jueves, 3 de octubre de 2024

"EL INDULTO" de Emilia Pardo Bazán. "CARTA ABIERTA DE UNA VÍCTIMA DE VIOLACIÓN".




El indulto
[Cuento - Texto completo.]
Emilia Pardo Bazán

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.
Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.
¡Veinte años de cadena! En veinte años -pensaba ella para sus adentros-, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.
La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:
-¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…
Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.
En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.
¡Singular enlace el de los acontecimientos!
No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuenta a una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
-Mi madre… ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían. ¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia y serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde…
-¡Qué alcalde! -decía ella con hosca mirada y apagado acento.
-O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…
Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.
Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!
-¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! -clamaba indignado el coro-. ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?
-Dice que nos podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.
-¿Y qué es divorcio, mujer?
-Un pleito muy largo.
Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.
-Y para eso -añadió la asistenta- tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.
-¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?
-Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…
Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole como la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿Por qué le había de coger el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del catre.
Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si habían de matarla, mejor era dejarse morir!
Solo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
-Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
-Pero ¿de veras murió? -preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.
-Si, mujer…
-Yo lo oí en el mercado…
-Yo, en la tienda…,
-¿A ti quién te lo dijo?
-A mí, mi marido.
-¿Y a tu marido?
-El asistente del capitán.
-¿Y al asistente?
-Su amo…
Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había «quedado cortada», es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.
Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.
Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló.
-¡Mal contabas conmigo ahora! -murmuró con acento ronco, pero tranquilo.
Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta.
El hombre se interpuso.
-¡Eh…, chst! ¿Adónde vamos, patrona? -silabeó con su ironía de presidiario-. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!
Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía; pero, al fin, era su padre! Levantóle en alto y le acercó a la luz.
-¿Ese es el chiquillo? -murmuró el presidiario, y descolgando el candil llególo al rostro del chico.
Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.
-¡Qué chiquillo tan feo! -gruñó el padre, colgando de nuevo el candil-. Parece que lo chuparon las brujas.
Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.
-A ver: ¿No hay nada de comer aquí? -pronunció el marido.
Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con este barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.
-No tengo voluntad… -balbució Antonia: y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Solo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
-¡Chst!… ¿Adónde vamos? -gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta-. Tengamos la fiesta en paz.
-A acostar al pequeño -contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.
Antonia le vio echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. El se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.
-¿Y tú? -exclamó dirigiéndose a Antonia-. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?
-Yo… no tengo sueño -tartamudeó ella, dando diente con diente.
-¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!
-Ahí… ahí…, no… cabemos… Duerme tú… Yo aquí, de cualquier modo…
Él soltó dos o tres palabras gordas.
-¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver como te acuestas, o si no…
Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…
Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.


"CARTA ABIERTA DE UNA VÍCTIMA DE VIOLACIÓN".


CARTA DE UNA VÍCTIMA DE VIOLACIÓN

Eres una de esas personas a las que necesito escribirle una carta, porque es la forma que tengo de poder expresarme abriéndome sin bloquearme.

Me siento muy afortunada por haber podido terminar esto de tu mano. No voy a mentir, la primera vez que fui a tu despacho estaba bastante preocupada o incluso asustada, porque para mí ha sido tan traumático el proceso que me angustiaba pensar que iba a ser defendida por alguien que tuviera una actitud hostil hacia mí o distante. Sin embargo, me encontré con alguien que me ha hecho sentir comprendida, acompañada, protegida, cuidada y, sobre todo, alguien que me creía.


No sé cómo saldrá finalmente todo esto, pero independientemente del resultado te agradezco que hayas hecho todo lo posible por mí, porque eso es más que suficiente. Al final esto no depende de mí ni de ti, sino de otras personas que están por encima de todo el esfuerzo que se le ponga a esta lucha. He de decir que en ninguno de los casos me sentiré ganadora porque yo lo perdí todo cuando me robaron la vida que estoy intentando recuperar con mucho esfuerzo y ganas, porque he peleado mucho por dejar de intentar sobrevivir y empezar a querer vivir, y no pienso dejar que nadie más me robe mi vida, ni mi voz.


Quizá no se termine de entender el porqué he decidido ir hasta el final aún a sabiendas de que es muy probable que en absoluto salga favorable para mí, pero es que esto no va de ganar o perder, y tampoco se trata de dinero, porque el dinero no importa cuando sientes que estás muerta por dentro. Esto va de que le seguiría dando el poder a él de controlar mis decisiones, mi pasado y mi futuro, y para cerrar este círculo necesito hacerlo de esta forma.


