado, me colé por uno de los agujeros que habíamos hecho en las alambradas y rompí a correr detrás del balón al sentir que un fuego antiquísimo me abrasaba el corazón. Las veces que volví la mirada hacia atrás, quizá en tres o cuatro ocasiones, por prudencia o por miedo, no lo sé, de verdad que no lo sé, pude ver a todos —a mi equipo y al contrario— aferrados a la valla, sacudiéndola como si estuvieran siendo electrocutados, jaleándome, gritando palabras que el levante me traía y se llevaba con la misma velocidad. Y yo corría, claro, y corría y corría. Y, por alguna contundente ley de la física, el balón parecía hacerse más y más pequeño, casi diminuto, apenas la cabeza de un alfiler, hasta que las luces de la pista de aterrizaje, blancas, rojas, azules, verdes, se encendieron todas a la vez, y el balón pareció desintegrarse, o yo, miope avergonzado en aquellos años, lo perdí de vista. Puede ser que en ese momento me planteara dar media vuelta y dejar las cosas como estaban. No lo descarto porque ahora me parece un sentimiento muy humano y muy inteligente, pero nuestro protocolo de actuación se sustentaba en una ley con hechura de buen epitafio: sin balón no se vuelve. De modo que continué corriendo algunos metros más, hasta que mi cerebro trianguló neuronas y concluyó qué significaban aquellas luces multicolores. Un avión estaba a punto de aterrizar. Y ahí sí que el vientre se me apretujó como quien escurre una esponja. Me mordí la lengua y cambié el rumbo de la carrera convencido de que, si alcanzaba la alambrada, sería capaz de saltarla como una gacela en un documental. Y en esas estaba yo, en la gacela, en las luces, en el avión, en el cielo, en los amigos agitándose y gritando, en la valla a apenas unos metros y en el miedo, sobre todo en el mucho miedo, un miedo tan físico como rebanarse un dedo afilando una rama, cuando un coche patrulla de la Guardia Civil se interpuso en mi camino, y primero me comí el retrovisor y después, sin solución de continuidad, una buena cuña de asfalto. Y ahí sí, tumbado en el suelo, a punto de perder la consciencia, aquellos gritos de mis compañeros, bien entonados, bien musicados y muy bien traídos, me envolvieron como una fresca sábana de algodón: «¡Hi-jos-de-pu-ta, hi-jos-de-pu-ta!».
CAPÍTULO DOS
Yo sabía perfectamente qué era lo primero que iba a decirme mi padre cuando viniera a recogerme. Y esa certeza me tranquilizaba un poco. El problema era que acudiera mi madre.
En la parte trasera del coche patrulla, sin dedicarme una sola palabra, dos agentes me llevaron hasta el cuartelillo que la Guardia Civil tenía en el aeropuerto. Escribo «cuartelillo», pero bien podría escribir «zulo», «trastero», «recoveco» o «agujero». Madre de Dios, qué condiciones de trabajo, qué mierda de vida. Era una ratonera minúscula, con las paredes enmohecidas, cubiertas con caras de terroristas, sin apenas muebles (una mesa de madera, un sillón acolchado, un armario de metal y tres sillas de plástico unidas entre sí por una barra de hierro) y, por supuesto, ninguna ventana, ningún tragaluz, ningún resquicio por el que se pudiera colar la idea de que todo aquello acabaría bien.
Allí solo, sentado en una de las sillas, me dejaron no sé cuánto tiempo al albur de mis pensamientos. Es verdad que de vez en cuando entraba algún que otro agente, pero nunca para dedicarme siquiera una palabra ofendida ni para dirigirme una mala mirada. Así que tuve tiempo de cebar y cebar un pensamiento que me traía loco: mi madre me mata y después se muere ella. Al rato, me di cuenta de que si dejaba de gimotear y aguzaba el oído, podía oír algunas cosas que ocurrían al otro lado de la puerta. Pasos que se aproximaban o alejaban, risotadas espasmódicas, toses moribundas, golpes indescifrables e incluso alguna que otra palabra inconexa y, por tanto, con una fuerza poética inusitada.
