martes, 17 de septiembre de 2024

#enamoradosdELAvida

 









ENFERMERDADES ELA
Los enfermos de ELA ponen voz al consenso de los grupos en el Congreso para sacar su ley

Madrid, 18 sep (EFE).- Los enfermos de ELA han sido este miércoles los protagonistas del Congreso de los Diputados al dar voz a sus años de lucha y esfuerzo para poder conseguir lo que han hecho en las últimas horas, el consenso de todos los partidos para sacar adelante una ley de pacientes con esclerosis lateral amiotrófica.

Los grupos parlamentarios del PSOE, Sumar, PP, ERC, Junts, Bildu, PNV y el Grupo Mixto han firmado en esta jornada el texto común acordado este martes para la proposición de ley para mejorar la calidad de vida de personas con ELA y otras enfermedades o procesos neurológicos de alta complejidad y curso irreversible. 

Pero en el acto de la firma las palabras han salido de ellos, de los pacientes, como la de José Luis Capitán, al que conocen como 'Capi', una de las caras visibles de esta enfermedad y quien desde su diagnóstico ha luchado por visibilizarla.

Lo hace en una silla de ruedas, desde donde esta mañana ha querido incidir en el "hito" de este consenso que, como ha comentado, es "una tarea muy compleja en estos tiempos convulsos para la política".

Un consenso que, como ha dicho en el texto que ha preparado y que la tecnología le ha permitido reproducir, "debería servir de ejemplo para otras decisiones de relevancia tomar en España, Europa o en el mundo". 

Por ello, ha pedido a los medios que no hagan partidismo de este logro porque, como ha argumentado, " hoy no hay vencedores y vencidos. Hoy ganamos todos". 

Hoy, como ha señalado el presidente de la Confederación Nacional de Entidades de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ConELA), Fernando Martín, los enfermos están más cerca de conseguir "una vida digna".

Por eso, se han querido acordar de todos los enfermos que, como Francisco Luzón, lucharon en su día por estar en este momento tras muchas reuniones con los grupos políticos, cuyos portavoces se han puesto, según Martín, "el mono de trabajo" para llegar al acuerdo.

Pero la ley se tiene que aprobar "cuanto antes" -lo ha recalcado el presidente- porque los enfermos "no pueden esperar más".

En principio, el pleno del Congreso está previsto que apruebe la ley el 10 de octubre, según las previsiones de los grupos del Congreso, cuya presidenta, Francina Armengol, les ha recibido previamente y ha estado saludándoles y charlando con los enfermos.

A partir de su aprobación, las 4.000 personas con ELA en España contarán con una normaque incorpora las tres aportaciones de la asociación ConELA, entre las que está la atención 24 horas de la situación de estos enfermos mediante un sistema coordinado sociosanitario.

También la agilización de los trámites de revisión de los pacientes y la revisión del baremo de dependencia (que recoge la imposibilidad de movilidad del enfermo). EFE

