Los primeros seres humanos que habitaron el mundo se preguntaron por los orígenes de la potencia que alimentaba los volcanes, las tormentas, las mareas y los terremotos. Celebraban y veneraban el ritmo de las estaciones, la procesión de cuerpos celestiales en el firmamento nocturno y el milagro cotidiano del amanecer. Se preguntaban cómo podía haber empezado aquello. El inconsciente colectivo de muchas civilizaciones ha contado historias de dioses furiosos, de dioses muertos y resucitados, de diosas de la fertilidad, de deidades, demonios y espíritus de fuego, tierra y agua. (...)
Pero siempre que contamos una historia nos vemos obligados a cortar el hilo narrativo por algún punto para tener por donde empezar. Con la mitología griega es fácil hacerlo, porque ha sobrevivido con un detalle, una riqueza, una vivacidad y un color que la distingue de otras mitologías. Fue capturada y conservada por los primerísimos poetas y nos ha llegado siguiendo una línea ininterrumpida casi desde los albores de la escritura hasta la actualidad. Si bien los mitos griegos tienen mucho en común con los chinos, iraníes, indios, mayas, africanos, rusos, americanos nativos, hebreos y nórdicos, ofrecen la particularidad de ser –tal y como lo expresó la escritora y mitógrafa Edith Hamilton– el producto de «la creación de grandes poetas». Los griegos fueron los primeros en componer narraciones coherentes, incluso una literatura, sobre sus dioses, monstruos y héroes. (...)
La estructura de los mitos griegos sigue el ascenso de la humanidad, nuestra batalla por liberarnos de la interferencia de los dioses –de su acoso, sus entrometimientos, su tiranía sobre la vida y la civilización humanas–. Los griegos no se humillaban ante sus dioses. Eran conscientes de su vana necesidad de ser adorados y venerados, pero creían que los hombres eran sus iguales. Según sus mitos, quienquiera que crease este mundo incomprensible, con sus crueldades, maravillas, caprichos, bellezas, locuras e injusticias, tenía que ser cruel, maravilloso, caprichoso, hermoso, loco e injusto. Los griegos crearon dioses a su imagen y semejanza: belicosos pero creativos, sabios pero feroces, cariñosos pero celosos, tiernos pero brutales, compasivos pero vengativos. (...)
hoy la ciencia coincide en que todo está destinado a volver al Caos. A este sino inevitable lo denomina entropía: parte del gran ciclo que va del Caos al orden y de vuelta al Caos. (...)
Mientras Crono aguardaba en la grieta, guadaña en mano, la creación entera contenía el aliento. Digo «la creación entera» porque Urano y Gea y su descendencia no eran los únicos seres que se habían reproducido. También otros se habían multiplicado y propagado, entre ellos Érebo y Nix, los más prolíficos con diferencia. Tuvieron muchos hijos, unos horribles, otros admirables y algunos encantadores. Ya hemos visto cómo engendraron a Hémera y a Éter. Pero luego Nix, sin ayuda de Érebo, dio a luz a MOROS, o Destino, que habría de convertirse en la entidad más temida de la creación. El destino les llega a todas las criaturas, mortales o inmortales, pero siempre está oculto. Incluso los inmortales temen el todopoderoso, omnisciente control de Destino sobre el cosmos. Después de Moros llegó una ristra de hijos, uno tras otro, como una monstruosa invasión aérea. Primero apareció ÁPATE, Engaño, al que los romanos llamaron FRAUS (de donde derivan «fraude», «fraudulento» y «defraudador»). Se escabulló rumbo a Creta, donde se quedó esperando el momento propicio. A continuación nació GERAS, Vejez, que tampoco tuvo por qué ser un demonio tan temible como hoy podamos pensar. Si bien Geras era capaz de arrebatar flexibilidad, juventud y agilidad, para los griegos lo compensaba con creces otorgando dignidad, sabiduría y autoridad. SENECTUS es el nombre latino, y comparte raíz con «senado» y «senil». Acto seguido vinieron un par de gemelos completamente espantosos: EZIS (MISERIA en latín), el espíritu de la Tristeza, la Depresión y la Angustia, y su cruel hermano MOMO, la despreciable personificación de la Burla, el Sarcasmo y la Culpa. (...)
Érebo y Nix también engendraron a CARONTE, cuya abyección comenzaría a crecer una vez que hubo asumido sus funciones como barquero de los muertos. También nació de ellos HIPNOS, la personificación del Sueño. Además, estaba el progenitor de los ONIROS –miles de seres encargados de fabricar y traer los sueños a los dormidos–. Entre los oniros de los que sabemos el nombre encontramos a FOBÉTOR, dios de las pesadillas, y FANTASO, responsable del modo fantástico en que una cosa se convierte en otra en los sueños. Trabajaban bajo la supervisión de MORFEO, hijo de Hipnos, cuyo nombre ya recuerda las formas amorfas, cambiantes, del mundo del sueño.* «Morfina», «fantasía», «hipnótico», «oniromancia» (la interpretación de los sueños) y muchos otros descendientes verbales del sueño griego han sobrevivido en nuestro idioma. TÁNATOS, el hermano del sueño, la muerte en persona, nos ha dado la palabra «eutanasia», «muerte buena». Los romanos la llamaban MORS, de mortales, mortuorio o mortificación. (...)
