martes, 14 de febrero de 2023

EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR: y después de las perdices... ¿qué?

LA HISTORIA QUE COMIENZA TRAS EL CUENTO
Después de la batalla en el castillo
-vísceras en la espada, lluvia de ira,
mar de tirabuzones enredados
y el animal fantástico sin fuego-
la princesa y el príncipe se casan
sin torres que separen los dos cuerpos
y a salvo del peligro del dragón.
Comen muchas perdices, sin embargo,
la gran felicidad deviene en tedio.
Los días se parecen demasiado
en la comodidad de su palacio.
Los cuadros, los tapices, los pasillos
extensos y elegantes sin remedio
insultan su quietud, su aburrimiento;
la ausencia de misiones, de emoción,
desborda su rutina de vacío.
Algunas noches sueñan en silencio
que aquellas llamaradas animales
regresan a su mundo y les despiertan.
Entonces ambos salen de sí mismos
transcienden su presente y abandonan
su cuerpo adormilado para abrir
una oscura vorágine secreta
de fuego en los tobillos, de deseo
debajo de la piel, sobre las alas.
                                                 TAMBIÉN LA INCERTIDUMBRE ENTRE NOSOTROS
CELIA CORRRAL CAÑAS


Y sí, todo eso muy lindo, muy maravilloso, muy cuento de hadas del siglo XXI, pero mi pregunta es ¿qué pasó después del final feliz?, porque a mi parecer obviaron algunos detalles bien importantes, por ejemplo, como carajos van a hacer para acoplar sus agendas, si cada uno administra un mundo bien diferente,  ¿Se irá ella para New York y dejará su plantación de maíz? O ¿Desistirá de aplicar a esa beca que tanto anhelaba? O acaso, el renunciará a su traje de diseñador, limosina y a su trabajo en Wall Street para irse a vivir a una linda casita de campo?, ¿Se seguirán queriendo aunque a ella se le caigan las tetas?, o ¿Cuándo al susodicho le salga papada y deje de parecerse al Tom Cruise de los tiempos de Top Gun?, que pasará si alguno de los dos quiere tener hijos y el otro no, que pasará cuando el uno le eche la culpa al otro por cualquier vaina que hizo o dejó de hacer. En qué momento se acabará la etapa de idealización en la que deberán enfrentarse a la realidad y peor aún, que sucederá cuando la cotidianidad los abrume, cuando llegue el paso o el peso de los años a afectarlos, como a todos los mortales del planeta tierra que deciden compartir sus vidas.

 

Encontrar pareja no es el final de la película, ni de la existencia, apenas es un nuevo comienzo, porque la historia continua más allá del “The end” y del beso que se dan los tortolitos mientras se diluye la escena en la gran pantalla, pero suele ocurrir que nos empecinamos en enaltecer la novelesca tarea de encontrar el amor, como si todos los esfuerzos divinos y humanos acabaran cuando se da “sí”, como si la existencia se congelara en una imagen de perfección. Y no señoritas, después es que empiezan otras aventuras, que no son ni buenas ni malas, sino reales, y es aquí cuando se deben comprender las discrepancias del sujeto que tienes en frente y que este a su vez entienda las tuyas, es aprender a negociar los espacios para que ninguno se asfixie, es mantener la llama viva, es saber escuchar al otro, es respetar su opinión a pesar de no estar de acuerdo en muchas cosas, es generar un ambiente de confianza y honestidad. 

¿Qué pasa después del final feliz? (Artículo de SolterasdeBotas en El Espectador) 

 

"... y vivieron felices y comieron perdices" es el final típico y tópico de miles de cuentos populares y, con variantes, de cientos de películas y series pero... ¿qué pasa después de las perdices? Te invitamos a que inventos tu propio final en EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR o Y DESPUÉS DE LAS PERDICES... ¿QUÉ?.

Evidentemente, retratar la continuación de una historia después del final de la historia, se puede hacer de diferentes formas. Por ejemplo, en la novela Al morir Don Quijote, Andrés Trapiello imagina cómo continuarán su vida los amigos y familares del hidalgo de la Mancha...