bec.scr/aam


LA RAMPA
Javier Gómez Santander. 08/05/2016. El Mundo

Era agosto o septiembre de 1997 y a mis padres les habían dicho que mi hermano se moría. Llevaba toda la vida en silla de ruedas y a los 16 le había brotado un cáncer en la garganta. Tiroides. Le quedaban semanas. No pudo suceder en un momento más raro. Nosotros vivíamos en una casa que habían ido construyendo mis padres mientras vivíamos en ella. Y una de las pocas cosas que quedaba por hacerse era la rampa. La rampa que le iba a permitir a mi hermano salir y entrar de casa sin ayuda se iba a construir cuando los médicos lo habían desahuciado. Imagino a mis padres en su dormitorio aquellos días en un qué hacemos que no se atreverían ni a preguntarse. Los imagino mirándose a los ojos y decidiendo, al fin y al cabo, si se rendían. Si asumían que no tenía sentido construir aquella rampa enorme que rodeaba la terraza. Entonces hicieron algo absurdo, algo hermoso, algo de padres: decidieron construirla. Fue un sábado, un sábado de verano en el que la hormigonera, vieja, verde, de hierro y de gasoil, empezó a sonar muy temprano. Mi hermano se moría en el hospital, pero mi padre, el Chichi, que nunca faltaba, mis tíos y yo, con 14 años y una camiseta de Pryca, estábamos allí. Sin hablar. Oyendo la hormigonera. Paladas. Arena. Piedras. Y algún gemido mío al levantar los sacos de cemento. Entonces, ocurrió. Eran las ocho de la mañana y empezaron a salir hombres de todas las casas. Acudían al sonido de la hormigonera. Hombres de 40, de 50, 60 y 70 años bajando con ropa de trabajo. Los recuerdo poniéndose guantes, incorporándose al tajo sin preguntar, pasándome manos enormes por la cabeza a modo de saludo. Todos los vecinos de Lluja, que así se llama mi barrio, diciéndole al cáncer de mi hermano que todavía no, que aquella tarde, en el hospital, podríamos contarle que había venido todo el barrio: «Todos, Ricardo, han venido a hacer la rampa». «¿Ya está hecha la rampa?». «Ya la tienes, para cuando vengas a casa». Nadie supo explicar cómo, mi hermano empezó a mejorar después de aquel día. Y vivió casi un año más. Un año en el que a veces pudo usar la rampa sin ayuda y otras hubo que empujarlo. Cuento esto tan íntimo porque desde entonces, cuando vienen mal dadas, me digo que hay que construir la rampa. Porque, para mí, esos hombres viniendo significan la palabra barrio. Porque en Lluja nunca nos han dejado sentirnos solos. Porque esa mañana de hace casi 20 años contiene todo lo que me enamora del ser humano.



domingo, 15 de septiembre de 2024

COMO AGUA PARA CHOCOLATE: gastronomía, sexo, salseo y realismo mágico

 

Como agua para chocolate es una novela escrita por la autora mexicana Laura Esquivel y publicada en 1989. 
Se trata de uno de los mayores éxitos de ventas de la literatura latinoamericana y, además, ha sido refrendada por la crítica, siendo, por ejemplo, incluida en lista de las 100 mejores novelas en español del siglo XX del periódico español El Mundo.
Esta obra fue llevada al cine en 1992, y también se ha adaptado al teatro e incluso al ballet de la mano de la Compañía American Ballet Theatre en Nueva York.




La cebolla tiene que estar finamente picada. Les sugiero ponerse un pequeño trozo de cebolla en la mollera con el fin de evitar el molesto lagrimeo que se produce cuando uno la está cortando. Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar. No sé si a ustedes les ha pasado pero a mí la mera verdad sí. Infinidad de veces. Mamá decía que era porque yo soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela. Dicen que Tita era tan sensible que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba y lloraba cuando ésta picaba cebolla; su llanto era tan fuerte que Nacha, la cocinera de la casa, que era medio sorda, lo escuchaba sin esforzarse. Un día los sollozos fueron tan fuertes que provocaron que el parto se adelantara. Y sin que mi bisabuela pudiera decir ni pío, Tita arribó a este mundo prematuramente, sobre la mesa de la cocina, entre los olores de una sopa de fideos que se estaba cocinando, los del tomillo, el laurel, el cilantro, el de la leche hervida, el de los ajos y, por supuesto, el de la cebolla. Como se imaginarán, la consabida nalgada no fue necesaria pues Tita nació llorando de antemano, tal vez porque ella sabía que su oráculo determinaba que en esta vida le estaba negado el matrimonio. Contaba Nacha que Tita fue literalmente empujada a este mundo por un torrente impresionante de lágrimas que se desbordaron sobre la mesa y el piso de la cocina.

En la tarde, ya cuando el susto había pasado y el agua, gracias al efecto de los rayos del sol, se había evaporado, Nacha barrió el residuo de las lágrimas que había quedado sobre la loseta roja que cubría el piso. Con esta sal rellenó un costal de cinco kilos que utilizaron para cocinar por bastante tiempo.








Algunas veces lloraba de balde, como cuando Nacha picaba cebolla, pero como las dos sabían la razón de esas lágrimas, no se tomaban en serio. Inclusive se convertían en motivo de diversión, a tal grado que durante su niñez Tita no diferenciaba bien las lágrimas de la risa de las del llanto. Para ella reír era una manera de llorar. De igual forma confundía el gozo de vivir con el de comer. No era fácil para una persona que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa, porque el que colindaba con la puerta trasera de la cocina y que daba al patio, a la huerta, a la hortaliza, sí le pertenecía por completo, lo dominaba. Todo lo contrario de sus hermanas, a quienes este mundo les atemorizaba y encontraban lleno de peligros incógnitos. Les parecían absurdos y arriesgados los juegos dentro de la cocina, sin embargo, un día Tita las convenció de que era un espectáculo asombroso el ver cómo bailaban las gotas de agua al caer sobre el comal bien caliente.