De esta sangre, la sangre que derramó la entrepierna destrozada de Urano, emergieron criaturas vivas. Las primeras en abrirse paso entre la tierra empapada fueron las ERINIAS, a las que llamamos furias: ALECTO (la implacable), MEGERA (la celosa) y TISÍFONE (la vengadora). Tal vez fue un instinto inconsciente de Urano lo que produjo la aparición de tan vengativos seres. Su deber eterno, desde el instante de su ctónico (o perteneciente a la tierra) nacimiento, iba a ser castigar los más alevosos y violentos crímenes: perseguir inexorablemente a los delincuentes y descansar solo cuando los culpables hubiesen pagado el espantoso precio exacto. Armadas con crueles látigos metálicos, las furias despellejaban al culpable hasta dejar a la vista el hueso. Los griegos, con su ironía característica, apodaron EUMÉNIDES o «benévolas» a estas vengadoras. (...)
padre mutilado y a sus hermanos mutantes recién liberados a punta de guadaña, los condujo al Tártaro. A los hecatónquiros y a los cíclopes los encerró en las cavernas, pero a su padre lo enterró todavía más hondo, tan lejos como pudo de sus dominios naturales en el cielo.* Amenazador, bullendo y rabioso en el subsuelo, en lo más profundo de la tierra que un día lo amó, Urano comprimió toda su furia y su energía divina en la mismísima roca, con la esperanza de que en algún momento alguna criatura excavadora en cualquier parte la horade y trate de usar el poder inmortal que irradia. Eso es imposible que suceda, claro. Sería demasiado peligroso. Todavía tendría que nacer una raza lo suficientemente estúpida como para intentar desatar el poder del uranio, ¿verdad? (...)
Hoy en día los guías turísticos cretenses entretienen a los visitantes con anécdotas a propósito de los excepcionales poderes del joven Zeus. Cuentan la historia (como si hubiese sucedido hace dos días) de cómo, mientras jugaba de niño con su bienamada niñera-cabra e ignorante de su propia fuerza, Zeus le partió sin querer un cuerno.* Por obra y gracia de sus ya por entonces prodigiosos poderes divinos, el cuerno roto se rellenó al instante de los más deliciosos manjares –pan recién hecho, hortalizas, fruta, carnes curadas y pescado ahumado–, un abastecimiento que jamás se agotaba por más que uno se sirviese de él. Así nació el famoso Cuerno de la Abundancia, la CORNUCOPIA. (...)
La guerra, comprendió Zeus claramente, era inevitable. Crono no descansaría mientras viviesen sus hijos y Zeus estaba igualmente decidido a destronar a su padre. Oyó más alto que nunca el sonido que llevaba oyendo durante toda su infancia: un insistente y suave susurro de Moros diciéndole que gobernar era su destino. Los historiadores conocen el sangriento, violento y destructivo conflicto que vino a continuación con el nombre de TITANOMAQUIA.* Si bien la mayor parte de los detalles de esta guerra de diez años se han perdido, sabemos a ciencia cierta que el ardor y la furia, el poder explosivo y la energía colosal desencadenada en plena batalla por titanes, dioses y monstruos hizo que las montañas escupiesen fuego y que la tierra misma se sacudiese y resquebrajase. Muchas islas y masas terrestres se formaron a raíz de estas batallas. Continentes enteros cambiaron y adoptaron nueva forma y la mayor parte del mundo tal y como lo conocemos hoy debe su geografía a aquellas perturbaciones sísmicas, a aquel conflicto que sacudió la tierra literalmente. (...)
En la batalla decisiva, la despiadada ferocidad de los hecatónquiros –por no hablar de su excedente de cabezas y manoscombinaba más que fabulosamente con el tremendo poderío electrizante de los cíclopes, cuyos nombres eran, si recordáis, Resplandor, Relámpago y Trueno: Arges, Estéropes y Brontes. Estos diestros artesanos aplicaron a conciencia su dominio de las tormentas con el objetivo de producir rayos que Zeus usaría como armas, y que aprendió a lanzar con precisión y puntería para hacer estallar en átomos a sus enemigos. Bajo su dirección, los hecatónquiros recogían y arrojaban rocas a una velocidad tremebunda, mientras los cíclopes atosigaban y deslumbraban al enemigo con relampagazos y con los pavorosos fragores de los truenos. (...)
Me gusta imaginarme el primer estadio de la creación como una vieja pantalla de televisión en la que se juega al videojuego monocromo Pong. ¿Os acordáis de Pong? Tenía dos rectángulos blancos por raquetas y un punto cuadrado por pelota. La existencia era una primitiva y pixelada forma de tenis rebotante. Unos treinta y cinco o cuarenta años después la cosa había evolucionado hasta los gráficos 3D ultra alta definición con realidad virtual y aumentada. Lo mismo pasó con el cosmos griego: una creación que comenzó con un esbozo burdo y elemental en baja resolución explotaba ahora en una rica y variada vida. Habían llegado criaturas y dioses ambiguos, incoherentes, impredecibles, intrigantes y misteriosos. Para usar una distinción que empleó E. M. Forster cuando hablaba sobre la gente en las novelas, el mundo ahora pasó de personajes planos a personajes redondos: al desarrollo de personalidades cuyas actuaciones eran susceptibles de sorprender. Comenzó la diversión. (...)
Las HORAS eran dos grupos de trillizas. Estas hijas de TEMIS (la encarnación de la ley, la justicia y las buenas costumbres) personificaban originalmente las estaciones. Por lo visto, al principio solo había dos, verano e invierno, AUXO y CARPO. La primera tríada clásica de las horas se completó con el posterior añadido de TALO (FLORA para los romanos), portadora de flores y pimpollos, la encarnación de la primavera. La cualidad más valiosa de las horas provenía de su madre: el don del momento propicio, la relación benévola entre la ley natural y el desplegarse del tiempo; lo que podríamos denominar «divina serendipia». (...)
