domingo, 8 de septiembre de 2024

EL LÁPIZ DEL CARPINTERO y el realismo mágico gallego: haberlo, haylo.

 


«Manuel Rivas elabora un relato con criaturas subyugantes; episodios de carácter simbólico y alegórico; secundarios memorables; estampas conmovedoras del terror, y teniendo como eje sentimental una bella historia de amor entre Daniel Da Barca y Marisa Mallo...»

Antón Castro, Abc

«Dueño de un peculiar universo imaginativo, en el que la realidad y la ultrarrealidad se mezclan, depurado heredero de la tradición del realismo mágico latinoamericano, Rivas teje en esta nueva novela, cuya versión gallega ha suscitado ya unánimes elogios, una tensa fábula de amor y de impiedad. (...) Una novela necesaria en nuestro tiempo de desmemoria. Y un texto ejemplar en su trabada construcción narrativa»

Ángel Basanta, La Razón

«Un crisol lleno de emociones y sentimientos comunes a todos los seres humanos, una metáfora de todas las guerras, una lucha contra que demuestra el poder de salvación que tiene el amor».

M. Blanco Rivas, Faro de Vigo





Usted, Sousa, dijo el doctor, despreocupándose de sí mismo, ¿no es de aquí, verdad? Dijo que no, que era de más al norte. Llevaba allí pocos años, y lo que más le gustaba era la bonanza del tiempo, un trópico en Galicia. De vez en cuando iba a Portugal, a tomar bacalao a la Gomes de Sáa. Disculpe la curiosidad, ¿vive usted solo? El reportero Sousa buscó la presencia de la mujer, pero se había ido suavemente, sin decir nada, tras dejar las copas y la botella de tequila. Era una situación extraña, la del entrevistador entrevistado. Iba a decir que sí, que vivía muy solo, demasiado solo, pero respondió riendo. Está la patrona de la pensión, se preocupa mucho porque estoy delgado. Es portuguesa, casada con un gallego. Cuando se enfadan, ella le llama portugués y él le dice que parece una gallega. Le ahorro los adjetivos, claro. Son de grueso calibre. El doctor Da Barca sonrió pensativo. Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos. Es tremendo lo que puede hacer una línea imaginaria trazada un día en su lecho por un rey chocho o dibujada en la mesa por los poderosos como quien juega un póker. Recuerdo una cosa terrible que me dijo un hombre. Mi abuelo fue lo peor que se puede ser en la vida. ¿Qué hizo entonces, mató?, le pregunté. No, no. Mi abuelo por parte de padre fue sirviente de un portugués. Estaba borracho de bilis histórica. Pues yo, le dije para fastidiarlo, si pudiese escoger pasaporte, sería portugués. Pero por suerte esa frontera se irá difuminando en su propio absurdo. Las fronteras de verdad son aquellas que mantienen a los pobres apartados del pastel. (...)

Lo siento mucho, socio. Y mi tío apretaba el gatillo. Preferiría no tener que hacerlo, amigo. Y entonces mi tío le daba duramente con la estaca, un golpe certero en la nuca del zorro atrapado en el cepo. Entre mi tío el trampero y su presa había el instante de una mirada. Él le decía con los ojos, y yo oí ese murmullo, que no tenía más remedio. Eso fue lo que yo sentí ante el pintor. Cometí muchas barbaridades, pero cuando me encontré ante el pintor murmuré por dentro que lo sentía mucho, que preferiría no tener que hacerlo, y no sé lo que él pensó cuando su mirada se cruzó con la mía, un destello húmedo en la noche, pero quiero creer que él entendió, que adivinó que yo lo hacía para ahorrarle tormentos. Sin más, le apoyé la pistola en la sien y le reventé la cabeza. Y luego me acordé del lápiz. El lápiz que él llevaba en la oreja. Este lápiz. (...)

En cierta forma, decía el doctor Da Barca, el humano no es fruto de la perfección, sino de una enfermedad. El mutante del que procedemos tuvo que ponerse en pie por algún problema patológico. Se encontraba en clara inferioridad frente a sus predecesores cuadrúpedos. No hablemos ya de la pérdida del rabo y del pelo. Desde el punto de vista biológico, era una calamidad. Yo creo que la risa la inventó el chimpancé la primera vez que se encontró en aquel escenario con el Homo erectus. Imaginaos. Un tipo erguido, sin rabo y medio pelado. Patético. Para morir de risa. Yo prefiero la literatura de la Biblia a la de la evolución de las especies, dijo el pintor. La Biblia es el mejor guión que se hizo, por ahora, de la película del mundo. (...)

¿Es cierto eso que leí en la hoja episcopal, Da Barca?, intervino con ironía Casal[5]. Que dijiste en una conferencia que el hombre tenía nostalgia del rabo. Todos rieron, empezando por el interpelado, que le siguió la corriente: Sí. ¡Y también dije que el alma está en la glándula tiroides! Pero ya que estamos en esto, os voy a decir algo. En las clínicas atendemos casos de mareo y vértigo que se producen cuando el humano se pone en pie de repente, vestigios del desarreglo funcional que supuso adaptarse a la verticalidad. Lo que sí tiene el humano es nostalgia de lo horizontal. En cuanto al rabo, digamos que es una rareza, una deficiencia biológica, que el hombre no lo tenga, o lo tenga digamos que cortado. Esa ausencia de rabo no debe de ser un factor despreciable para explicar el origen del lenguaje oral. (...)

Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante. Cuando el tipógrafo Maroño acabó su relato, el pintor musitó: Esa historia es muy buena. La escuché en una taberna. Hay tascas que son universidades. (...)

El pintor había conseguido un lápiz de carpintero. Lo llevaba apoyado en la oreja, como hacen los del oficio, listo para dibujar en cualquier momento. Ese lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para El Corsario, y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otra Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor: «Se vive como comunista si se ama, y en proporción a cuánto se ama». Cuando se hizo listero del ferrocarril, Villaverde le regaló el lápiz a su amigo sindicalista y carpintero Marcial Villamor. Y antes de que lo matasen los paseadores que iban de caza a la Falcona, Marcial le regaló el lápiz al pintor, al ver que éste intentaba dibujar el Pórtico de la Gloria con un trozo de teja. (...)

Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. (...)

Lo que impresionó al pintor fue la mirada de los que no miraban. Aquella renuncia a las latitudes, el absoluto deslugar por el que caminaban. (...)

Por lo visto, dijo, tu hombre no para. Médico en la Beneficencia Municipal. Auxiliar en la Facultad de Medicina. Y además panfletista, conferenciante, mitinero. Va del Hospital al Centro Republicano y aún tiene tiempo de llevar a la novia al cinematógrafo del Teatro Principal. Es íntimo del pintor, ese galleguista, el de los carteles. Anda con republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas, pero ¿qué carajo es este tipo? Creo que un poco de todo, mi sargento. Anarquistas y comunistas se llevan a matar. El otro día, en la Fábrica de Tabacos de Coruña, casi llegan a las manos. ¡Un bicho raro, este Da Barca! Parece que va por libre. Como un enlace. Pues no le quites el ojo de encima. ¡Menudo pájaro! (...)

Sí, él entendía muy bien lo que se decía en aquellos mítines del Frente Popular. Lo que se dice salir de la aldea de verdad, lo había hecho por vez primera cuando el servicio militar. Para él aquello había sido un respiro. Fuera de algunos breves permisos, sólo regresó para enterrar a sus padres. En el servicio había formado parte de las tropas que dirigía el general Franco cuando sofocó, ésta es la palabra que todos empleaban, la revolución de los mineros de Asturias en 1934. Una mujer, arrodillada ante su marido muerto, le había gritado con los ojos enrojecidos: ¡Soldado, tú también eres pueblo! Sí, pensó, es cierto. Maldito pueblo, maldita miseria. En lo sucesivo trataría de cobrar un salario por sus servicios. Se metió a guardia. (...)



El capellán leyó el telegrama que el papa Pío XII acababa de enviarle a Franco el 31 de marzo: «Alzando nuestro corazón a Dios, damos sinceras gracias a Su Excelencia por la victoria de la católica España». Fue entonces cuando se escucharon los primeros carraspeos. Era el doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitação. Lo sé porque yo estaba a su lado y lo miré duramente, llamándolo al orden. Teníamos instrucciones de atajar cualquier incidente. Pero aparte de mirarlo como a un bicho, cosa que ni le inmutó, yo no sabía muy bien qué hacer. La suya era una tos seca, fingida, como la de esa gente fina que va a los conciertos. Por eso para mí fue casi un alivio que la tos se extendiese como un contagio entre todos los reclusos. Sonaba como un gigantesco carillón que se desprende del campanario. No sabíamos qué hacer. ¡No íbamos a zurrarles a todos en plena misa! Las autoridades se removían inquietas en sus asientos. En el fondo, todos deseábamos que el capellán, por lo demás hombre avisado, apagase el murmullo rebelde con un oportuno silencio. Pero él, como rueda dentada que se acopla con otra más grande, estaba enardecido por el engranaje del propio sermón. ¡Existe la ira de Dios! ¡Ha sido la victoria de Dios! Y su voz fue ahogada por las toses, que ahora ya no eran refinados carraspeos de ópera sino una resaca de mar de fondo. Y el director de la prisión, asaeteado por las miradas de las autoridades, tuvo el arranque de acercarse a él y susurrarle al oído que abreviase, que era el día de la Victoria y que como la cosa siguiese así iban a tener que celebrarlo con una carnicería. El rostro enrojecido del capellán fue palideciendo, absorbido por aquella catarata de hombres tosiendo como silicóticos. Calló, recorrió las filas con ojos desconcertados, como si volviese en sí, y murmuró entre dientes un latín. Lo que dijo el capellán, y que Herbal no podría recordar, fue: Ubi est mors stimulus tuus? Al acabar la ceremonia, el director lanzó las consignas de rigor. ¡España! Y solamente se escucharon las voces de autoridades y guardias: ¡Una! ¡España! Los presos seguían en silencio. Gritaron los mismos: ¡Grande! ¡España! Y entonces atronó toda la prisión: 
¡Libre!

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