 


Tita bajó la cabeza y con la misma fuerza con que sus lágrimas cayeron sobre la mesa, así cayó sobre ella su destino. Y desde ese momento supieron ella y la mesa que no podían modificar ni tantito la dirección de estas fuerzas desconocidas que las obligaban, a la una, a compartir con Tita su sino, recibiendo sus amargas lágrimas desde el momento en que nació, y a la otra a asumir esta absurda determinación. Sin embargo, Tita no estaba conforme. Una gran cantidad de dudas e inquietudes acudía a su mente. Por ejemplo, le agradaría tener conocimiento de quién había iniciado esta tradición familiar. Sería bueno hacerle saber a esta ingeniosa persona que en su perfecto plan para asegurar la vejez de las mujeres había una ligera falla. Si Tita no podía casarse ni tener hijos, ¿quién la cuidaría entonces al llegar a la senectud? ¿Cuál era la solución acertada en estos casos? ¿O es que no se esperaba que las hijas que se quedaban a cuidar a sus madres sobrevivieran mucho tiempo después del fallecimiento de sus progenitoras? ¿Y dónde se quedaban las mujeres que se casaban y no podían tener hijos, quién se encargaría de atenderlas? Es más, quería saber, ¿cuáles fueron las investigaciones que se llevaron a cabo para concluir que la hija menor era la más indicada para velar por su madre y no la hija mayor? ¿Se había tomado alguna vez en cuenta la opinión de las hijas afectadas? ¿Le estaba permitido al menos, si es que no se podía casar, el conocer el amor? ¿O ni siquiera eso? Tita sabía muy bien que todas estas interrogantes tenían que pasar irremediablemente a formar parte del archivo de preguntas sin respuestas. En la familia De la Garza se obedecía y punto. Mamá Elena, ignorándola por completo, salió muy enojada de la cocina y por una semana no le dirigió la palabra.

 



 Sí, sí, y mil veces sí. Lo amó desde esa noche para siempre. Pero ahora tenía que renunciar a él. No era decente desear al futuro esposo de una hermana. Tenía que tratar de ahuyentarlo de su mente de alguna manera para poder dormir. Intentó comer la torta de navidad que Nacha le había dejado sobre su buró, junto con un vaso de leche. En muchas ocasiones le había dado excelentes resultados. Nacha, con su gran experiencia, sabía que para Tita no había pena alguna que no lograra desaparecer mientras comía una deliciosa torta de navidad. Pero no en esta ocasión. El vacío que sentía en el estómago no se alivió. Por el contrario, una sensación de náusea la invadió. Descubrió que el hueco no era de hambre; más bien se trataba de una álgida sensación dolorosa. Era necesario deshacerse de este molesto frío. Como primera medida se cubrió con una pesada cobija y ropa de lana. El frío permanecía inamovible. Entonces se puso zapatos de estambre y otras dos cobijas. Nada. Por último, sacó de su costurero una colcha que había empezado a tejer el día en que Pedro le habló de matrimonio. Una colcha como ésta, tejida a gancho, se termina aproximadamente en un año. Justo el tiempo que Pedro y Tita habían pensado dejar pasar antes de contraer nupcias. Decidió darle utilidad al estambre en lugar de desperdiciarlo y rabiosamente tejió y lloró, y lloró y tejió, hasta que en la madrugada terminó la colcha y se la echó encima. De nada sirvió. Ni esa noche ni muchas otras mientras vivió logró controlar el frío.

Mamá Elena, con esa rapidez y agudeza de pensamiento que tenía, sospechaba lo que podría pasar si Pedro y Tita tenían oportunidad de estar a solas. Por tanto, haciendo gala de asombrosas artes de prestidigitación, hasta ahora, se las había ingeniado de maravilla para ocultar al uno de los ojos y el alcance del otro. Pero se le escapó un minúsculo detalle: a la muerte de Nacha, Tita era entre todas las mujeres de la casa la más capacitada para ocupar el puesto vacante de la cocina, y ahí escapaban de su riguroso control los sabores, los olores, las texturas y lo que éstas pudieran provocar. (...)