Las tres MOIRAS, o parcas, se llamaron CLOTO, LÁQUESIS y ÁTROPOS. Hay que imaginarse a estas hijas de Nix sentadas alrededor de una rueca: Cloto hila la hebra que representa una vida, Láquesis mide la longitud y Átropos (la implacable, la despiadada, literalmente la «irreversible») decide cuándo cortar el hilo y cercenar así una vida.* Yo me las imagino como vejestorios de mejillas hundidas, vistiendo harapos negros, sentadas en una cueva carcajeándose y dando cabezadas mientras hilan, pero muchos escultores y poetas las han representado como damas de mejillas sonrosadas, con vestidos blancos y sonriendo con recato. Sus nombres derivan de una palabra que significa «parte» o «lote», en el sentido de «lo que le corresponde a uno». «Conocer el amor no era algo que el destino le tuviese reservado», o «Le tocó en suerte ser infeliz», son la clase de frases que empleaban los griegos para describir atribuciones o destinos asignados por las moiras. Incluso los dioses tenían que someterse a los crueles designios de las parcas. (...)
Atlas había ocupado el centro de cada una de las batallas, arengando a sus compañeros titanes para que se lanzasen al combate, pidiendo a voces un último esfuerzo supremo incluso cuando los hecatónquiros los estaban terminando de someter a golpes. En castigo por su animosidad, Zeus lo condenó a aguantar el cielo durante toda la eternidad. (...)
El titán se estremeció, con todo el peso del cielo encima, en la intersección de lo que hoy llamaríamos África con Europa. Con las piernas agarrotadas, los músculos hinchados, se tensó su cuerpo colosal bajo aquel supremo y angustioso esfuerzo. Gruñó durante eones como un halterófilo búlgaro. Con el tiempo se solidificó formando la cordillera de Atlas que soporta los cielos del norte de África hasta la fecha. Su imagen aguantando, agachado, puede encontrarse en ejemplares de los primeros mapas del mundo, que en su honor seguimos llamando «atlas».* A un lado se extiende el Mediterráneo y al otro el océano que todavía hoy conocemos como «Atlántico», donde se dice que prosperó la misteriosa isla de Atlantis. En cuanto a Crono –el pobre diablo insatisfecho que fue en su día Señor de Todas las Cosas, el tirano taciturno y contra natura que se comía a sus hijos por miedo a una profecía–, su castigo, tal y como su castrado padre Urano había predicho, fue vagar incesantemente por el mundo, midiendo la eternidad en un exilio inexorable, perpetuo y solitario. Obligado a contabilizar cada día, hora y minuto, pues Zeus condenó a Crono a contar la mismísima infinidad. Podemos verlo por todas partes, hoy incluso, esa siniestra figura demacrada con su guadaña. El mote humillante y de mal gusto «Viejo Padre Tiempo» y los rasgos superficiales con que se lo describe nos dan la idea del inevitable y despiadado transcurrir del reloj del cosmos, que conduce sin detenerse hacia el fin de los días. La guadaña cae y corta como un péndulo implacable. La carne mortal toda es como hierba bajo el arco que traza su hoja segadora. Encontramos a Crono en todo lo «crónico» o «sincronizado», en «cronómetros», «cronógrafos» y «crónicas».* Los romanos le dieron a lo poco que quedaba de este titán derrotado el nombre de SATURNO. (...)
Como un director general que acaba de lograr una OPA hostil, Zeus echó a la vieja administración y metió a su gente. Entregó a cada uno de sus hermanos su propio territorio, sus zonas de responsabilidad divina. El Presidente de los Inmortales escogió su consejo de ministros. En cuanto a él, asumió el mando general como líder supremo y emperador, señor del firmamento, dueño del clima y de las tormentas: Rey de los Dioses, Padre Cielo, Recolector de Nubes. El trueno y el rayo estaban a sus órdenes. El águila y el roble eran sus emblemas, símbolos por entonces igual que hoy de feroz donosura y voluntad incontestable. Su palabra era ley, su poder tremendamente inmenso. Pero no era perfecto. Distaba mucho, mucho, de ser perfecto. (...)
Tan encantadora era Deméter que atrajo la atención indeseada de sus hermanos Zeus y Poseidón. Para evitar a Poseidón se transformó en una yegua, y este se convirtió en un semental. El resultado de esta unión fue un potro, ARIÓN, que al crecer se convirtió en un caballo inmortal dotado mágicamente con la capacidad de la elocuencia.* Con Zeus tuvo una hija, PERSÉFONE, cuya historia aparecerá más tarde. Zeus le dio a Deméter la responsabilidad de las cosechas y con ello la soberanía sobre la agricultura, la fertilidad y las estaciones. Su nombre romano fue CERES, de donde nosotros sacamos la palabra «cereal».* Al igual que Hestia, Deméter es una de las divinidades que menos nos suenan hoy en comparación con otros miembros de su apasionada y carismática familia. Pero, como en el caso de Hestia, sus dominios eran de una importancia fundamental para los griegos; templos y cultos dedicados a ella sobrevivieron de sobra a aquellos consagrados a los dioses más superficialmente glamourosos. La única gran historia relacionada con Deméter, con su hija y con el dios Hades es tan hermosa como dramática, trascendental y verdadera. (...)
Hera estaba embarazada cuando los dioses se mudaron al Olimpo. No cabía en sí de gozo. Su ambición era parirle a Zeus hijos de tan esplendoroso poder, fuerza y belleza que su lugar como Reina del Cielo quedase asegurado por toda la eternidad. Sabía que Zeus era muy de sacar a pasear la mirada y estaba decidida a no permitir que sacase a pasear ninguna otra parte de su cuerpo. Primero daría a luz al más fabuloso de los dioses, un niño al que llamaría HEFESTO, y después Zeus se casaría con ella como mandaban los ritos y se sometería a su voluntad para siempre. Este era su plan. Sin embargo, los planes de los inmortales dependen de las crueles artimañas de Moros tanto como los planes de los mortales. Cuando llegó la hora, Hera se tumbó y nació Hefesto. Para su desazón, la criatura resultó ser tan atezada, fea y diminuta que, tras echarle un vistazo asqueado, la agarró y la lanzó montaña abajo. Los demás dioses vieron rebotar al bebé berreante en un precipicio y desaparecer luego en el mar. Se hizo un silencio horrendo. (...)