Precisamente en esas atenciones estaba yo, cuando la puerta se abrió y entró un guardia civil acompañado de un hombre, al que le dijo siéntese ahí y espere. El adverbio «ahí», obviamente, significaba en una de las dos únicas sillas que quedaban a mi lado. Por momentos, la situación parecía ir tintándose de ese color mortecino que tienen las vidas echadas a perder. El agente, que irradiaba un hastío más insano que el uranio, volvió a salir y, por primera vez desde que estaba en aquel cuchitril, oí cómo cerraba la puerta con llave. Fue como un clac, clac, clac, que en vez de entrar por las orejas se me coló por las fosas nasales y me hinchó los pulmones. Y sé que fue así porque deduje algo tan básico como trascendental: a mí no me habían encerrado durante todo ese tiempo, pero a ese hombre sí querían tenerlo bien controlado.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. Dejarlo aquí. Incluso borrar lo escrito hasta ahora, que no es mucho y duele poco. No obstante, para eso siempre hay tiempo. Permitámonos el gusto de ir un poco más allá.
TRES
—Eres muy joven para estar aquí, muchacho.
—…
—¿En qué te has metido?
—No sé.
—¿Algo habrás hecho?
—Nada.
—¿Eres hijo de alguno de los guardias civiles?
—Qué va. Qué más quisiera yo.
—¿Entonces?
—Un fallo de cálculo.
—¿Y qué calculaste mal?
—El espacio, el tiempo, la velocidad, todo. Un desastre. Me colé en la
pista de aterrizaje buscando un balón.
—Así que tú eres el niño del que todo el mundo habla ahí fuera.
—Madre mía…
—¿Qué?
—Me van a matar, ¿no?
—No creo, hombre. Todo el mundo pasa alguna vez por estos sitios.
—Mi padre no se va a jugar la vida, pero mi madre no teme ir a la cárcel. Tiene el orden de los factores muy claro: primero me mata y después pregunta. Me lo ha dicho muchas veces.
—Seguro que es una buena madre.
—La mejor, sin duda. Se la regalo. ¿Y usted por qué está aquí? ¿Otro fallo de cálculo?
—Creo que piensan que he falsificado el pasaporte.
—¿Y lo ha hecho?
—No. Claro que no.
—Por eso está tan tranquilo.
—Aquí nunca se puede estar tranquilo. Es algo que a lo mejor aprendes hoy.
—¿Por qué?
—Porque ellos están en su derecho de pensar que el pasaporte es falso.
—Pero habrá alguna forma de comprobarlo, ¿no?
—Claro. Ellos mismos son la forma de comprobarlo.
—A lo mejor lo hacen bien. Quién sabe.
—Puede. Saldremos de dudas en un rato. Y mientras eso ocurre, amigo
mío, si no te parece mal, hablaremos. Me gusta hablar. ¿A ti no?
—Supongo que también.
—¿Solo lo supones?
—Hablo bastante con mis amigos. Y en mi casa, aunque mucho menos, también lo hago con mi madre. Pero nunca he hablado con un desconocido en un cuartel de la Guardia Civil, como para saber si también me gusta.
—Hablar siempre es hablar. Da igual con quién y dónde lo hagas. Lo importante, eso sí, es contar las cosas bien.
—Ya… Como todo.
—No, como todo no. Hay cosas que basta con hacerlas. Bien, mal o regular. Da igual. Hombre, si se hacen bien, siempre es mejor. Pero que no pasa absolutamente nada de nada si se hacen mal. Ejemplo: exprimir una naranja. Ejemplo: cavar una tumba. Ejemplo: soplar una vela.
—Y hablar no entra en ese grupo… Entendido.
—Más bien es contar. Piénsalo. Cuando tus padres vengan a recogerte, lo que cuentes y cómo lo cuentes, te salvará o no la vida, a tenor de lo que me has dicho sobre tu madre.