Para entonces el olor a rosas que su cuerpo despedía había llegado muy, muy lejos. Hasta las afueras del pueblo, en donde revolucionarios y federales libraban una cruel batalla. Entre ellos sobresalía por su valor el villista ese, el que había entrado una semana antes a Piedras Negras y se había cruzado con ella en la plaza. Una nube rosada llegó hasta él, lo envolvió y provocó que saliera a todo galope hacia el rancho de Mamá Elena. Juan, que así se llamaba el sujeto, abandonó el campo de batalla dejando atrás a un enemigo a medio morir, sin saber para qué. Una fuerza superior controlaba sus actos. Lo movía una poderosa necesidad de llegar lo más pronto posible al encuentro de algo desconocido en un lugar indefinido. No le fue difícil dar. Lo guiaba el olor del cuerpo de Gertrudis. Llegó justo a tiempo para descubrirla corriendo en medio del campo. Entonces supo para qué había llegado hasta allí. Esta mujer necesitaba imperiosamente que un hombre le apagara el fuego abrasador que nacía en sus entrañas. Un hombre igual de necesitado de amor que ella, un hombre como él. Gertrudis dejó de correr en cuanto lo vio venir hacia ella. Desnuda como estaba, con el pelo suelto cayéndole hasta la cintura e irradiando una luminosa energía, representaba lo que sería una síntesis entre una mujer angelical y una infernal. La delicadeza de su rostro y la perfección de su inmaculado y virginal cuerpo contrastaban con la pasión y la lujuria que le salía atropelladamente por los ojos y los poros. Estos elementos, aunados al deseo sexual que Juan por tanto tiempo había contenido por estar luchando en la sierra, hicieron que el encuentro entre ambos fuera espectacular. (...)

Todo fue tan rápido que la escolta que seguía a Juan tratando de interceptarlo nunca lo logró. Decepcionados dieron media vuelta y el informe que llevaron fue que el capitán había enloquecido repentinamente durante la batalla y que por esta causa había desertado del ejército. Generalmente, ésa es la manera en que se escribe la historia, a través de las versiones de los testigos presenciales, que no siempre corresponden a la realidad. Pues el punto de vista de Tita sobre lo acontecido era totalmente diferente al de estos revolucionarios. Ella había observado todo desde el patio donde estaba lavando los trastes. No perdió detalle a pesar de que le interferían la visión una nube de vapor rosado y las llamas del cuarto de baño. A su lado, Pedro también tuvo la suerte de contemplar el espectáculo, pues había salido al patio por su bicicleta para ir a dar un paseo. Y como mudos espectadores de una película, Pedro y Tita se emocionaron hasta las lágrimas al ver a sus héroes realizar el amor que para ellos estaba prohibido. Hubo un momento, un solo instante en que Pedro pudo haber cambiado el curso de la historia. Tomando a Tita de la mano alcanzó a pronunciar: “Tita...” Sólo eso. No tuvo tiempo de decir más. La sucia realidad se lo impidió. Se escuchó un grito de Mamá Elena preguntando qué era lo que pasaba en el patio. Si Pedro le hubiera pedido a Tita huir con él, ella no lo hubiera pensado ni tantito, pero no lo hizo, sino que montando rápidamente en la bicicleta se fue pedaleando su rabia. No podía borrar de su mente la imagen de Gertrudis corriendo por el campo... ¡completamente desnuda! Sus grandes senos bamboleándose de un lado a otro lo habían dejado hipnotizado. Él nunca había visto a una mujer desnuda. En la intimidad con Rosaura no había sentido deseos de verle el cuerpo ni de acariciárselo. En estos casos siempre utilizaban la sábana nupcial, que sólo dejaba visibles las partes nobles de su esposa. Terminado el acto, se alejaba de la recámara antes de que ésta se descubriera. En cambio, ahora, se había despertado en él la curiosidad de ver a Tita por largo rato así, sin ninguna ropa. (...)