Soy consciente de cuánto me juego, pero cuando empiezas leyendo un libro nunca sabes qué va a ocurrir en los capítulos posteriores, y eso es la vida. Probablemente no esté de acuerdo con la sentencia, pero estaré en paz conmigo misma y eso es lo único que me importa. Lo relevante aquí es sentir que lo intenté, que pude hablar, que fui valiente y que jamás me quedaré con la duda de qué habría pasado si lo hubiera intentado, porque la decepción con el sistema yo la tengo de todos modos.


Jamás me he sentido víctima, no porque objetivamente no lo sea, porque sería incoherente e hipócrita no considerármelo en lo que a los hechos de febrero del 2020 se refiere, pero no me gusta utilizar ese término porque me duele, porque me hace sentir vulnerable y porque sería condenarme a rendirme. Soy mucho más que una chica que estaba en el sitio erróneo en el momento equivocado, o quizá no. Creo en el destino, y me ayuda a sobrellevar esto y no preguntarme constantemente "por qué yo", ya que considero que eso haría que me revictimizara constantemente. De igual manera, hay una frase que descubrí hace un tiempo que me ha ayudado en ocasiones a disminuir el dolor, que dice: "Hoy decidí perdonarte. No lo hice porque te disculpaste, ni porque reconociste el dolor que me causaste, sino porque mi alma merece estar en paz".


Ya no me importa que me juzguen o me pongan en duda, he aprendido que no se puede forzar nado y que no depende de ti lo que los demás decidan, lo único que está en tus manos es lo que puedes hacer con ello, y lo que permites que te afecte. Por eso, no me preocupo de lo misma forma que lo hacía hasta hace poco lo que una persona con una toga y a la que no conozco y sobretodo que no me conoce considere que es verídico o lo que merezco. Me importa lo que yo sé que es real y lo que siento. No necesito la aprobación de nadie, ni tampoco necesito dejarme la piel en convencer a nadie de absolutamente nada, porque las personas que necesito que me crean ya lo hacen y me apoyan. No lo necesito porque nadie me va a ayudar, de hecho, las personas que se supone que deberían haberlo hecho como presunta víctima, me dejaron sola. Nadie se imagina lo difícil y doloroso que resulta ingresar en un hospital psiquiátrico porque se supone que te van a proteger de ti misma cuando quieres hacerte daño, y que precisamente en un lugar seguro te maten emocionalmente. Tienes solo veinte años, estás sola, confías y te roban la vida. Seguimos, te hacen creer que lo mejor es contarlo, porque es éticamente lo que debes hacer para proteger o otras mujeres de estos hechos, pero te abandonan. El sistema te deja desnuda ante lobos sedientos que solo te hacen sentir aún más miedo, sin darle ningún tipo de soporte, tienes que cuidarte sola y defenderte de quienes desde su posición privilegiada se hacen llamar justicia.

Siento tristeza cuando recuerdo a esa chica perdida, destruida y sola. Siento tristeza cuando pienso en cuantas más se han sentido, se sienten y se sentirán así. Siento tristeza cuando veo que todos esperan que te defiendas de alguien que te agrede cuando eres vulnerable, cuando estás en desventaja, cuando es tan traumático que te bloqueas y no eres capaz de reaccionar como los demás dicen que deberías haberlo hecho, cuando si te defiendes quizá no puedas sentarte delante de un tribunal para ser cuestionada porque probablemente te hayan matado. Siento tristeza cuando escucho que es tu culpa porque te has expuesto, porque has provocado por tu forma de vestir, por no desconfiar, por no saber reaccionar, por sonreír, por ser amable, por ser joven, atractiva, por decir que no quieres, pero “no”, no es suficiente. Nada es suficiente cuando se trata de estar existiendo en una sociedad que está podrida y destinada al fracaso.