Ares –MARTE para los romanos– era poco inteligente, por supuesto, tremendamente burro y nada imaginativo, pues, como es bien sabido, la guerra es estúpida. Aun así, incluso el propio Zeus convino a regañadientes en que el Olimpo necesitaba de su incorporación. La guerra puede ser estúpida, pero también es inevitable y a veces –¿nos atreveremos a decirlo?necesaria. A medida que Ares maduraba con toda celeridad, se vio irresistiblemente atraído por Afrodita –¿y qué dios no?–. Todavía más desopilante, quizás, es el hecho de que ella se sintiese igualmente atraída por él. Lo amaba, de hecho; su violencia y su fuerza apelaban a algo recóndito de su ser. Él, por su parte, acabó amándola, en el grado en que un cafre violento pueda ser capaz de amar. Amor y guerra, Venus y Marte, siempre han compartido una sólida afinidad. Nadie sabe bien por qué, pero se ha ganado muchísimo dinero intentando encontrar la respuesta. (...)
Zeus, como la mayoría de los seres ocupados e importantes, no tenía paciencia con los puntillosos ni con la autocompasión. ¿En serio aquella estúpida criaturilla voladora le estaba pidiendo un aguijón mortal? Bueno, pues se iba a enterar. –¡Insecto mezquino! –atronó–. ¿Cómo te atreves a exigirme un premio tan monstruoso? Un talento como el tuyo ha de ser compartido, no acaparado celosamente. No solo te negaré esta petición... A Melisa se le escapó un agudo refunfuño de contrariedad. –¡Pero habéis dado vuestra palabra! Se oyó un respingo de los reunidos al completo. ¿De veras se había atrevido aquella criatura a interrumpir a Zeus y cuestionar su honor? –Disculpa, pero creo que me darás la razón si te digo que yo anuncié –gruñó el dios con una contención gélida mucho más aterradora que cualquier estallido de ira– que el ganador podría pedirme un favor. No prometí que yo fuese a concedérselo. Las alas de Melisa se plegaron decepcionadas.* –No obstante –dijo Zeus alzando una mano–, a partir de este momento te será más fácil hacer acopio de miel, pues decreto que no trabajarás sola. Serás reina de una colonia entera, un enjambre de sujetos productivos. Es más: he de concederte un aguijón fatal y doloroso. Las alas de Melisa se enderezaron alegremente. –Pero –prosiguió Zeus– si bien producirás un tremendo dolor a quien aguijonees, serás tú y las de tu especie quienes moriréis tras picar. Así sea. Otro trueno retumbante y el cielo comenzó a despejarse. De inmediato, Melisa notó un extraño movimiento en su interior. Miró hacia abajo y vio que algo largo, delgado y afilado como una lanza emergía del extremo de su abdomen. Era un aguijón, tan puntiagudo como una aguja pero acabado en una retorcida y horrible púa. Con una brusca contorsión, un zumbido y un último quejido se fue volando. Mélissa sigue siendo el término griego para «abeja», y es cierto que su aguijón es un arma suicida, un último recurso. Si una abeja se escapa volando después de que la púa quede alojada en la piel horadada de su víctima, se arranca las entrañas en el esfuerzo de liberarse. La avispa, menos útil y diligente, no cuenta con esa púa, de manera que puede administrar su picadura tantas veces como le plazca sin ponerse en peligro. Pero las avispas, por más irritantes que sean, jamás hicieron peticiones egoístas y presuntuosas a los dioses. También es cierto que la ciencia llama himenópteros al orden de los insectos al que pertenece la abeja, que en griego significa «alas de boda». (...)
Las cualidades que encarnaba ATENEA* fueron las virtudes y logros fundamentales de la gran ciudad estado que llevó su nombre: Atenas. La sabiduría y la perspicacia eran herencia de la madre, Metis. La destreza manual, el arte de la guerra y el arte del liderazgo eran suyos. También la ley y la justicia. Participaba de los dominios del amor y la belleza que hasta entonces habían sido exclusivos de Afrodita. El tipo de belleza de Atenea se expresaba en su estética, en la aprehensión de su ideal en el arte, en la representación, el pensamiento y el carácter, más que en las capas más físicas, obvias y quizás superficiales que siempre serían patrimonio de Afrodita. El amor que simbolizaba Atenea también contaba con un énfasis menos físico y enardecido; era del tipo que más tarde sería conocido como «platónico». Los atenienses acabarían valorando estos atributos de Atenea por encima de todos los demás, igual que la valoraban a ella, su patrona, por encima de todos los inmortales existentes. Digo «existentes» porque – como descubriremos– otras dos deidades olímpicas todavía por nacer entrarían en juego a la hora de definir lo que iba a ser un ateniense y un griego.
Zeus exilió al joven dios durante ocho años al lugar de nacimiento de la serpiente, más allá del monte Parnaso, para que expiara su crimen. Además de sustituir al monstruo serpentino Pitón como guardián del Ónfalos, Apolo quedó encargado de organizar allí un torneo periódico de atletas. Los Juegos Píticos empezaron a celebrarse puntualmente cada cuatro años, al principio y al final de las competiciones olímpicas. (...)