—Me gusta exagerar. No tiene que hacerme mucho caso. Además, estoy nervioso. En cualquier caso, mi madre no me dejará ni abrir la boca.
—Bueno, exagerar es un excelente recurso retórico en determinadas situaciones. Así que eso juega a tu favor. A ver, dime, ¿qué les vas a contar?
—La verdad.
—¿La verdad?
—Sí, supongo que sí.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que me metí en la pista del aeropuerto para buscar un balón.
—Contar la verdad está bien, muchacho. Yo diría que es lo correcto, aunque a veces a mí lo correcto me ha importado bien poco. Pero, antes de llegar a ese punto, hagamos un alto y planteémonos una cuestión. ¿Es eso que cuentas la verdad?
—Claro que lo es.
—Lo formulo de otro modo. ¿Es esa la verdad tan solo porque tú piensas que lo es?
—No me parece una mala razón. ¿A usted sí?
—No sé. ¿Basta con eso? ¿Tu experiencia es suficiente para determinar que la verdad es que entraste en la pista de aterrizaje porque ibas buscando un balón?
—Yo creo que sí. Vamos, que, aunque a veces no me fío ni de mí mismo, en esto estoy convencidísimo.
—Qué gran error.
—Vaya, hombre. Hoy no doy una.
—¿De qué te fías más? ¿De lo que ves, de lo que oyes, de lo que tocas, de lo que hueles o de lo que saboreas?
—No tengo el cuerpo para enigmas.
—Contesta, por favor.
—Creo que me fío de todos mis sentidos. Hasta ahora no me han jugado malas pasadas.
—No me he explicado bien. Te pongo un ejemplo. Me gustan los ejemplos. No sé si te lo he dicho. Los ejemplos son luz. Imagina que alguien te pide que le digas lo que hay en el interior de una habitación. Estás a punto de entrar y, antes de abrir la puerta, te exige que elijas el único sentido que podrás emplear en esa tarea. ¿Con cuál te quedas?
—Con la vista, sin dudarlo.
—¿Para ti es el más fiable?
—Sí.
—Muy bien. Ahora entras y compruebas que la habitación está vacía.
Puedes salir y cambiar de sentido. ¿Lo haces?
—Sí.
—Elige.
—Ni el tacto ni el gusto, porque ya he mirado y no hay nada que tocar ni saborear. Elijo el olfato. Los olores no se ven. A lo mejor es un perfume o un escape de gas.
—Vale. Vuelves al interior y no hueles nada. Aire que entra y sale de tus pulmones. Solo eso. ¿Qué hacemos ahora?
—Oído.
—Vale. Adentro entonces.
—¿Qué? ¿Oigo algo o no?
—Nada de nada.
—No sé. Quizá me he precipitado descartando el gusto.
—¿Vas a lamer el suelo y las paredes?
—Es un acertijo, podría hacerlo y no sería tan asqueroso como en la vida real.
—¿Quién ha dicho que es un acertijo?
—Lo parece.
—No es ningún acertijo.
—¿Qué es entonces?
—Una demostración palpable de que ni tú mismo te fías del sentido en el que mayor confianza depositas. Entraste en la habitación y comprobaste que no había nada. Debiste salir y decir exactamente eso. Dentro no hay nada.
Pero decidiste hacer uso de otro sentido. Y aun así, tú quieres que yo te haga caso cuando cuentas esa verdad de la pista de aterrizaje porque, sencillamente, es lo que viste.
—Es lo que viví. Es distinto. Además, usted me ofreció otro sentido.
—De ninguna manera. Yo te pregunté.
—Eso es trampa.
—No. Eso es hablar bien. Contar las cosas en el orden y del modo adecuados.
—No lo tengo tan claro. Me suena a manipulación.
—Vaya. Ya salió la palabra. No nos adelantemos tanto, anda. Hablar de manipular siempre simplifica la realidad. Hagamos otra cosa. Cuéntame cómo ocurrió lo de la pista de aterrizaje.
—Ya lo he hecho.
—No me lo has contado. Solo me has dicho que perseguías un balón.
—Es que es exactamente eso.
