jueves, 12 de abril de 2018

EL CAPITÁN ALATRISTE


Capítulo 1  LA TABERNA DEL TURCO  

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se  llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios  viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose  por cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de  espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para  solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o  una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos  etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las  Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una  esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba  con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor,  con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína,  con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de  vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta  como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a  vuestras mercedes que eran años duros.  

El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de  capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando,  desempeñándose de soldado en las guerras del Rey, tuvo que cruzar una noche con  otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense,  viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para  confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era  el enemigo de entonces porque pretendían proclamarse independientes, y si te he  visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los  fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un  río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del Rey nuestro  señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía. Estaban  durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de  calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los  malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el  otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre  maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí  abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de  holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la  Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy  duro. Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron  regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y  como durante toda la jornada había mandado la tropa -al capitán de verdad lo  dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero  saliéndole por la espalda, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese  empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen  castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.  

En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba  Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto  porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich -por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la  toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo,  le juró ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de  cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y  un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán,  aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a  servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.  



Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días  me hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de  capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además,  mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De  ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar  fortuna en la Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar  más detalles, acompañado de una extensa carta, escrita por el cura de nuestro  pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos y su amistad con el  difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo  desde su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado,  recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes dolores; y yo, recién  llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las noches, desde mi  jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces  le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos  de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado  y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada uno  de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo  conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. 



Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia  que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco  más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no  poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar  la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los  corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo  acosarían durante el resto de su vida. Me refiero al secretario del Rey nuestro señor,  Luis de Alquézar, y a su siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y  peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la  espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones,  imaginando que perdía facultades. También fue el año en que yo me enamoré como  un becerro y para siempre de Angélica de Alquézar, perversa y malvada como sólo  puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce años. Pero cada  cosa la contaremos a su tiempo.  

Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del Rey por impago de deudas. 



-No queda sino batirnos -dijo Don Francisco de Quevedo.  

La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a Don Francisco se le iba la  mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias -lo que ocurría con frecuencia, se  empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. 

Era un poeta cojitranco y  valentón, putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y  lengua como de espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche.  Eso le costaba, por temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en  prisión; porque si bien es cierto que el buen Rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su  valido el conde de Olivares apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que  ya no les gustaba tanto era protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la  aparición de algún soneto o quintilla anónimos donde todo el mundo reconocía la  mano del poeta, los alguaciles y corchetes del corregidor se dejaban caer por la  taberna, o por su domicilio, o por los mentideros que frecuentaba, para invitarlo  respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la circulación por unos días o  unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter. Resultaba, sin embargo,  excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos, entre los que se  contaba el capitán Alatriste. Ambos frecuentaban la taberna del Turco, donde  montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana -que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde- solía reservarles. Con Don Francisco y el capitán, aquella mañana  completaban la concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña,  el Dómine Pérez y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada. 

-No queda sino batirnos -insistió el poeta.  

Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se  había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada  lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de  forasteros cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que  acababan de felicitar al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de  Góngora, su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba  de todo: de sodomita, perro y judío. Había sido un error de buena fe, o al menos  eso parecía; pero Don Francisco no estaba dispuesto a pasarlo por alto:  Yo te untaré mis versos con tocino  

porque no me los muerdas, Gongorilla...  

Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la  espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros  contertulios sujetaban a Don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y  fuese a por los dos fulanos.  

-Es una afrenta, pardiez -decía el poeta, intentando desasir la diestra que le  sujetaban los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos  en la nariz-. Un palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio. 

 -Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, Don Francisco-mediaba Diego  Alatriste, con buen criterio.  

-Poco me parece a mí -sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el  mostacho con expresión feroz-. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno  de estos hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.  

Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir  sus espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la  querella, les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni  desdoro en retirarse con prudencia por evitar males mayores.  



Actividades de la web Algargos, Arte e Historia.

PREGUNTAS SOCIALES.
1-¿En qué época sucede? ¿Por qué se caracteriza esta etapa? ¿Cuáles de estas características aparecen en la obra?
2-¿Cuál era la situación política de España? ¿Qué colonias aparecen mencionadas en el texto?
3-¿Qué personaje literario aparece? ¿Qué características de su personalidad y de su poesía muestra la obra? ¿Qué adjetivos utilizarías para definirle? 
4-¿Se menciona a algún otro autor? ¿Qué se dice de él?
4-¿Qué era la Inquisición? ¿Qué importancia tenía en la época según la obra?


A la España del cuarto Felipe, como a la de sus antecesores, le encantaba quemar herejes y judaizantes. El auto de fe atraía a miles de personas, desde la aristocracia al pueblo más villano; Y cuando se celebraba en Madrid era presenciado, en palcos de honor, por sus majestades los reyes. Incluso la reina doña Isabel, nuestra señora, que por joven y gabacha hizo al principio de su matrimonio ciertos ascos a ese género de cosas, terminó aficionándose como todo el mundo. Por lo único español que la hija de Enrique el Bearnés no pasó nunca fue por vivir en El Escorial -todavía bajo la ilustre sombra del Rey Prudente-, que siempre encontró demasiado frío, grande y siniestro para su gusto. Aunque de cualquier modo la francesa terminó fastidiándose a título póstumo; pues, pese a que nunca quiso hollarlo viva, allí terminó enterrada a su muerte. Que no es mal sitio, vive Dios, junto a las imponentes sepulturas del emperador Carlos y de su hijo el gran Felipe, abuelos de nuestro cuarto Austria. Merced a quienes, para bien o para mal, a despecho del turco, el francés, el holandés, el inglés y la puta que los parió, España tuvo, durante un siglo y medio, bien agarrados a Europa y al mundo por las pelotas.