A veces decidir recrear una historia tras su supuesto final puede conllevar un cambio de protagonista, de focalización o de género... Eso es lo que sucede en Cobra Kai (serie que ya lleva 5 temporadas).

En otros casos, algunos autores han imaginado la vida de los personajes una vez termina el anuncio publicitario con el que los hemos conocido..

He-Man y Barbie

Otras veces, se puede inventar qué habría pasado si un personaje no hubiera muerto cuando le tocó, como hizo Ben Clark en este fabuloso poema que imagina a Federico García Lorca imprimiendo un billete de avión en la actualidad:



Sin embargo, creemos que lo mejor es REESCRIBIR EL FINAL DE CUENTOS CLÁSICOS DE UNA MANERA NOVEDOSA, ORIGINAL, DIVERTIDA, EMOCIONANTE...

Creemos que mejor no así, como en la reciente polémica reescritura de algunas obras del autor infantil Roal Dahl... (aunque una reflexión al respecto te puede inspirar un buen artículo de opinión...).
Sino, más bien, de esta manera:

CUENTOS TRADICIONALES AL REVÉS

El cuento de Peter Pan no deja de ser una metáfora sobre la infancia. El propio autor imaginó cómo seríe el reencuentro entre una Wendy ya adulta y el eternamente joven Peter Pan...


Entonces la ventana se abrió de par en par, como antiguamente, y Peter Pan entró por ella.[...] Era un niño todavía, mientras ella era una persona mayor. Se acurrucó al lado del fuego, y no se atrevía a moverse. Se sentía culpable de ser ya una mujer.
-Hola Wendy- dijo él sin notar diferencia alguna, pues [...] en aquella débil claridad, el blanco vestido de la dama podía muy bien haber sido el camisón de dormir con el cual la vio por priemera vez.
-Hola, Peter Pan, dijo ella débilmente, empequeñeciéndose cuanto fue posible[...]
-Peter Pan -dijo ella temblando-, ¿esperas acaso que yo vuelva contigo?
-Naturalmente. Para eso he venido- Y añadió con cierta severidad-:
¿Has olvidado que es la época de la limpieza de la primavera?
-No puedo ir -dijo excusándose-, me he olvidado de volar.
-Pronto te enseñaré otra vez.
-Peter Pan, no malgastes en mí el polvo de las alas de las Hadas.
Se habían levantado y un temor asaltaba ahora al Niño.
-¿Qué es eso?-gritó estremeciéndose.
-Voy a encender la luz -repuso ella-, y entonces podrás verlo por ti mismo.
Casi por primera vez, que nosotros sepamos, Peter Pan se asustó.
-¡No enciendas la luz!-clamó.


Lo mismo, pero al revés, sucede en HOOK, que imagina que un Peter Pan ya adulto y que, por tanto, ha olvidado cómo volar, cómo luchar o cómo "cacarear"... debe volver a Nunca Jamás para salvar a sus hijos y enfrentarse a su archienemigo el Capitán Garfio...


En fin, las recreaciones o continuaciones tras un final más o menos clásico son incontables y una de las bases de los "spin-offs"


Alguien que lo hace muy bien (y te puede servir de modelo o referencia) es el cuentista catalán Quim Monzó:


EL SAPO

(...) Nunca ha confesado a nadie cómo espera encontrar a su princesa ideal. Porque sabe que se reirían. La encontrará encantada: en forma de sapo. Está convencido. Precisamente por eso será diferente de todas las demás, porque se habrá mantenido alejada de la banalidad
y la degradación de los humanos. Lo ha leído en los cuentos, desde muy pequeño, y, aunque ya entonces los otros príncipes (los mismos que ahora se encuentran todos los mediodías para tomar el aperitivo) se burlaban de esas historias, él creía en ellas con convicción. Convicción que con el curso de los años ha ido reforzándosele con un hecho curioso y sintomático: nunca ha logrado ver un solo sapo.
Desde niño los ha buscado con ardor. Sabe cómo son por las ilustraciones y las fotos de los libros de ciencias naturales, pero nunca ha encontrado ninguno.
Por eso, la mañana que, tras horas de galopar, se detiene a orillas de un río para que el caballo abreve y ve un sapo sobre una roca cubierta de musgo (un sapo brillante, gordo, entre verdoso y morado), echa pie a tierra con el corazón desbocado. Por fin ha encontrado un sapo, cara a cara, en directo. El sapo lo saluda:
—Croac.
Es un bicho aún más asqueroso de lo que se ha imaginado por las ilustraciones y las fotos de los libros. Pero ni por un instante duda de que es a ese bicho al que debe darle un beso. Después de años de búsqueda es el primer sapo que consigue ver, y por eso sabe que no
es un sapo y nada más sino una princesa encantada, no echada a perder por la vida mundana. Ata las riendas del caballo al tronco de un chopo y avanza con miedo. Miedo de la decepción que tendrá si, a despecho de su convicción, resulta que el sapo no es sino un sapo, da un salto y se mete en el agua. Se arrodilla junto a la roca.
—Croac —hace el animal por segunda vez.
El príncipe inclina el cuerpo y adelanta la cara. El sapo está justo frente a él. La papada se le hincha y deshincha sin cesar. Ahora que lo ve tan de cerca siente que lo invade el asco; pero no tarda en reponerse y acerca los labios al morro del anfibio.
—Mua.
En menos de una milésima de segundo, con un ruido ensordecedor, el sapo se convierte en un prisma de cien mil colores, que multiplica infinitamente las caras, hasta que todas las caras y colores se convierten en una muchacha de cabellos dorados. Y una corona encima que demuestra la nobleza de su linaje. Por fin el príncipe ha encontrado a la mujer que siempre ha buscado, esa con la que compartirá el trono y la vida.
—Por fin has llegado —dice ella—. Si supieras cómo he esperado al príncipe que debía librarme del hechizo.
—Lo comprendo. Te he buscado siempre, desde que era niño. Y siempre he sabido que te encontraría.
Se miran a los ojos, se cogen las manos. Es para siempre, y los dos son conscientes de ello.
—Era como si este momento no fuera a llegar nunca —dice ella.
—Pues ya ha llegado.
—Sí.
—Qué bien, ¿no?
—¿Estás contento?
—Sí.
¿Y tú?
—Yo también.
El príncipe mira el reloj. ¿Qué más debe decirle? ¿De qué deben
hablar? ¿Debe invitarla en seguida a su casa o se lo tomará a mal? En
realidad no hay ninguna prisa. Tienen toda la vida por delante.
—En fin...
—Sí.
—Ya ves...
—Tanto esperar y de repente, plaf, ya está.
—Sí, ya está.
—Qué bien, ¿no?

LA BELLA DURMIENTE
En medio de un claro, el caballero ve el cuerpo de la muchacha, que duerme sobre una litera hecha con ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores. Desmonta rápidamente y se arrodilla a su lado. Le coge una mano. Está fría. Tiene el rostro blanco como el de una muerta. Y los labios finos y amoratados. Consciente de su papel en la historia, el caballero la besa con dulzura. De inmediato la muchacha abre los ojos, unos ojos grandes, almendrados y oscuros, y lo mira: con una mirada de sorpresa que enseguida (una vez ha meditado quién es y dónde está y por qué está allí y quién será ese hombre que tiene al lado y que, supone, acaba de besarla) se tiñe de ternura. Los labios van perdiendo el tono morado y, una vez recobrado el rojo de la vida, se abren en una sonrisa. Tiene unos
dientes bellísimos. El caballero no lamenta nada tener que casarse con ella, como estipula la tradición. Es más: ya se ve casado, siempre junto a ella, compartiéndolo todo, teniendo un primer hijo, luego una nena y por fin otro niño. Vivirán una vida feliz y envejecerán juntos.
Las mejillas de la muchacha han perdido la blancura de la muerte y ya son rosadas, sensuales, para morderlas. Él se incorpora y le alarga las manos, las dos, para que se coja a ellas y pueda levantarse. Y entonces, mientras (sin dejar de mirarlo a los ojos, enamorada) la muchacha (débil por todo el tiempo que ha pasado acostada) se incorpora gracias a la fuerza de los brazos masculinos, el caballero se da cuenta de que (unos veinte o treinta metros más allá, antes de que el claro dé paso al bosque) hay otra muchacha dormida, tan bella como la que acaba de despertar, igualmente acostada en una litera de ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores.