—Bueno, hagámoslo de otro modo. Cambiemos el orden. Primero te relato yo lo que se cuenta ahí afuera sobre lo sucedido. Porque ellos tienen su propia versión. Los agentes, los pasajeros, incluso el camarero de la cafetería y los empleados de la limpieza. Todos. Recuerda que has conseguido tú solito que el avión que estaba a punto de aterrizar volviera a alzar el vuelo.
—¿Cómo dice?
—No te preocupes, muchacho. No es para tanto. Ha aterrizado treinta y cinco minutos después sin problema alguno.
—Mierda, mierda, mierda. No salgo vivo de esta. Mi madre me va a despellejar.
—¿Vuelves a exagerar?
—No, esta vez no.
—Seamos cautos. Tu madre aún no está aquí. Yo te cuento lo que he oído, pero luego te toca a ti, ¿vale?
—Joder, qué putada.
—¿Vale?
—Es que no la conoce. No está pasando por su mejor momento.
—No estamos en eso ahora.
—No estará usted.
—Ni tú tampoco.
—Yo sí. Que soy el que va a pillar golpes hasta en el cielo de la boca.
—Como quieras. Pero ahora yo te cuento y luego tú me cuentas.
—…
—Yo te cuento y tú me cuentas, ¿vale?
—Vale.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. (...)
Cuando recibí el encargo de escribir esta historia, pensé que no me extendería mucho. Y en ese pensar me mantuve hasta el final, porque como lector siempre he preferido los libros cortos a los largos. No obstante, no me queda más remedio que dar los rodeos que exija la construcción del relato. Porque tan estúpido es confundir la brevedad con el buen ritmo (...).
La dolorosa realidad fue que, sin siquiera planteárselo quien demonios tuviera que hacerlo, les habían montado un campamento de verano en nuestro campamento de verano. Es decir, habían desvestido a un santo para vestir a otro. Y eso, tarde o temprano, iba a tener sus consecuencias, porque no existe peor escuela que la del aburrimiento ni patria más salvaje que la juventud. (...)
Es lamentable cuando alguien que se dice lector no entiende nada de lo que ha leído, pero más triste es confundirlo todo. La vida con la literatura. Las personas con los personajes. El autor con el narrador. La verdad con la verosimilitud. Y, lo más preocupante, lo biográfico con lo autobiográfico. Sucede más de lo que cualquiera podría imaginar. Ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida. No sé si me explico. Es una auténtica pena. (...)
En el año 2019 publiqué una novela titulada Un hombre bajo el agua. Fue un éxito de crítica y de ventas que, por qué no decirlo, me cambió la vida. En ella trataba algunos temas que siempre me habían obsesionado, pero que nunca me había atrevido a abordar literariamente. No es cuestión de que desmigaje aquí lo que ya traté en más de doscientas ochenta páginas, ahí está la novela para quien tenga interés, pero sí apuntaré que emplear en la construcción de la historia hechos de naturaleza biográfica propició que bastantes lectores pensaran que se trataba de una novela autobiográfica. Una auténtica pena, insisto. Allá donde la presentaba, siempre me planteaban las mismas preguntas. «¿Qué opina su pareja de que haya contado esto o aquello?» O «¿podría conocer a su madre? Parece una mujer fantástica». O «¿se sigue hablando con su suegro?». O «¿se acuerda de mí? Yo estuve con usted durante aquella peripecia». O «¿sabe que mi vida se parece mucho a la suya?». Todo era un disparate seguido de otro, la verdad. (...)
un buen día, no hace tanto de esto, almorzando con un amigo escritor, me comentó que a veces es necesario escribir todas las páginas de un libro, publicarlo y que caiga en manos de los lectores para que sea posible hallar la siguiente historia que contar. Ahora me conviene pensar que tenía toda la razón del mundo. En su momento, en cambio, le dije que se trataba de una soberana gilipollez. (...)