Pongamos –dijo Zeus–, pongamos que quisiese inaugurar una nueva casta. –¿De galgos? –No, un nuevo orden de seres igual a nosotros en todo, que caminen erguidos, con dos piernas... –¿Con una cabeza? –Una cabeza. Dos manos. En todo semejantes a nosotros, y tendrán... Tú eres el intelectual, Prometeo, ¿cómo se le dice a eso que nos diferencia de los animales? –¿Las manos? –No, esa parte que nos dice que existimos, que nos hace conscientes de nosotros mismos. –La conciencia. –Eso. Estas criaturas tendrán conciencia. E idioma. No representarán una amenaza para nosotros, por supuesto. Vivirán ahí abajo en la tierra, emplearán su astucia para sembrar y buscarse su propio sustento. –Entonces... –Prometeo frunció el ceño, concentrado, mientras intentaba hacerse una imagen mental coherente–. ¿Una raza de seres como nosotros? –¡Exactamente! Pero no tan grandes. Y serían creación mía. Bueno, creación nuestra. –¿Nuestra? –Tú eres mañoso. Otro Hefesto. Mi idea es que tú modelarías estas criaturas con... barro, por ejemplo. Deberían estar hechas a semejanza nuestra, anatómicamente correctas en todos los detalles, pero a una escala menor. Luego podemos animarlas, darles vida, hacer copias y soltarlas en plena naturaleza a ver qué pasa. Prometeo reflexionó sobre la idea. –¿Trataremos con ellos, hablaremos con ellos, nos moveremos entre ellos? –Ese sería el asunto, precisamente. Tener una especie inteligente (bueno, semiinteligente) que nos alabe y adore, que juegue con nosotros y nos entretenga. Una raza subordinada e idólatra de seres minúsculos. –¿Varones y hembras? –Ah, no, cielos, no: solo varones. Imagínate lo que diría Hera de lo contrario... Prometeo podía imaginarse muy bien la reacción de Hera si el mundo se llenase de repente de más mujeres susceptibles de liarse con su descarriado marido. Vio que Zeus estaba muy entusiasmado por aquel gran plan suyo. Una vez que se le metía una idea en la cabeza, sabía muy bien Prometeo, hasta algo tan novedoso y extraño como aquello, ni los hecatónquiros ni los gigantes juntos podrían desviar a su amigo de llevarlo a cabo. No es que Prometeo estuviese en contra de la idea. Era un experimento emocionante, decidió. Juguetitos para los inmortales. Bien pensado, era una idea más bien apasionante. Artemisa tenía sus perros, Afrodita sus palomas, Atenea su búho y su serpiente, Poseidón y Anfítrite sus delfines y tortugas. Incluso Hades tenía un perro (aunque fuese asquerosísimo). Lo suyo era que el jefe de los dioses se fabricase su propia mascota especial, más inteligente, leal y entrañable que el resto. (...)
Y así surgió la primera raza de hombres. Se podría decir que Gea, Zeus, Apolo y Atenea eran tan progenitores suyos como Prometeo, que había fabricado la humanidad a partir de cuatro elementos: tierra (arcilla de Gea), agua (la saliva de Zeus), fuego (el sol de Apolo) y aire (el aliento de Atenea). Vivieron y prosperaron, dando ejemplo de lo mejor de sus creadores. Pero faltaba algo. Algo muy importante. La Edad de Oro Alma Máter, la pródiga Madre Tierra, fértil y fructífera por obra de Deméter, era un dulce paraíso para los primeros hombres. No conocían enfermedad, pobreza, hambruna ni guerra. La vida era un idilio de inocencia y ligeros deberes pastoriles. Era una época de alegre adoración, y de familiaridad e incluso amistad con las deidades que se paseaban entre ellos en tamaños y formas manejables, tranquilizadores. A Zeus y los demás dioses, titanes e inmortales les producía un gran placer mezclarse con los encantadores e infantiles homúnculos que Prometeo había moldeado a partir de barro. Quizás solo nos imaginamos estos primeros días de bella simplicidad y simpatía universal a fin de fijar un punto alto de sublimidad paradisíaca a partir del cual juzgar los bajos y degradados tiempos que vinieron después. Los griegos posteriores creían, desde luego, que la Edad de Oro había existido realmente. Siempre estuvo presente en su pensamiento y en su poesía y les proporcionó un sueño de perfección al que aspirar, una visión más concreta y realizada que nuestras vagas ideas de un hombre primitivo gruñendo en las cavernas. Los ideales platónicos y las formas perfectas fueron, tal vez, la expresión intelectual de la memoria de aquella nostálgica raza. Era natural que, de entre todos los inmortales, el que más amase a la humanidad fuese su artista-creador Prometeo. Su hermano Epimeteo y él se pasaban ahora más tiempo viviendo con los hombres que en compañía de sus colegas inmortales en el Olimpo. A Prometeo lo entristecía que solo le hubiesen permitido crear varones, puesto que intuía que aquella raza clonada unisexual carecía de variedad tanto en su actitud, disposición y carácter como en su incapacidad para criar y crear nuevos individuos. Sus humanos eran felices, sí; pero para Prometeo aquella existencia tan indiscutida e indiscutible no tenía ninguna gracia. Para aproximarse al estatus casi divino que su creación merecía, la humanidad necesitaba algo más. Necesitaba fuego. Un fuego caliente, intenso, crepitante, llameante de veras con el que poder derretir, fundir, tostar, hervir, asar, fabricar y forjar; y necesitaba también un fuego interno, un fuego divino, que le diese la posibilidad de pensar, imaginar, osar y hacer. Cuanto más cuidaba y se involucraba en su creación, más convencido estaba de que el fuego era exactamente lo que necesitaban. Y sabía dónde encontrarlo. (...)
Prometeo nunca había desobedecido a Zeus hasta entonces. En nada importante, al menos. En juegos y carreras y en peleas y competiciones para ganar los corazones de algunas ninfas había engañado y le había tomado el pelo a su amigo, pero nunca lo había desafiado de manera directa. La jerarquía del panteón no era algo que se pudiese perturbar sin consecuencias reales. Zeus era un amigo querido, pero era, ante todo, Zeus. Aun así, Prometeo estaba decidido a seguir su línea de acción. Por más que hubiese amado siempre a Zeus, descubrió que amaba más a la humanidad. El entusiasmo y la resolución que sentía eran más fuertes que el miedo a la ira divina. Odiaba irritar a su amigo, pero, puestos a elegir, no le quedaba otra opción. (...)