LA MONARQUÍA

Todo gracias a aquel zapato que perdió cuando tuvo que irse del baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo, el vestido retornaba a la condición de harapos, la carroza dejaba de ser carroza y volvía a ser calabaza, los caballos ratones, etcétera. Siempre la ha maravillado que sólo a ella el zapato le calzase a la perfección, porque su pie (un 36) no es en absoluto inusual y otras chicas de la población deben de tener la misma talla. Todavía recuerda la expresión de asombro de sus dos hermanastras cuando vieron que era ella la que se casaba con el príncipe y (unos años después, cuando murieron los reyes) se convertía en la nueva reina.

El rey ha sido un marido atento y fogoso. Ha sido una vida de ensueño hasta el día que ha descubierto una mancha de carmín en la camisa real. El suelo se le ha hundido bajo los pies. ¡Qué desazón! ¿Cómo ha de reaccionar, ella, que siempre ha actuado honestamente, sin malicia, que es la virtud en persona?

De que el rey tiene una amante no hay duda. Las manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara de adulterio. ¿Quién puede ser la amante de su marido? ¿Debe decirle que lo ha descubierto o bien disimular, como sabe que es tradición entre las

reinas, en casos así, para no poner en peligro la institución monárquica? ¿Y por qué el rey se ha buscado una amante? ¿Acaso ella no lo satisface suficientemente? ¿Quizá porque se niega a prácticas que considera perversas (sodomía y ducha dorada, básicamente) él las busca fuera de casa?

Decide callar. También calla el día que el rey no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con ojeras de un palmo y oliendo a mujer. (¿Dónde se encuentran? ¿En un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener a la amante en cualquiera de las dependencias que ella desconoce.) Tampoco dice nada cuando los contactos carnales que antes establecían con regularidad de metrónomo (noche sí, noche no) se van espaciando hasta que un día se percata de que, desde la última vez, han pasado más de dos meses.

En la habitación real, llora cada noche en silencio; porque ahora el rey ya no se acuesta nunca con ella. La soledad la reseca. Habría preferido no ir nunca a aquel baile, o que el zapato hubiese calzado en el pie de cualquier otra muchacha antes que en el suyo. Así, cumplida la misión, el enviado del príncipe no hubiera llegado nunca a su casa. Y en caso de que hubiera llegado, habría preferido incluso que alguna de sus hermanastras calzara el 36 en vez del 40 y 41, números demasiado grandes para una muchacha. Así el enviado no

habría hecho la pregunta que ahora, destrozada por la infidelidad del marido, le parece fatídica: si además de la madrastra y las dos hermanastras había en la casa alguna otra muchacha.

¿De qué le sirve ser reina si no tiene el amor del rey? Lo daría todo por ser la mujer con la cual el rey copula extraconyugalmente. Mil veces preferiría protagonizar las noches de amor adúltero del monarca que yacer en el vacío del lecho conyugal. Antes querida que reina.

Decide avenirse a la tradición y no decirle al rey lo que ha descubierto. Actuará de forma sibilina. La noche siguiente, cuando tras la cena el rey se despide educadamente, ella lo sigue. Lo sigue por pasillos que desconoce, por ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni siquiera imaginaba. El rey la precede con una antorcha. Finalmente se encierra en una habitación y ella se queda en el pasillo, a oscuras. Pronto oye voces. La de su marido, sin duda. Y la risa gallinácea de una mujer. Pero superpuesta a esa risa oye también la de otra mujer. ¿Está con dos? Poco a poco, procurando no hacer ruido, entreabre la puerta. Se echa en el suelo para que no la vean desde la cama; mete medio cuerpo en la habitación. La luz de los candelabros proyecta en las paredes las sombras de tres cuerpos que se acoplan. Le gustaría levantarse para ver quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada en el suelo, no puede ver casi nada más; sólo, a los pies de la cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo, unos negros del 40 y otros rojos del 41.

