martes, 21 de abril de 2015

"Ajuar funerario": microrrelatos de Fernando Iwasaki

Fernando Iwasaki es un escritor peruano residente en Sevilla. Sus obras destacan por su gran uso de la ironía y entre ellas cabe mencionar El sentimiento trágico de la Liga, Helarte de amar, Libro de mal amor o España, aparte de mí estos premios.
Ahora vamos a rescatar algunos cuentos incluidos en su libro Ajuar funerario, en el que demuestra su maestría en microrrelatos impregnados de un resplandeciente humor negro:


LA CASA DE REPOSO
La madre superiora miró hacia el cielo como buscando una señal divina, y en sus ojos desvelados de oraciones reverberó cristalina una lágrima.
—¿Y dice Usted que el viejo profesor se niega a ir a misa, hermana?
—Así es, reverenda. Y maldice y ofende a María Santísima.
—No importa, hermana. Llévelo entonces a dar un paseo por el huerto.
—Sí, reverenda.
—Hermana...
—¿Sí, reverenda?
—Que parezca un accidente.


LA SILLA ELÉCTRICA
Cuando me comunicaron la fecha funesta se apoderó de mí la angustia de los sentenciados, y desde entonces sólo pienso en el dolor, el ruido y la luz. Si el trámite fuera indoloro miraría desafiante a mi verdugo, pero el pánico me paralizará cuando contemple la obscena exhibición de sus instrumentos de tortura. Por eso debo conservar la escasa dignidad que me queda, porque no quiero que los demás condenados se consuelen con mi cobardía. ¿Qué importa lo que ocurra una vez que me siente en la silla maldita? Podré llorar, podré maldecir y hasta cagarme en la silla de los cojones, porque esos matarifes son muy escrupulosos con la limpieza. Pero en el corredor de la muerte no puedo permitirme ser débil, ya que aunque nos miremos distantes de reojo, por dentro todos pensamos en el dolor, el ruido y la luz. Tengo miedo, quiero huir y hago secretos propósitos de enmienda, pero todo es inútil porque dentro de un año estaré de nuevo aquí: en la consulta del dentista.

LA OUIJA
Siempre me advirtieron que no moviera la copa y jamás les hice caso. Yo recorría las letras del tablero y me tronchaba cuando veía sus caras descompuestas, cuando escuchaba sus respiraciones entrecortadas, cuando sentían de pronto la caricia helada de mis manos.
Una noche partí la copa y cundió el pánico. Quise decirles que había sido yo, pero ya era demasiado tarde. Sin embargo, no se quedaron en casa ni hubo que clausurar aquella habitación como hizo mamá la última vez. Se fueron como almas cargadas por el diablo y yo hasta ahora les echo de menos.
Los nuevos inquilinos nunca juegan con el tablero, y a mí me da vergüenza mover las cosas sin que me llamen.

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