Y así es como la Edad de Oro tocó a su rápido y terrible fin. La muerte, la enfermedad, la pobreza, el crimen, la hambruna y la guerra eran ahora parte inevitable y eterna del sino de la humanidad. Pero la Edad de Plata, como iba a ser conocida esta época, no era todo desesperación. Se diferenciaba de la nuestra en que los dioses, semidioses y monstruos se mezclaban con los humanos, procreaban con nosotros y se involucraban plenamente en nuestras vidas. Con el fuego del lado de los hombres, y ahora con mujeres que permitían la multiplicación además del sentido total de familia y compleción, algunos de los males del ánfora de Pandora quedaron compensados. Zeus bajó la mirada y lo vio. En su interior, la voz de Metis parecía susurrarle que no podría hacer nada por evitar que un día la humanidad se alzase sobre sus dos pies, en un sentido que iba más allá del evidente. Esto lo inquietó profundamente. Mientras tanto, la gente veneraba debidamente a los dioses y acostumbraba a emplear su reciente familiaridad con el fuego para enviar ofrendas quemadas al Olimpo como señal de obediencia y devoción. (...)
Licaón, ya fuese por poner a prueba la omnisciencia y el discernimiento de Zeus o por otras brutales razones, mató y asó a su propio hijo NÍCTIMO, y se lo sirvió al dios, que había asistido como invitado a un banquete en su palacio. Zeus se sintió tan repugnado por aquel acto horrorosamente obsceno que devolvió la vida al chico y a Licaón lo convirtió en lobo.* A Níctimo no le dio tiempo a gobernar demasiado tiempo el territorio de su padre, no obstante, porque sus cuarenta y nueve hermanos arrasaron la región con tal violencia y se comportaron tan desagradablemente que Zeus decidió que era hora de cortar de raíz con el experimento humano en pleno. Con este objetivo, amontonó las nubes en una tormenta tan intensa que la tierra quedó inundada y toda la gente de Grecia y del mundo Mediterráneo se ahogó. (...)
Allí consultaron al oráculo de Temis, la titánide profética cuya cualidad especial consistía en comprender la manera idónea de actuar. –Oh, Temis, Madre de la Justicia, la Paz y el Orden, instrúyenos, te imploramos –exclamaron–. Ahora estamos solos en el mundo y somos de edad demasiado avanzada como para llenar el mundo con nuestra prole. –Hijos de Prometeo y Epimeteo –entonó el oráculo–. Escuchad mi voz y haced lo que os ordeno. Cubríos la cabeza y lanzad los huesos de vuestra madre por encima del hombro. (...)
¡Nuestra madre! Deucalión se la quedó mirando fijamente. La mujer había empezado a palmotear el suelo. –¡Gea! Gea es la madre de todos –gritó–. ¡Nuestra Madre Tierra! Estos son los huesos de nuestra madre, mira... –Empezó a recoger rocas del suelo–. ¡Venga! Deucalión se puso en pie y rebuscó a su alrededor, recogió rocas y piedras. Atravesaron los campos de la parte baja de Delfos lanzando piedras por encima del hombro como se les había ordenado, pero sin atreverse a volver la mirada atrás hasta que hubieron recorrido muchas stadia. Cuando se giraron, el panorama que se les presentó les llenó los corazones de júbilo. Del suelo donde habían ido cayendo las piedras que lanzaba Pirra habían brotado chicas y mujeres, centenares, sonrientes, saludables y formadas por completo. Del suelo donde las piedras de Deucalión cayeron habían crecido chicos y hombres. Así es como se ahogaron los viejos pelasgos en el Gran Diluvio y como fue repoblado el mundo mediterráneo por una nueva raza descendiente, a través de Deucalión y Pirra, de Prometeo, Epimeteo, Pandora y –lo más importante, desde luego– de Gea.* Y esto es lo que somos, un compuesto de previsión e impulso, de todos los dones y de la tierra. (...)
En el instante en que los espíritus humanos abandonaban sus cuerpos, Hermes o Tánatos los conducían a la caverna del subsuelo donde el río Estigia (Odio) confluye con el Aqueronte (Aflicción). Allí el repelente y silencioso Caronte les tendía la mano para recibir el pago por cruzarles en barca por el Estigia. Si el muerto no tenía con qué pagar, se veía obligado a esperar cien años hasta que el poco servicial Caronte consentía en llevarlo. Para evitar este limbo se convirtió en costumbre entre los vivos colocar algo de dinero, normalmente un obolus, en la lengua del moribundo para pagar al barquero y asegurarse un paso rápido y sin contratiempos.* Una vez que había cobrado, Caronte subía al alma muerta a bordo y remaba con su chalana o esquife color óxido por encima de las negras aguas estigias hasta el desembarco, punto de reunión del infierno.* Una vez muerto, ningún mortal podía volver al mundo de la superficie. Los inmortales, si se atrevían a probar un bocado de comida o un sorbo de bebida en el Hades, se condenaban a volver al reino infernal. ¿Y cuál era su destino final? Parece ser que esto dependía más bien de la clase de vida que uno hubiese llevado. Al principio, el propio Hades era el árbitro, pero años después delegó el Gran Pesaje en dos hijos de Zeus y EUROPA: MINOS y RADAMANTO, quienes, tras sus propias muertes, fueron nombrados, junto con su medio hermano ÉACO, Jueces del Inframundo. Decidían si un individuo había vivido una vida heroica, corriente o puniblemente malvada.* Los héroes y aquellos considerados extremadamente rectos (así como los muertos que tenían algo de sangre divina) se veían transportados a los Campos Elíseos, que se extendían en algún punto del archipiélago conocido como las Islas Afortunadas, o Islas de los Bienaventurados. No hay consenso real sobre dónde estarían situadas realmente. Tal vez son lo que hoy llamamos las Canarias, tal vez las Azores, las Antillas Menores o incluso las Bermudas. (...)