Quienes saben de estas cosas afirman que los personajes secundarios son tan o más necesarios que los principales. Yo no diría tanto, pero reconozco que algunos de los secundarios con los que me he encontrado a lo largo y ancho de mis lecturas me han embelesado poderosamente. El problema es que en la novela moderna ya casi no sabemos quién es principal y quién es secundario. Las fronteras, como las cicatrices, si aprovechan la orografía, pueden pasar desapercibidas, y eso empuja al lector contemporáneo a un mar de dudas. Por no hablar, claro está, de los casos en que escritores, críticos, estudiosos y editores se acaban poniendo estupendos y nos cuentan que en tal o cual novela el protagonista es la ciudad, o la atmósfera, o el tono de la narración. Yo, que estudié Filología Hispánica y que he escrito algún que otro libro, he empezado a dejar meridianamente claro qué tipo de personaje es este o aquel, porque he llegado a la conclusión de que una de las principales razones por las que una persona abandona la lectura de cualquier libro, y especialmente de las novelas, es la orfandad de certezas. Que, bien mirado, es un mal que aqueja a ese individuo tan de nuestro tiempo, consumido por el azogue, la precipitación y la compulsividad (...).
Todos habíamos recorrido aquella galería en alguna ocasión. Solos. Muertos de miedo. Uno a uno. El del síncope, el del fallo multiorgánico y yo. Por aquel entonces creíamos que el objetivo de nuestra heroicidad era demostrar la existencia de un poderoso lazo de acero entre los componentes del grupo. Hoy pienso, en cambio, que lo que verdaderamente buscábamos era tocarle los cojones al prójimo, que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta lo largas que eran las tardes de verano en el barrio (...)
Quienes saben de esto también dicen que una buena novela debe albergar en su discurrir más de un repecho; que no es bueno que la lectura sea una actividad en descenso zigzagueante todo el tiempo. Y esa es una idea que, aunque con ciertos matices, comparto y procuro llevar a la práctica. Lo que nunca tengo claro es en qué momento he de cambiar la trayectoria y comenzar a dibujar esa línea ascendente. Porque un repecho nunca es un rodeo. Es un cambio de cierta brusquedad en el que perdemos de vista el horizonte. No es que el lector sienta que está siendo obligado a tomar el camino más largo. Más bien se le coloca frente a la disyuntiva de continuar o abandonar la travesía, bien porque no le apetezca, bien porque entienda que no está preparado. (...)
Partiendo de mi propia experiencia con los libros anteriores, me atrevo a decir que es más fácil explicar el principio que llevarlo a la práctica. Como sucede con casi todo lo que es importante en la vida, vamos. Una manera de simplificar el asunto sería la siguiente: la unidad es el conjunto y la variedad son sus partes. Si esa unidad carece de variedad lo más probable es que tropecemos con la monotonía, con ese aburrimiento del que tanto nos obsesiona escapar. Si, por el contrario, nos excedemos en la variedad, lo habitual es precipitarnos hacia un pequeño caos cuya principal consecuencia es el extravío. Se trata de una cuestión de equilibrio y armonía, conceptos sacralizados en el arte por la complejidad que encierra su consecución. O lo que es lo mismo: si te pones insufriblemente pesado con un tema o si, en dirección inversa, te dispersas tocando esto, aquello y lo de más allá, la novela hace aguas por todos lados y lo natural es que las editoriales la rechacen, la frustración se manifieste en acidez estomacal, te acabes autoeditando y tu familia compre el libro y te dé un afectuoso abrazo. Más o menos es así. (...)