 

Pero volvamos a la chamusquina. La fiesta, donde para mi desgracia yo mismo tenía lugar reservado, empezó a prepararse un par de días antes, con mucho ir y venir de carpinteros y sus oficiales en la plaza Mayor, construyendo un tablado alto, de cincuenta pies de largo, con anfiteatro de gradas, colgaduras, tapices y damascos, que ni en la boda de sus majestades los reyes viose tanta industria y tanta máquina. Atajaron todas las bocas de calles para que coches y caballos no embarazasen el paso; y para la familia real se previno un dosel en la acera de los Mercaderes, por ser esta más pródiga en sombra. Como el desarrollo del auto era prolijo, llevándose todo el día, previniéronse aposentos para que se refrescaran y comieran, con toldos que hicieran resguardo; y decidióse que, para comodidad de las augustas personas, ingresaran a su palco desde el palacio del conde de Barajas, por el pasadizo elevado que, sobre la cava de San Miguel, lo comunicaba con las casas que el conde tenía en la plaza. Era tal la expectación causada por esta clase de sucesos, que las boletas para conseguir ventana solían convertirse en codiciadísima materia; y hubo quien pagó buenos ducados al alcalde de Casa y Corte por hacerse con las mejor situadas, incluyendo embajadores, grandes, gentiles hombres de cámara, presidentes de los consejos, y hasta el Nuncio de Su Santidad, que no se perdía fiesta de toros, cañas o chicharrones ni por una fumata blanca.
En tal jornada, que pretendía memorable, el Santo Oficio quiso matar varias perdices de un solo escopetazo. Resueltos a minar la política de acercamiento del conde de Olivares a los banqueros judíos portugueses, los más radicales inquisidores de la Suprema habían planeado un auto de fe espectacular, que metiera el miedo en el cuerpo a quienes no andaban ciertos en limpieza de sangre. Y el mensaje era nítido: por mucho dinero y favor del valido que tuvieran, los portugueses de origen hebreo nunca estarían seguros en España. La Inquisición, apelando siempre en último extremo a la conciencia religiosa del Rey nuestro señor -tan irresoluto e influenciable de joven como de viejo, de buena naturaleza y ningún carácter-, prefería un país arruinado pero con la fe intacta. Y esa, que a la larga tuvo efecto, y muy desastroso por cierto, en los planes económicos de Olivares, fue razón principal de que el proceso de la Adoración Benita, así como otras causas similares, se acelerase para eficaz y público escarmiento. De modo que resolvieron en pocas semanas lo que otras veces ocupaba meses, e incluso años de minuciosa instrucción.
Con las prisas, incluso, simplificáronse trámites del complicado protocolo. Las sentencias, que se leían a los penitenciados la noche anterior tras una solemne procesión de las autoridades, llevando éstas la cruz verde destinada a la plaza y la blanca que se levantaba en el quemadero, dejáronse para hacerse públicas en el mismo auto de fe, con todo el mundo ya presente en el festejo. El día anterior habían llegado desde las cárceles de Toledo los presos destinados al acto, que eran -éramos- una veintena, alojándonos en los calabozos que el Santo Oficio tenía en la calle de los Premostenses, por mal nombre calle de la Inquisición, muy cerca de la plazuela de Santo Domingo.
Llegué así la noche del sábado, sin comunicarme con nadie desde que fui sacado de mi celda y puesto en un coche, con las cortinillas cerradas y fuerte escolta, del que no salí hasta que, a la luz de teas encendidas, me hicieron descender en Madrid, entre familiares de la Inquisición armados. Bajáronme a un nuevo calabozo donde cené de forma razonable; y con eso, una manta y un jergón, aviéme la incierta noche, que fue toda de pasos y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta, voces que iban y venían, mucho trajín y aparato. Con lo que empecé a temer muy por lo serio que la siguiente jornada íbame a deparar pesados trabajos. Me estrujaba el seso rebuscando en los lances apretados que había visto en los corrales de comedias, a la espera, como siempre ocurría en ellos, de una traza oportuna con que salir. A esas alturas tenía la certeza de que, fuera cual fuese mi culpa, no podía ser quemado a causa de mi edad. Pero las penas de azotes y el encarcelamiento, incluso de por vida, entraban en los usos del caso; y no andaba yo cierto de cuál iba a resultar mejor libranza. Sin embargo -cosas de la prodigiosa naturaleza- los buenos humores de mi mocedad, las penurias pasadas y el agotamiento del viaje hicieron pronto su natural efecto, y tras un largo rato en vela, sin cesar de interrogarme por mi triste suerte, vencióme un sueño piadoso y reparador que alivió las inquietudes de mi entendimiento. (...)

 *Escribe una breve reseña del texto argumentando que sigamos leyendo la obra y/o que veamos la película.

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