Hades era el más celoso de toda su celosa familia. Ni una sola alma podía soportar que escapase de su reino. Cerbero, el perro de tres cabezas, patrullaba las puertas. Pocos, muy pocos héroes eludieron o engañaron a Tánatos y Cerbero y se las arreglaron para visitar los reinos del Hades y volver vivos al mundo de la superficie. Y así es como la muerte se convirtió en una constante en la vida humana, como sigue siendo hasta la fecha. Pero el mundo de la Edad de Plata, hemos de comprenderlo, era muy distinto al nuestro. Dioses, semidioses y toda clase de inmortales seguían caminando entre nosotros. La interacción personal, social y sexual con los dioses era tan normal para los hombres y las mujeres de la Edad de Plata como la interacción con las máquinas y las inteligencias artificiales lo es para nosotros hoy. Y, me atrevería a decir, muchísimo más divertida. (...)
Zeus le habló en voz alta. –Te quedarás tendido y encadenado a esta roca para siempre. No hay posibilidad de huida ni de perdón, en toda la eternidad. Cada día estas águilas vendrán a desgarrarte el hígado, igual que tú me desgarraste el corazón. Se lo comerán ante tus ojos. Como eres inmortal te volverá a crecer cada noche. Esta tortura no tendrá fin. Cada día el sufrimiento te parecerá más grande. No tendrás nada más que tiempo para reflexionar sobre la enormidad de tu crimen y la estupidez de tus actos. Tú que fuiste conocido como «previsor» no demostraste previsión alguna al desafiar al Rey de los Dioses. –La voz de Zeus resonó por los cañones y desfiladeros–. ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir? Prometeo suspiró. –Estás equivocado, Zeus –dijo–. Pensé mis actos con gran cuidado. Sopesé mi comodidad comparándola con el futuro de la raza del hombre. Veo ahora que florecerá y prosperará independientemente de lo que haga cualquier inmortal, incluso tú. Saber esto es un consuelo para cualquier dolor. Zeus contempló a su antiguo amigo durante un largo rato antes de hablar. –No te mereces las águilas –dijo con espantosa frialdad–. Que sean buitres. Las dos águilas se transformaron de inmediato en repugnantes y feos buitres que sobrevolaron en círculos. (...)
Prometeo, el principal creador, abogado y amigo de la humanidad, nos enseñó, robó para nosotros y se sacrificó por nosotros. Todos tenemos nuestra parte del fuego prometeico, sin él no seríamos humanos. Está bien apiadarse de él y admirarlo, pero, a diferencia de los dioses celosos y egoístas, nunca pidió que lo venerásemos, alabásemos ni adorásemos. Y tal vez os haga felices saber que, a pesar del eterno castigo al que fue condenado, un día se alzaría un héroe lo bastante poderoso como para desafiar a Zeus, desatar al campeador de la humanidad y ponerlo en libertad. (...)
HADES Y PERSÉFONE
Al día siguiente Hades llamó a la puerta de la alcoba de Perséfone. Os sorprenderá que llamase, pero la cosa es que en su digna y firme presencia incluso un poder como el de Hades se descubría vacilante y tímido. La amaba con todo su corazón, y aunque había perdido la batalla de voluntades con Zeus, tenía claro que no podía dejarla marchar. Además, notaba algo en ella..., algo que le daba esperanza. ¿Un titilar de amor correspondido? –Querida –dijo con una dulzura que habría asombrado a cualquiera que lo conociese–. Zeus me obliga a que te envíe de vuelta al mundo de la luz. Perséfone alzó el pálido rostro y le clavó la mirada. Hades le devolvió la mirada serio. –Espero que no te lleves una mala impresión de mí. Ella no contestó, pero a Hades le pareció percibir una leve coloración de las mejillas y la garganta. –¿Te comes conmigo un poco de esta granada para demostrar que no hay rencor? Con desgana, Perséfone cogió seis granos de la palma tendida y exprimió lentamente en su boca la pungente dulzura. Cuando llegó Hermes, el dios de las artimañas, descubrió que la artimaña se la habían tragado Zeus y él. –Perséfone ha comido una fruta de mi reino –dijo Hades–. Decretado está que aquel que pruebe la comida del infierno habrá de volver a él. Ha comido seis granos de granada, así que ha de quedarse conmigo seis meses al año. Hermes agachó la cabeza. Sabía que así era. Tomó a Perséfone de una mano y la acompañó fuera del inframundo. Deméter se puso tan eufórica al ver a su hija que el mundo empezó a florecer de inmediato. Era una alegría que había de durar la mitad del año, puesto que seis meses más tarde, según la ineludible ley divina, Perséfone estaba obligada a volver al inframundo. El pesar de Deméter ante la partida de su hija hizo que a los árboles se les cayeran las hojas y que un tiempo muerto se arrastrase por el mundo. Pasaron otros seis meses, Perséfone emergió de los dominios de Hades, y el ciclo del nacimiento, la renovación y el crecimiento comenzó otra vez. Así es como surgieron las estaciones: el otoño y el invierno de la pesadumbre de Deméter por la ausencia de su hija y la primavera y el verano por su júbilo al regreso de Perséfone.