Has de saber, antes de cualquier cosa, que a mí me llaman Huáscar Serrano, hijo de Braulio y Wenda, naturales de lugares a tomar por culo el uno del otro. Mi nacimiento se produjo dentro de un viejo hospital en Brasil y fue de esta manera. Mi padre, que Dios le perdone, era español. Creció en un pueblo de Badajoz llamado Villafranca de los Barros, pero su fascinación por el mar lo sacó de allí con diecisiete años. Después de dar algunos tumbos, acabó en Galicia, donde, en la ciudad de Ferrol, se enroló en la tripulación de un barco mercante que lo llevaría a aportar en las ciudades más fascinantes que jamás haya levantado el hombre. Eso contaba él, claro. En una de ellas, al otro lado del océano Atlántico, conoció a mi madre. Wenda, la hija de un molinero que proveía una molienda. Concretamente en Fortaleza, capital de Ceará, en Brasil. Seguro que la conoces porque siempre la destacan en los atlas. Por aquel entonces él tenía veinticuatro años y ella dieciséis. Mi padre solía decir que la encontró en un mercado de guayabas y mangos, loros y cacatúas, embutidos y especias, y que más que un flechazo fue una descarga eléctrica con los pies metidos en agua. Mi madre decía, en cambio, que lo había conocido algunos años después de casarse con él. (...)
De un tiempo a esta parte, no está bien visto que el escritor haga uso del narrador en tercera persona. No estoy diciendo que ya no se emplee. Lo que digo es eso: que no está tan bien visto. ¿Por quién? Por quién va a ser: por quienes saben de estas cosas. Que generalmente nunca somos ni tú ni yo. Al parecer, en una sociedad devorada por el agnosticismo, por una creciente e imparable crisis de fe, por un progreso incuestionable de la ciencia y la tecnología, carece de sentido —y de valor pecuniario— optar, a la hora de relatar una historia, por un narrador omnisciente en tercera persona. Ya nos lo decían en el colegio y en el instituto: el narrador omnisciente es una especie de dios que todo lo ve y todo lo sabe, que domina el arte del silencio, que aguarda el momento propicio para decir cualquier cosa y que ha construido su casa dentro y fuera de los personajes. Así que los que saben de estas cosas les dicen a los lectores e, incluso, a los escritores, que deberíamos estar hasta los cojones de dioses que contemplan lo que se ve y lo que no se ve desde su dorada atalaya. Eso es ahora. Mañana ya veremos. Los escritores nos hemos puesto a escribir en primera persona si queremos tener algún futuro. Ya hemos aprendido que la realidad solo se puede conocer y nombrar desde la subjetiva ruptura de la mirada propia. En realidad, utilizamos una vieja manera de contar las cosas para que la literatura tenga alguna opción de resistir frente a los nuevos modelos de ocio y entretenimiento. Y en ese afianzamiento de la primera persona, el lector ha empezado a confundir la ficción con la realidad, cuando lo interesante y genuino habría sido que alcanzase la realidad a través de la ficción. Que parece lo mismo, pero no lo es. (...)
El paso de la Prehistoria a la Historia vino determinado por el origen de la escritura. Y la llegada a la Historia moderna, por la pandemia de la lectura. La invención de la imprenta en el siglo XV no solo multiplicó el proceso de copiado, sino que hizo posible que los escritos y, por tanto, el ansia lectora, llegaran a un público vastísimo. Hasta ese momento, buena parte de la censura recaía en la figura de los copistas, que eran monjes al servicio del Señor Nuestro Dios. El mismo que nos da distintas caras a ti y a mí. Ellos, con su acto de amanuense, decidían qué sí y qué no. (...)
Quienes saben de estas cosas aseguran que detrás de la mayoría de las buenas novelas hay excelentes editores. Que el entusiasmo que invierten no solo en los libros, sino también en sus autores, contribuye de manera decisiva a que sus obras cristalicen. Es, precisamente, esa forma de cristalizar la que diferencia una buena novela de lo que sencillamente es una historia amorfa, ya que en ese proceso se consigue una estructura íntima ordenada. Por ello suelen hablar de tres coordenadas fundamentales: tiempo, reposo y espacio. Esto, salta a la vista, lo han sacado del mundo de los minerales, no es un secreto. En cualquier caso, me parece que está bien planteado y por eso lo recojo en este capítulo. Tiempo: si es lento y largo el proceso de escritura, mejores novelas tendremos, puesto que lo súbito, aunque alimenta la intuición, propicia el defecto. Reposo: la calma permite una mejor ordenación de las fases del proceso creativo. Espacio: si la historia crece sin problemas de espacio interno —es decir: nada de precipitar el final—, su estructura se manifestará de forma poliédrica, porque ya se sabe que lo peor que se le puede aplicar a cualquier creación es el adjetivo plano. (...)
