jueves, 17 de octubre de 2024

El templo de la inteligencia

  

EL SABIO, EL TUERTO Y LA ESPOSA DEL DIABLO


12 de octubre de 1936. La Guerra Civil apenas cumple su cuarto mes. Francisco Franco ha sido nombrado en Salamanca Jefe de los ejércitos “Generalísimo”. A partir de esa fecha la ciudad será sede de su cuartel general, la primera capital (más tarde lo será Burgos) del bando fascista. La celebración del descubrimiento de América, Fiesta de la Raza, ha de ser por tanto por todo lo alto. Salamanca ya ha dejado de ser la primera universidad del país, pero todavía mantiene un prestigio y una influencia determinantes, en gran medida debido precisamente a la figura de Unamuno. Sin caer en la exageración, el viejo es con diferencia el intelectual más respetado en España. Anda por los setenta y dos años y ha visto ya varios cambios de régimen. El sabio ha vivido las guerras carlistas. Tres veces ha sido rector de la Universidad de Salamanca y en dos ocasiones ha sido destituido por razones políticas. Pronto va a sumar la tercera. Resumiendo mucho: le gustaba meterse en líos. Sin importarle el color del gobierno, siempre ha sido incómodo para el poder. Ha conocido el destierro por injurias al rey Alfonso XIII y por insultar a Primo de Rivera (“fantoche real y peliculero tragicómico”). También ha contribuido como pocos a la caída de la monarquía, hasta el punto de proclamar desde el balcón del Ayuntamiento la llegada de la República el 14 de abril de 1931. Comenzaba, según sus palabras, “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.(...)


Desde aquel día ha llovido mucho. El sabio no oculta ahora su decepción por la marcha de la República ni su desprecio visceral hacia el presidente Azaña (“Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos”). Y sí, Unamuno se contradecía a sí mismo unas nueve veces al día y rara vez se casaba con nadie. Hasta ese momento, no obstante, Franco y el resto de militares sublevados no pueden estar más contentos. El cerebro más reconocido del país les daba su apoyo. Con matices, claro. Unamuno siempre fue incómodo. Lo iba a demostrar una última vez, aunque a cambio descubriría que, a diferencia de lo ocurrido en los años veinte, lo que llegaba con Franco no era una segunda versión de la dictadura de Primo de Rivera. Posicionarse en su contra no se resolvía con cuatro meses de destierro en Fuerteventura.


Pasemos ahora al escenario. Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Filas a rebosar. (...) Era un acto protocolario, pero importantísimo. A nadie se le escapa la necesidad de contar con el respaldo del mundo académico. Y las palabras del viejo con cara de búho contaban mucho, dentro y fuera de España. Y sin embargo, nada va a seguir el guión previsto.


Tras la misa de rigor, llega el acto académico. (...) Las dos primeras intervenciones siguen los cauces esperados. Unamuno escucha sereno la chatarrería verbal de la época: loas a España, vivas al Caudillo, denuncias del marxismo, la masonería, el judaísmo, el bolchevismo. Cuando llega el discurso de Maldonado de Guevara, los ánimos de la audiencia andan desatados. Lo que se escucha a continuación rompe incluso la escala de la estupidez. Maldonado habla de catalanes y vascos como “cánceres en el cuerpo de la nación” que “el fascismo, sanador de España, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”. El público, lejos de horrorizarse, rompe en gritos. Se oyen los “vivas” de Millán Astray. Los falangistas aplauden extasiados. Es entonces, cuentan los testigos, cuando a Unamuno le cambia la cara. (...) La versión que da Andrés Trapiello en Las armas y las letras es, tal vez, una de las más completas. Según Trapiello, el silencio que se hizo fue profundo.


“Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no…”


Llega en ese momento la interrupción de Millán Astray. El tuerto se levanta. Comienza a golpear la mesa con su única mano y grita: “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?”. Hecho una furia, culmina su discurso con el lema de la legión: “¡Viva la muerte!”. La audiencia jalea. Unamuno prosigue:

“Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido grito de ¡Viva la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente […] ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.”


Se produce en ese instante la segunda y definitiva interrupción del legionario, quien suelta su frase: “Muera la inteligencia”. Hay quien dice que sus palabras fueron otras: “¡Mueran los intelectuales!”. O tal vez: “Si la inteligencia sirve para el mal, muera la inteligencia”. O tal vez: “¡Muera la intelectualidad traidora!”. Para algunos apólogos, la misma idea expresada de otras formas resulta de algún modo menos brutal. Al oírle Unamuno se enerva y llegan sus palabras finales, minutos antes de que el acto termine prácticamente a golpes.


Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España”.



Normalmente aquí suele terminar el relato. La verdadera historia, en cualquier caso, comienza en este mismo punto. Es el fin del viejo. Esa tarde, cuando acude a su tertulia en el Casino, sus compañeros le dan la espalda y lo insultan. Un día después, 13 de octubre, el Ayuntamiento aprueba su destitución como concejal. El 14 de octubre, el claustro de la Universidad de Salamanca decide retirarle la confianza. Es el mismo claustro que en enero de ese año había propuesto a Unamuno como candidato al premio Nobel de literatura. El 18 de octubre es cesado oficialmente. En palabras de su biógrafo, Jon Juaristi, el ya ex rector se convierte en prisionero de Salamanca. No vuelve a poner un pie en la calle. “He decidido no salir ya de casa desde que me he percatado de que al pobrecito policía esclavo que me sigue –a respetable distancia– a todas partes, es para que no escape –no sé adónde- y así me retenga en este disfrazado encarcelamiento como rehén de no sé qué, ni por qué ni para qué”.


En cuestión de semanas sus amigos dejan de visitarle. Ser visto en su compañía se convierte en motivo de sospecha. Dos meses más tarde, el 31 de diciembre, día de Nochevieja, hacia las cinco de la tarde, muere en Salamanca Miguel de Unamuno y Jugo, escritor, filósofo, diputado en Cortes, rector perpetuo. Al día siguiente, primero de enero, se reúnen en un velatorio los mismos catedráticos y falangistas que lo habían defenestrado. Estos consiguen apropiarse del féretro para enterrarlo como si fuera uno de los suyos. Ese día el nieto del ex rector salía corriendo mientras gritaba a sus padres: “Se llevan al abuelo, a tirarlo al río”. (..)


El Día de la Raza no fue la única vez que Millán Astray habló de acabar de raíz con todo rastro de disidencia. Lo haría de nuevo una semana más tarde, el 18 de octubre, escribe Jon Juaristi, durante la inauguración de un cuartel de requetés, “amenazando con fulminar a los intelectuales desafectos a la rebelión”. ¡Muera la inteligencia! no era un grito descontrolado, sino el anuncio exacto de lo que iba a suceder en los años siguientes.


Miguel de Lucas 26/07/2017 CTXT





No hay comentarios:

Publicar un comentario