La única parte del cuerpo de Tita que conocía muy bien, aparte de la cara y las manos, era el redondo trozo de pantorrilla que había alcanzado a verle en una ocasión. Ese recuerdo lo atormentaba por las noches. Qué antojo sentía de poner su mano sobre ese trozo de piel y luego por todo el cuerpo tal y como había visto hacerlo al hombre que se llevó a Gertrudis: ¡con pasión, con desenfreno, con lujuria! Tita, por su parte, intentó gritarle a Pedro que la esperara, que se la llevara lejos, adonde los dejaran amarse, adonde aún no hubieran inventado reglas que seguir y respetar, adonde no estuviera su madre, pero su garganta no emitió ningún sonido. Las palabras se le hicieron nudo y se ahogaron unas a otras antes de salir. (...)

¡Maldita decencia! ¡Maldito manual de Carreño! Por su culpa su cuerpo quedaba destinado a marchitarse poco a poco, sin remedio alguno. ¡Y maldito Pedro tan decente, tan correcto, tan varonil, tan... tan amado! Si Tita hubiera sabido entonces que no tendrían que pasar muchos años para que su cuerpo conociera el amor no se habría desesperado tanto en ese momento. (...)


El segundo grito de Mamá Elena la sacó de sus cavilaciones y la hizo buscar rápidamente una respuesta. No sabía qué era lo que le iba a decir a su mamá, si primero le decía que estaba ardiendo la parte trasera del patio, o que Gertrudis se había ido con un villista a lomo de caballo... y desnuda. Se decidió por dar una versión en la cual, los federales, a los que Tita aborrecía, habían entrado en tropel, habían prendido fuego a los baños y habían raptado a Gertrudis. Mamá Elena se creyó toda la historia y enfermó de la pena, pero estuvo a punto de morir cuando se enteró una semana después por boca del padre Ignacio, el párroco del pueblo —que quién sabe cómo se enteró— que Gertrudis estaba trabajando en un burdel en la frontera. Prohibió volver a mencionar el nombre de su hija y mandó quemar sus fotos y su acta de nacimiento. Sin embargo ni el fuego ni el paso de los años han podido borrar el penetrante olor a rosas que despide el lugar donde antes estuvo la regadera y que ahora es el estacionamiento de un edificio de departamentos. Tampoco pudieron borrar de la mente de Pedro y de Tita las imágenes que observaron y que los marcaron para siempre. Desde ese día las codornices en pétalos de rosas se convirtieron en un mudo recuerdo de esta experiencia fascinante. (...)






 Ya no le molestó para nada ver cómo Pedro y Rosaura iban de mesa en mesa brindando con los invitados, ni verlos bailar el vals, ni verlos más tarde partir el pastel. Ahora ella sabía que era cierto: Pedro la amaba. Se moría porque terminara el banquete para correr al lado de Nacha a contarle todo. Con impaciencia esperó a que todos comieran su pastel para poder retirarse. El manual de Carreño le impedía hacerlo antes, pero no le vedaba el flotar entre nubes mientras comía apuradamente su rebanada. Sus pensamientos la tenían tan ensimismada que no le permitieron observar que algo raro sucedía a su alrededor. Una inmensa nostalgia se adueñaba de todos los presentes en cuanto le daban el primer bocado al pastel. Inclusive Pedro, siempre tan propio, hacía un esfuerzo tremendo por contener las lágrimas. Y Mamá Elena, que ni cuando su esposo murió había derramado una infeliz lágrima, lloraba silenciosamente. Y eso no fue todo, el llanto fue el primer síntoma de una intoxicación rara que tenía algo que ver con una gran melancolía y frustración que hizo presa a todos los invitados y los hizo terminar en el patio, los corrales y los baños añorando cada uno al amor de su vida. Ni uno solo escapó del hechizo y sólo algunos afortunados llegaron a tiempo a los baños; los que no, participaron de la vomitona colectiva que se organizó en pleno patio. Bueno, la única a quien el pastel le hizo lo que el viento a Juárez fue a Tita. En cuanto terminó de comerlo abandonó la fiesta. Quería notificarle a Nacha cuanto antes que estaba en lo cierto al decir que Pedro la amaba sólo a ella. Por ir imaginando la cara de felicidad que Nacha pondría no se percató de la desdicha que crecía a su paso hasta llegar a alcanzar niveles patéticamente alarmantes. (...)