¿Cómo recuerdas aquella época en el barrio?
—...
—Algún recuerdo destacable tendrás, digo yo.
—Ese es tu trabajo. ¿No crees?
—¿Mi trabajo?
—Escribir esta novela es cosa tuya. Tú eres quien tiene que recordar, apilar el material que consideres útil y hacerlo arder.
—¿A qué novela te refieres?
—A esta. A la que está teniendo lugar.
—No tengo claro que esto acabe siendo una novela.
—Creo que esto ya es una novela. En cualquier caso, puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada, ¿no? —Si esto acaba siendo una novela, tal y como dices, tarde o temprano te tendré que formular todas esas preguntas que ahora me hacen caminar a ciegas.
—Bueno, ese es precisamente tu trabajo. — (...)
Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)
Papá, estoy escribiendo una nueva novela y necesito que me eches una mano.
—¿Has probado a preguntarle primero a tu madre?
—Esto en concreto no tiene nada que ver con ella.
—Tu madre es Dios. Todo tiene que ver con ella. Tu madre, ahora mismo, que está en casa de la vecina echándole de comer a las tortugas, te está oyendo.
—Lo dudo.
—Lo dudas porque ya no vives aquí. Pero tu madre no solo lo oye todo, sino que sabe lo que aún no has dicho. Es decir, oye en el interior de las cabezas. ¿Y sabes por qué?
—No, papá.
—Pues porque ese es su don.
—Ya, claro.
—¿Cuál es tu don?
—Escribir novelas.
—Eso no es un don.
—¿Ah, no? ¿Y qué es?
—Una manera, como cualquier otra, de hacer tiempo mientras te llega la muerte.
—No sé para qué pregunto, la verdad. ¿Tú tienes un don?
—Claro.
—¿Y cuál es?
—¿En serio quieres saberlo?
—Por supuesto.
—Cuando estoy viendo en la televisión un programa de preguntas y conozco las respuestas, nunca las digo en voz alta.
—¿Ese es tu don?
—Ese es. Tú, por ejemplo, no lo tienes, porque yo te he oído muchas veces responder para demostrar que eres muy listo.
—Es algo que hace casi todo el mundo.
—Exacto. Es una ordinariez. La vanidad os iguala.
—Bueno, papá, ¿me vas a ayudar o no?
—Claro, adelante. Tú madre y yo te escuchamos. (...)
Quienes saben de estas cosas aseguran que la acción de un libro más que acaecer corre con habilidad entre las piedras. De ahí que muchos escritores no apartemos la mirada del suelo. Vivimos con demasiados temores, esa es la verdad. Por mucho que los escritores hablemos de certezas, impulsos o imposiciones cósmicas cada vez que nos ponen un micrófono delante, lo verdaderamente revelador son los miedos que albergamos, la confusión en la que nos instalamos muy a menudo. A veces, con suerte, sabemos dónde estamos, pero casi nunca hacia dónde nos dirigimos. Navegamos en mar abierto. (...) Quienes saben de estas cosas aseguran que, desde el momento en que renunciamos a la omnisciencia del narrador en tercera persona, estamos condenados a que los personajes definan su esencia a través de sus actos y de sus palabras. Tenemos restringido el acceso a ese espacio donde germina la voluntad que los impulsa a hacer esto o aquello. Llamémoslo como queramos: corazón, espíritu, subconsciente, lóbulo frontal o sala de máquinas. Por tanto, son las decisiones de los personajes, sus palabras, sus silencios, sus impulsos los que nos permiten radiografiar e interpretar qué se cuece en ese remoto lugar de sí mismos. (...)
Alguna vez leí que la literatura servía para explicar la literatura, pero en ningún caso la vida. (...)
TRIGO LIMPIO.
Juan Manuel Gil.
Premio Biblioteca Breve 2021.
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