C. Granero

LA CARTA ABIERTA EN MI BLOG DE CLASE



Me dijeron:
"No te pongas ese vestido tan corto".
Y después violaron a una mujer 
cuando llevaba sus vaqueros favoritos.
Me dijeron:
"No te quedes hasta muy tarde".
Después arrancaron la ropa y tocaron los pechos 
de una chica a plena luz del día en unas fiestas populares.
Me dijeron:
"No viajes sola por la noche".
Y después violaron y mataron de día a dos mujeres, 
cuando descubrían el mundo, 
acompañadas la una de la otra.
Me dijeron:
"No cojas el transporte público por la noche".
Luego manosearon a una chica en el metro, 
sin que nadie hiciera nada, 
de camino a la universidad.
Me dijeron:
"Pídele a algún amigo que te acompañe a casa".
Y luego señalaron y llamaron calientapollas 
a una chica cuando lo hizo.
Me dijeron:
"No sonrías a extraños".
Y luego gritaron borde, puta y quiéntecreesqueeres a una mujer por pasar de largo.
Me dijeron:
"No bebas mucho".
Y después pusieron droga a una chica en su bebida.
Me dijeron:
"Ten siempre el teléfono a mano".
Y luego una mujer recibió en ese mismo teléfono un vídeo de todas las cosas que le habían hecho la noche anterior.
Me dijeron:
"No te vayas con desconocidos".
Y luego una mujer fue violada por un amigo. Una pareja. O un familiar.
Me dijeron:
"Denuncia".
Y después le preguntaron qué llevaba puesto, cuánto bebió y por qué se fue con él.
Me dijeron. Me dijeron. Me dijeron.
Ten cuidado, ten cuidado, ten cuidado.
Lo tuve. Lo tengo. Lo tendré.
Hice todo lo que me dijeron.
Ahora explícame qué es lo que hice mal.
Estoy de acuerdo: no todos los hombres sois así.
Pero entiéndelo tú.
A todas las mujeres nos pasa. A todas nosotras.
A mi madre. A mí. A mi hija. A mi amiga. Y a mi compañera de trabajo.
A tu madre. A tu mujer. A tu hija.
A todas las mujeres.
¿Lo empiezas a entender?
No me digas a mí lo que tengo que hacer.
Díselo a ellos.
Enséñales consentimiento.
Enséñales que NO significa NO.
Enséñales respeto.
Enséñales que las mujeres no somos un juguete, ni un objeto, ni una propiedad.
Enséñales a ser responsables.
Enséñales a no violar.
Vitika Roy




 "Gisèle Pélicot, la nueva Marianne"

En Francia tienen la hermosa tradición de, además de en la bandera y el himno, simbolizar las esencias de la patria en una mujer que podría ser todas y todos los franceses. La llaman Marianne, y encarna los valores de libertad, igualdad y fraternidad que inspiran al pueblo desde la Revolución de 1879. Aún hoy, con esa grandeur de los galos, la página oficial del Elíseo describe a Marianne como alegoría de “la belleza y la vitalidad de la República eterna”. En dos siglos largos, artistas de todo rango y gusto han aceptado el desafío de recrear la idea de Marianne para esculpirla en los bustos que presiden los Ayuntamientos y estampar su efigie en los sellos de Correos. Pero, desde 1972, para hacerla más humana, alcaldes de todo el país y el mismísimo presidente eligen como modelo a mujeres reales, vivas, con sangre en las venas, y las van renovando cada equis para que encarnen el espíritu de los tiempos. Catherine Deneuve, Brigitte Bardot y Laetitia Casta, mujeres hermosas, carnales y libres, han sido algunas de las más célebres y celebradas. La última, escogida por Emmanuel Macron en 2017, sin embargo, ni siente ni padece. Es una idealización, bellísima, sí, pero sin alma, pintada por una artista urbana en un mural callejero. Macron, a quien le llovieron críticas por aquello, tiene hoy mismo la oportunidad de desquitarse y hacer historia cambiando de Marianne sin hacer de menos a otras.

Sin ser yo francesa ni nada de eso me atrevo a proponer a la candidata perfecta. Gisèle Pélicot, la mujer que fue sistemáticamente drogada, violada y ofrecida por su marido a otros 50 hombres para que abusaran de ella durante 10 años. Pudiendo haberse refugiado en el anonimato y el amor de sus hijos para sobrevivir a la barbarie, ha querido enfrentarse al juicio a cuerpo y rostro gentil para que, por una vez, y ojalá que por todas, quienes se avergüencen sean los verdugos y no las víctimas. Qué mujer, Gisèle. No puedo dejar de mirarla. Una señora de 72 años, con los arañazos del tiempo y el sufrimiento en el cutis, pero primorosamente vestida, peinada y maquillada para presentarse al mundo mientras sus violadores, cobardes, se cubren el rostro. A Gisèle no le hace falta ni el gorro frigio para ser una Marianne súbita y vitalicia. No se puede ser más bella ni más valiente ni más digna.

Luz Sánchez-Mellado


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