Tita levantó la vista sin dejar de moverse y sus ojos se encontraron con los de Pedro. Inmediatamente, sus miradas enardecidas se fundieron de tal manera que quien los hubiera visto sólo habría notado una sola mirada, un solo movimiento rítmico y sensual, una sola respiración agitada y un mismo deseo. Permanecieron en éxtasis amoroso hasta que Pedro bajó la vista y la clavó en los senos de Tita. Ésta dejó de moler, se enderezó y orgullosamente irguió su pecho, para que Pedro lo observara plenamente. El examen de que fue objeto cambió para siempre la relación entre ellos. Después de esa escrutadora mirada que penetraba la ropa ya nada volvería a ser igual. Tita supo en carne propia por qué el contacto con el fuego altera los elementos, por qué un pedazo de masa se convierte en tortilla, por qué un pecho sin haber pasado por el fuego del amor es un pecho inerte, una bola de masa sin ninguna utilidad. En sólo unos instantes Pedro había transformado los senos de Tita, de castos a voluptuosos, sin necesidad de tocarlos. (...)




martes, 10 de septiembre de 2024

DÍA MUNDIAL DE LA PREVENCIÓN CONTRA EL SUICIDIO


 


En este enlace de rtve.es puedes ver el documental completo SUICIDIO: EL DOLOR INVISIBLE.






#MALDITOS16 (PRIMERA PARTE)

#MALDITOS16 (SEGUNDA PARTE)

#MALDITOS16 es una obra escrita por Nando López, autor que destaca tanto en el género teatral como en la novela, con miles de lectores fieles y prestigio tanto en el mundo juvenil como en el adulto.

El tema principal de la obra es romper los tabúes en torno al suicidio: para ello, da voz a personajes que, paradójicamente, necesitan expresarse, pero muchas veces no saben y otras no quieren o no pueden hacerlo. Porque les duele, porque les incomoda, porque saben que van a hacer daño o incomodar a otros pero, de nuevo, insisto, lo necesitan.

La obra logra transmitir de forma tan realista como emocionante los pensamientos y sensaciones de personas que, por diferentes causas, han intentado suicidarse. Al tratarse de una obra de teatro, está completamente escrita en diálogos, pero estos diálogos muchas veces están llenos de silencios, de insultos, de bruscos cambios de tema... pero cada escena suele culminar con un monólogo en el que un personaje se rompe y explota dejando salir sus pensamientos más íntimos en un torrente confesional que nos arrastra, como público, como sociedad, hasta el siguiente.







domingo, 8 de septiembre de 2024

EL LÁPIZ DEL CARPINTERO y el realismo mágico gallego: haberlo, haylo.

 


«Manuel Rivas elabora un relato con criaturas subyugantes; episodios de carácter simbólico y alegórico; secundarios memorables; estampas conmovedoras del terror, y teniendo como eje sentimental una bella historia de amor entre Daniel Da Barca y Marisa Mallo...»

Antón Castro, Abc

«Dueño de un peculiar universo imaginativo, en el que la realidad y la ultrarrealidad se mezclan, depurado heredero de la tradición del realismo mágico latinoamericano, Rivas teje en esta nueva novela, cuya versión gallega ha suscitado ya unánimes elogios, una tensa fábula de amor y de impiedad. (...) Una novela necesaria en nuestro tiempo de desmemoria. Y un texto ejemplar en su trabada construcción narrativa»

Ángel Basanta, La Razón

«Un crisol lleno de emociones y sentimientos comunes a todos los seres humanos, una metáfora de todas las guerras, una lucha contra que demuestra el poder de salvación que tiene el amor».