“La monarquía” relato incluido en el volumen El porqué de las cosas (Quim Monzó).


En su relato lírico "Las nubes", Azorín hace lo contrario a lo que estamos habituados y al título de nuestra actividad: en su caso, reimagina un final menos trágico para Calisto y Melibea en La Celestina... 

...aunque, en principio, como decimos es lo contrario a lo esperado en nuestra actividad... SIRVA COMO RESUMEN PARA DECIRTE QUE EN  "EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR" DEBES DAR RIENDA SUELTA A TU IMAGINACIÓN Y SENTIRTE LIBRE PARA IMAGINAR QUÉ HAY DETRÁS DEL TELÓN O DE LA DIGESTIÓN MÁS O MENOS FELIZ DE LAS PERDICES.


LAS NUBES
Calixto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina[1]— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calixto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calixto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa[2]. Desde la ancha solana que está a la puerta[3] trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calixto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que, como en Las Meninas de Velázquez, deja ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz de verdes ramas y piñas gualdas sobre un fondo[4] bermejo cubre el piso del salón principal; el salón, donde en cojines de seda puestos en tierra se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de cadera guarnecidos de cuero rojo o sillas de tijera con embutidos mudéjares; un contador con cajonería de pintada y estofada talla, guarda papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas y las chambranas talladas, con fiadores de forjado hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjanse las figuras aguileñas sobre fondo de oro de una tabla colgada en la pared frontera.
Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo observa todo, ocurre a todo. Los armarios están repletos de nítida y bienoliente ropa, aromada por gruesos membrillos. En la despensa, un rayo de sol hace fulgir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros y alcarrazas obrados por la mano de curioso alcaller en los alfares vecinos muestran bien ordenados su vientre redondo limpio y rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha el lánguido y melodioso son de un clavicordio: es Alisa que tañe. Otras veces, por los viales de la huerta se ve escabullirse calladamente la figura alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles. La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; al pie de los cipreses inmutables ponen los rosales la ofrenda fugaz —como la vida— de sus rosas amarillas, blancas y bermejas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se oye —al igual de un diamante sobre un cristal— el chiar de las golondrinas que cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua. En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. «Ven por las paredes de mi huerto», le dijo dulcemente Melibea a Calixto hace dieciocho años[5].
***
Calixto está en el solejar[6], sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón y la mejilla reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija Alisa le regala con dulces melodías; si de poesía siente ganas, en su librería puede coger los más delicados poetas de España e Italia. Le adoran en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza de viva inteligencia y bondadoso corazón. Y sin embargo, Calixto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en su libro:
                                  …et crei la fabrilla
                                  que dis: Por lo pasado no estés mano
                                                                         en mejilla.[7]
No tiene Calixto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y sin embargo, Calixto, puesta la mano en la mejilla, mira pasar a lo lejos sobre el cielo azul las nubes.
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todas los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales e innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Siglos después de este día en que Calixto está con la mano en la mejilla, un gran poeta —Campoamor— habrá[8] de dedicar a las nubes un canto en uno de sus poemas titulado Colón.[9] Las nubes —dice el poeta— nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha condensado»; ellas se nos representan como un «traslado del insondable porvenir». «Vivir —escribe el poeta— es ver pasar». Sí; vivir es ver pasar: ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo un retorno perdurable[10], eterno; ver volver todo —angustias, alegrías, esperanzas—, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
Las nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?[11]
***
En el jardín lleno de silencio se escucha el chiar de las rápidas golondrinas. El agua de la fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie de los cipreses se abren las rosas fugaces, blancas, amarillas, bermejas. Un denso aroma de jazmines y magnolias embalsama el aire. Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde de la fronda; por encima del verde y del blanco se extiende el añil del cielo. Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano. Sus menudos pies asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados con chapines de terciopelo negro adornados con rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre; el rostro más bien alargado que redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?[12]
En el jardín todo es silencio y paz. En el alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calixto contempla extático a su hija. De pronto un halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente Alisa se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarle.
Calixto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la lejanía.
                                            Azorín: Castilla



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