«Y ahora, en el último capítulo dedicado a la psicología de un campo de concentración, analicemos la psicología del prisionero que ha sido liberado. Para describir las experiencias de la liberación, que han de ser personales por fuerza, reanudaremos el hilo en aquella parte de nuestro relato que hablaba de la mañana en que, tras varios días de gran tensión, se izó la bandera blanca a la entrada del campo. Al estado de ansiedad interior siguió una relajación total. Pero se equivocaría quien pensase que nos volvimos locos de alegría. ¿Qué sucedió, entonces? Con torpes pasos, los prisioneros nos arrastramos hasta las puertas del campo. Tímidamente miramos a nuestro derredor y nos mirábamos los unos a los otros interrogándonos.
Seguidamente, nos aventuramos a dar unos cuantos pasos fuera del campo y esta vez nadie nos impartía órdenes a gritos, ni teníamos que apresurarnos en evitación de un golpe o un puntapié. ¡Oh, no! ¡Ésta vez los guardias nos ofrecían cigarrillos! Al principio a duras penas podíamos reconocerlos, ya que se habían dado mucha prisa en cambiarse de ropa y vestían de civiles. Caminábamos despacio por la carretera que partía del campo. Pronto sentimos dolor en las piernas y temimos caernos, pero nos repusimos, queríamos ver los alrededores del campo con los ojos de los hombres libres, por vez primera. "¡Somos libres!", nos decíamos una y otra vez y aun así no podíamos creerlo.
Habíamos repetido tantas veces esta palabra durante los años que soñamos con ella, que ya había perdido su significado. Su realidad no penetraba en nuestra conciencia; no podíamos aprehender el hecho de que la libertad nos perteneciera.
Llegamos a los prados cubiertos de flores. Las contemplábamos y nos dábamos cuenta de que estaban allí, pero no despertaban en nosotros ningún sentimiento. El primer destello de alegría se produjo cuando vimos un gallo con su cola de plumas multicolores. Pero no fue más que un destello: todavía no pertenecíamos a este mundo.
Por la tarde y cuando otra vez nos encontramos en nuestro barracón, un hombre le dijo en secreto a otro: "¿Dime, estuviste hoy contento?". Y el otro le contestó un tanto avergonzado, pues no sabía que los demás sentíamos de igual modo: «Para ser franco: no». Literalmente hablando, habíamos perdido la capacidad de alegrarnos y teníamos que volverla a aprender, lentamente».
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