M. Blanco Rivas, Faro de Vigo





Usted, Sousa, dijo el doctor, despreocupándose de sí mismo, ¿no es de aquí, verdad? Dijo que no, que era de más al norte. Llevaba allí pocos años, y lo que más le gustaba era la bonanza del tiempo, un trópico en Galicia. De vez en cuando iba a Portugal, a tomar bacalao a la Gomes de Sáa. Disculpe la curiosidad, ¿vive usted solo? El reportero Sousa buscó la presencia de la mujer, pero se había ido suavemente, sin decir nada, tras dejar las copas y la botella de tequila. Era una situación extraña, la del entrevistador entrevistado. Iba a decir que sí, que vivía muy solo, demasiado solo, pero respondió riendo. Está la patrona de la pensión, se preocupa mucho porque estoy delgado. Es portuguesa, casada con un gallego. Cuando se enfadan, ella le llama portugués y él le dice que parece una gallega. Le ahorro los adjetivos, claro. Son de grueso calibre. El doctor Da Barca sonrió pensativo. Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos. Es tremendo lo que puede hacer una línea imaginaria trazada un día en su lecho por un rey chocho o dibujada en la mesa por los poderosos como quien juega un póker. Recuerdo una cosa terrible que me dijo un hombre. Mi abuelo fue lo peor que se puede ser en la vida. ¿Qué hizo entonces, mató?, le pregunté. No, no. Mi abuelo por parte de padre fue sirviente de un portugués. Estaba borracho de bilis histórica. Pues yo, le dije para fastidiarlo, si pudiese escoger pasaporte, sería portugués. Pero por suerte esa frontera se irá difuminando en su propio absurdo. Las fronteras de verdad son aquellas que mantienen a los pobres apartados del pastel. (...)

Lo siento mucho, socio. Y mi tío apretaba el gatillo. Preferiría no tener que hacerlo, amigo. Y entonces mi tío le daba duramente con la estaca, un golpe certero en la nuca del zorro atrapado en el cepo. Entre mi tío el trampero y su presa había el instante de una mirada. Él le decía con los ojos, y yo oí ese murmullo, que no tenía más remedio. Eso fue lo que yo sentí ante el pintor. Cometí muchas barbaridades, pero cuando me encontré ante el pintor murmuré por dentro que lo sentía mucho, que preferiría no tener que hacerlo, y no sé lo que él pensó cuando su mirada se cruzó con la mía, un destello húmedo en la noche, pero quiero creer que él entendió, que adivinó que yo lo hacía para ahorrarle tormentos. Sin más, le apoyé la pistola en la sien y le reventé la cabeza. Y luego me acordé del lápiz. El lápiz que él llevaba en la oreja. Este lápiz. (...)

En cierta forma, decía el doctor Da Barca, el humano no es fruto de la perfección, sino de una enfermedad. El mutante del que procedemos tuvo que ponerse en pie por algún problema patológico. Se encontraba en clara inferioridad frente a sus predecesores cuadrúpedos. No hablemos ya de la pérdida del rabo y del pelo. Desde el punto de vista biológico, era una calamidad. Yo creo que la risa la inventó el chimpancé la primera vez que se encontró en aquel escenario con el Homo erectus. Imaginaos. Un tipo erguido, sin rabo y medio pelado. Patético. Para morir de risa. Yo prefiero la literatura de la Biblia a la de la evolución de las especies, dijo el pintor. La Biblia es el mejor guión que se hizo, por ahora, de la película del mundo. (...)

¿Es cierto eso que leí en la hoja episcopal, Da Barca?, intervino con ironía Casal[5]. Que dijiste en una conferencia que el hombre tenía nostalgia del rabo. Todos rieron, empezando por el interpelado, que le siguió la corriente: Sí. ¡Y también dije que el alma está en la glándula tiroides! Pero ya que estamos en esto, os voy a decir algo. En las clínicas atendemos casos de mareo y vértigo que se producen cuando el humano se pone en pie de repente, vestigios del desarreglo funcional que supuso adaptarse a la verticalidad. Lo que sí tiene el humano es nostalgia de lo horizontal. En cuanto al rabo, digamos que es una rareza, una deficiencia biológica, que el hombre no lo tenga, o lo tenga digamos que cortado. Esa ausencia de rabo no debe de ser un factor despreciable para explicar el origen del lenguaje oral. (...)

Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante. Cuando el tipógrafo Maroño acabó su relato, el pintor musitó: Esa historia es muy buena. La escuché en una taberna. Hay tascas que son universidades. (...)

El pintor había conseguido un lápiz de carpintero. Lo llevaba apoyado en la oreja, como hacen los del oficio, listo para dibujar en cualquier momento. Ese lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para El Corsario, y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otra Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor: «Se vive como comunista si se ama, y en proporción a cuánto se ama». Cuando se hizo listero del ferrocarril, Villaverde le regaló el lápiz a su amigo sindicalista y carpintero Marcial Villamor. Y antes de que lo matasen los paseadores que iban de caza a la Falcona, Marcial le regaló el lápiz al pintor, al ver que éste intentaba dibujar el Pórtico de la Gloria con un trozo de teja. (...)

Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. (...)

Lo que impresionó al pintor fue la mirada de los que no miraban. Aquella renuncia a las latitudes, el absoluto deslugar por el que caminaban. (...)

Por lo visto, dijo, tu hombre no para. Médico en la Beneficencia Municipal. Auxiliar en la Facultad de Medicina. Y además panfletista, conferenciante, mitinero. Va del Hospital al Centro Republicano y aún tiene tiempo de llevar a la novia al cinematógrafo del Teatro Principal. Es íntimo del pintor, ese galleguista, el de los carteles. Anda con republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas, pero ¿qué carajo es este tipo? Creo que un poco de todo, mi sargento. Anarquistas y comunistas se llevan a matar. El otro día, en la Fábrica de Tabacos de Coruña, casi llegan a las manos. ¡Un bicho raro, este Da Barca! Parece que va por libre. Como un enlace. Pues no le quites el ojo de encima. ¡Menudo pájaro! (...)

Sí, él entendía muy bien lo que se decía en aquellos mítines del Frente Popular. Lo que se dice salir de la aldea de verdad, lo había hecho por vez primera cuando el servicio militar. Para él aquello había sido un respiro. Fuera de algunos breves permisos, sólo regresó para enterrar a sus padres. En el servicio había formado parte de las tropas que dirigía el general Franco cuando sofocó, ésta es la palabra que todos empleaban, la revolución de los mineros de Asturias en 1934. Una mujer, arrodillada ante su marido muerto, le había gritado con los ojos enrojecidos: ¡Soldado, tú también eres pueblo! Sí, pensó, es cierto. Maldito pueblo, maldita miseria. En lo sucesivo trataría de cobrar un salario por sus servicios. Se metió a guardia. (...)



El capellán leyó el telegrama que el papa Pío XII acababa de enviarle a Franco el 31 de marzo: «Alzando nuestro corazón a Dios, damos sinceras gracias a Su Excelencia por la victoria de la católica España». Fue entonces cuando se escucharon los primeros carraspeos. Era el doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitação. Lo sé porque yo estaba a su lado y lo miré duramente, llamándolo al orden. Teníamos instrucciones de atajar cualquier incidente. Pero aparte de mirarlo como a un bicho, cosa que ni le inmutó, yo no sabía muy bien qué hacer. La suya era una tos seca, fingida, como la de esa gente fina que va a los conciertos. Por eso para mí fue casi un alivio que la tos se extendiese como un contagio entre todos los reclusos. Sonaba como un gigantesco carillón que se desprende del campanario. No sabíamos qué hacer. ¡No íbamos a zurrarles a todos en plena misa! Las autoridades se removían inquietas en sus asientos. En el fondo, todos deseábamos que el capellán, por lo demás hombre avisado, apagase el murmullo rebelde con un oportuno silencio. Pero él, como rueda dentada que se acopla con otra más grande, estaba enardecido por el engranaje del propio sermón. ¡Existe la ira de Dios! ¡Ha sido la victoria de Dios! Y su voz fue ahogada por las toses, que ahora ya no eran refinados carraspeos de ópera sino una resaca de mar de fondo. Y el director de la prisión, asaeteado por las miradas de las autoridades, tuvo el arranque de acercarse a él y susurrarle al oído que abreviase, que era el día de la Victoria y que como la cosa siguiese así iban a tener que celebrarlo con una carnicería. El rostro enrojecido del capellán fue palideciendo, absorbido por aquella catarata de hombres tosiendo como silicóticos. Calló, recorrió las filas con ojos desconcertados, como si volviese en sí, y murmuró entre dientes un latín. Lo que dijo el capellán, y que Herbal no podría recordar, fue: Ubi est mors stimulus tuus? Al acabar la ceremonia, el director lanzó las consignas de rigor. ¡España! Y solamente se escucharon las voces de autoridades y guardias: ¡Una! ¡España! Los presos seguían en silencio. Gritaron los mismos: ¡Grande! ¡España! Y entonces atronó toda la prisión: 
¡Libre!