Hermoso es,
hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol,
entre los demás, impelido,
llevado, conducido,
mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o
como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y
sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el
movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí,
ignoro en qué piso,
y le he visto bajar
por unas escaleras
y adentrarse
valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba.
Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo
reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa
humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza
abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol
descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que
sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que
rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que
se movía
como un único ser, no
sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y
perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede
mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde
caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños
y la interrogación en la boca,
quisieras algo
preguntar a tu imagen,
no te busques en el
espejo,
en un extinto diálogo
en que no te oyes.
Baja, baja despacio y
búscate entre los otros.
Allí están todos, y
tú entre ellos.
Oh, desnúdate y
fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como
el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus
pies en la espuma,
y siente el agua
subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua
en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus
brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se
reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta
espumas, y salta y confía,
y hiende y late en
las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies
desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente
que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón
diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también
el unánime corazón que le alcanza!
(Vicente Aleixandre)
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