A diferencia de la mayor parte de los miembros de su especie – ninfas afanosas y recatadas que atendían con diligencia el mantenimiento de los riachuelos, estanques y cauces a su cargo–, Salmacis tenía reputación de vanidosa e indolente. Prefería nadar perezosamente de aquí para allá admirando sus propias extremidades en el agua que cazar o ejercitarse con el resto de las náyades. Pero su serenidad y su autoestima se hicieron añicos ante la belleza del tal Hermafrodito, e hizo esfuerzos denodados para ganárselo. Cuanto más lo intentaba –girando desnuda en el agua, frotándose los pechos tentadoramente, haciendo coquetas burbujas bajo la superficie–, menos cómodo estaba el chico, hasta que le acabó gritando que lo dejase en paz. Ella se marchó al instante, enfurruñada, pasmada y humillada por aquella nueva e indeseable experiencia de rechazo. Sin embargo, hacía un día muy bueno, así que Hermafrodito, acalorado y sudoroso tras haberse librado de aquella hada y pensando que estaría bien lejos, se desvistió y se metió en las frías aguas del arroyo para refrescarse. Casi de inmediato, Salmacis, que había vuelto nadando oculta entre los juncos, saltó sobre él como un salmón y se aferró con todas sus fuerzas a su cuerpo desnudo. Asqueado, Hermafrodito se sacudió y se retorció y contorsionó para soltarse, mientras ella exclamaba a los cielos: –¡Oh, dioses de las alturas, no dejéis que este joven y yo nos separemos! ¡Que seamos siempre uno! Los dioses oyeron su plegaria y respondieron con la despiadada literalidad en la que parecen deleitarse siempre. En un instante, Salmacis y Hermafrodito se convirtieron realmente en uno. La pareja se fusionó en un solo cuerpo. Un cuerpo, dos sexos. Dejaron de ser la náyade Salmacis y el joven Hermafrodito para ser, en cambio, intersexuales, varón y hembra coexistiendo bajo una forma. Aunque los romanos considerarían este estado como un desorden que amenazaba las estrictas normas militaristas de su sociedad, los más abiertos griegos apreciaron, celebraron e incluso adoraron el género hermafrodita. Las estatuas y las representaciones en cerámica y en frisos de los templos nos muestran que, al parecer, lo que los romanos temían los griegos lo encontraban admirable. (...)
LOS GRIEGOS Y EL AMOR
Así como se multiplicaban los dioses, se multiplicaban los hombres. Pero que el fuego divino formase ahora parte de nuestra naturaleza significaba que compartíamos con los dioses la capacidad no solo de lujuria, copulación y reproducción, sino también la capacidad de amar. El amor, como sabían los griegos, es complicado. (...)
Los griegos desenmarañaron la complejidad del amor a base de nombrar cada una de sus hebras por separado y aportar divinidades que las representasen. A Afrodita, la diosa suprema del amor y la belleza, la atendía un séquito de diosecillos alados y desnudos llamados los erotes. Como muchas deidades (Hades y sus cohortes del inframundo, por ejemplo) los erotes se encontraron de repente con mucho por hacer una vez que la humanidad se estableció y comenzó a florecer. Cada uno de los erotes era capaz de promulgar y promover una pasión amatoria distinta. ANTEROS: el joven patrón del egoísta amor incondicional.* EROS: el líder de los erotes, dios del amor físico y del deseo sexual. HEDÍLOGOS: el espíritu del lenguaje del amor y de las expresiones cariñosas, que hoy, damos por hecho, vela por las tarjetas de San Valentín, las cartas de amor y las novelas rosas. HERMAFRODITO: el protector de los varones afeminados, las hembras masculinas y todos aquellos que hoy denominaríamos de un género más fluctuante. HÍMERO: la encarnación del amor desesperado, impetuoso, impaciente por ser satisfecho y listo para estallar. HIMENEO: el guardián de la alcoba nupcial y de la música de la boda. POTO: la personificación del anhelo lánguido, del amor por el ausente o el que ha partido. De todos estos, el más influyente y devastador fue Eros, en poder y capacidad para sembrar malentendidos y desavenencias.
Eros era hijo de Ares y de Afrodita. Bajo el nombre romano de CUPIDO, suele ser representado como un niño risueño con alas a punto de disparar una flecha con su arco de plata, una imagen muy reconocible hasta la fecha, cosa que hace de Eros tal vez el más instantáneamente identificable de los dioses de la Antigüedad clásica. La codicia y el deseo erótico se asocian con su figura, así como el enamoramiento súbito e incontrolable que resulta tras ser atravesado por su dardo, la flecha que obliga a sus víctimas a enamorarse de la primera persona (o animal) que vean después de ser heridos.* Eros puede ser tan caprichoso, dañino, azaroso y cruel como el amor mismo. (...)
Los griegos tenían como mínimo cinco términos para «amor»: AGAPE: el amor grande y generoso que describiríamos como «caridad» y que podría referirse a cualquier tipo de amor sagrado, como el de los padres por sus hijos o el amor de los adoradores por su dios.* EROS: la hebra de amor llamada con el nombre del dios, o con el nombre del cual recibió el suyo el dios. El tipo de amor que nos mete en líos tremendos. Mucho más que afecto, mucho menos que espiritual, eros y lo erótico pueden llevarnos a la gloria o a la desgracia, al apogeo de la felicidad y a las profundidades de la desesperación. FILIA: la forma de amor aplicada a la amistad, la inclinación y el cariño. Vemos sus huellas en palabras como «francófilo», «necrofilia» y «filantropía». STORGE: el amor y la lealtad que uno sentiría por su país o su equipo de fútbol podría ser considerado estórgico. El propio Eros, mientras que en el Renacimiento y el Barroco sería representado como acabo de describir –un querubín descarado, risueño, con hoyuelos (a veces con los ojos vendados para significar la naturaleza caprichosa y arbitraria de su puntería–, era para los griegos un joven adulto de gran destreza. Artista y atleta (tanto sexual como deportivo), se le consideraba patrón y protector del amor entre hombres, así como una presencia titular en el gimnasio y en la pista de atletismo. Se lo asociaba con delfines, gallos, rosas, antorchas, liras y, claro está, con aquel arco y aquel carcaj lleno de flechas.(...)
La mayoría de los humanos del mundo mediterráneo eran gobernados por reyes. La explicación de cómo lograron esos autócratas establecer su dominio sobre esa gente varía. Algunos descendían de inmortales, incluso de dioses. Otros, como es costumbre humana, acapararon el poder por medio de la fuerza de las armas o de las intrigas políticas. (...)
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