martes, 2 de diciembre de 2025

Lo mejor de la biografía de Miguel Hernández

 


partir de esta carta de Miguel fechada el 30 de mayo de 1933, Federico dio por concluida su relación con el poeta oriolano. Ni contestó a sus siguientes llamadas ni hizo nada por ayudarle en su posterior etapa madrileña. Estas y otras razones que apuntaremos en su momento fueron las que llevaron al autor del Romancero gitano a evitar en la medida de lo posible la presencia de Hernández, ya que consta por diversos testimonios, según señala Agustín Sánchez Vidal, «la alergia que le producía la rusticidad de Miguel, cuya insistencia podía resultar algo agobiante». (...)

Lo que se deduce tras la lectura de cualquiera de los números de El Gallo Crisis es que se trata de una publicación que, a pesar de sus pretensiones, no deja de ser una revista provinciana, de catolicismo doméstico y crepuscular, que distaba bastante del europeísmo de Cruz y Raya, y éste es un dato que dice mucho de su mentor Sijé, quien a fuerza de querer imitar a los grandes pensadores del momento –Zubiri, Ortega, Ors– sólo consigue un producto impopular cargado, como señala el profesor Cecilio Alonso, de «fascismo inconsciente», y que, a juicio del propio Bergamín, era una especie de «tumor que le ha salido a Cruz y Ra ya». (...)

Pablo Neruda había llegado a España en mayo de 1934 en calidad de diplomático, destinado al Consulado de su país en Barcelona. Fue entonces, a finales de julio de ese año, cuando se produjo el encuentro entre aquellos dos poetas de tanta energía creadora. Miguel no tenía más obra que ofrecerle que su ya lejano Perito en lunas y esa pieza dramática que acaba de ver la luz bajo el auspicio de Bergamín. Ni Hernández se hallaba aún en el radio de acción ideológico y poético del chileno, ni Neruda simpatizaba con los postulados conservadores y estéticos del oriolano. Sin embargo, desde el primer momento, se produjo una simpatía recíproca de tal intensidad que ya ninguna razón, salvo la muerte y la guerra, lograría separarles del todo. Y la primera prueba de esa fecunda relación fue la reacción de Pablo ante el auto sacramental de Miguel, que lejos de un rechazo categórico por sus connotaciones católicas y reaccionarias, arrancó el entusiasmo y el elogio del autor de Crepusculario ante su excepcional calidad. (...)
Por Bergamín sabía la perfecta conexión de Ignacio con el grupo poético del 27, en especial con Lorca y Alberti, ya que frecuentaba las tertulias literarias de la capital, como la de Cruz y Raya o las que se celebraban en casa de Carlos Morla Lynch. Y todas estas circunstancias son las que llevan a Hernández a escribir, con asombrosa rapidez, su elegía «Citación-fatal», adelantándose a todos los poetas del entorno –Federico compondría su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías dos meses más tarde–, con la presumible intención de ganarse la aprobación y el afecto de sus amigos de Madrid. (...)

Durante los meses de julio, agosto y septiembre de 1934, Miguel ha visto publicadas sus obras en una revista de amplia difusión, Cruz y Raya, y en otra de creación tan reciente como El Gallo Crisis de Ramón Sijé. Tanto en una como en otra, su teatro y su poesía se han puesto al servicio de un catolicismo militante que ha quedado sobradamente demostrado en los apartados anteriores. Algunos de los poemas que van nutriendo su libro El silbo vulnerado aparecen de modo simultáneo en las páginas de la revista oriolana, cumpliendo a la perfección la labor exhortativa y religiosa que le encomiendan sus más cercanos amigos. (...)

De lo que no cabe duda es de que Josefina encarna los principios que en aquellos momentos Miguel asume y defiende en su propia obra literaria, es decir, la concepción cristiana y pura de una mujer virtuosa, sencilla y religiosa que cumple con los elementales preceptos y que, además, ni se pinta ni hace ostentación de esa belleza adolescente que también ha cautivado a primera vista al poeta. (...)

En su cruce de misivas con José Bergamín, ha recibido un severo correctivo de su editor al manifestar éste que la revista de Sijé, El Gallo Crisis, no es precisamente de su gusto, ya que está llena de un catolicismo reaccionario y destructivo que poco tiene que ver con el que promulga Cruz y Raya. Son varios los toques que ha tenido que soportar al respecto, primero de María Zambrano, con esa sutileza suya de amiga verdadera, y después las palabras de Bergamín, claras pero hirientes. Miguel sigue, pese a todo, del lado de Sijé, a quien tanto debe y en quien tanto confía aún. (...)
Sijé tenía un concepto de sí mismo lo suficientemente alto como para no andar sometiéndose a las órdenes de cualquier prohombre, y la primera prueba de ello la encontramos en un artículo de La Verdad aparecido el 18 de diciembre de 1932, donde se atreve a decir que «Ernesto Giménez Caballero es un chulito, un mocito antieuropeo, un verbenero intelectual», vengándose, sin duda, de su apologética diatriba en la inauguración del monumento a Miró en la Glorieta de Orihuela. También mostraría su disconformidad con Caballero en la reseña crítica que hace de uno de sus libros en el artículo «La Novela del Belén». Pero es en el tiempo de El Gallo Crisis cuando arremete con fuerza contra estas posturas totalitarias al escribir en su primer número: «Fascismo, por consiguiente, partido, partido político y partido por el eje […]. El fascismo tiene la razón de la fuerza pero no la fuerza de la razón. Agota su propia capacidad creadora antes de llegar a la nación […]. ¡Falange!… bueno; falange, falangina y falangeta; un dedo. Para moldear el concepto de España se necesitan todas las manos del alma.» Finalmente, la misma idea de Dios como unidad y como principio la enfrenta al propio Hitler en el segundo número de su revista: «Alemania, locura y tristeza de Europa: nación sin nación: sin alma. Nación sin memoria de unidad: de Dios: sumergida en una penumbra de mitos.» Todas estas consideraciones no sirvieron para que la Falange de Orihuela dejara de considerar a Sijé uno de los suyos

El encuentro del que no nos cabe ninguna duda fue el acaecido el 6 de diciembre de 1934 entre Neruda, Lorca y Hernández. Miguel acude a la llamada del poeta chileno amparándose en la confianza que éste dejó depositada en él tras coincidir en la tertulia de Cruz y Raya. Neruda ofrece ese día una conferencia en la Universidad de Madrid, y Federico, viejo amigo del cónsul, hace de presentador del acto. Es la segunda vez que Miguel ve a ambos poetas y aprovecha la ocasión para entregar a Lorca un ejemplar de El torero más valiente con el ruego de que se ocupe de él y haga lo posible por conseguir su estreno. La reacción de los dos autores consagrados es bien distinta. Mientras Pablo Neruda le manifiesta abiertamente su alegría ante el feliz reencuentro y le presta atención e interés, Federico actúa con la fría cordialidad de quien trata de salir airoso del lance, de deshacerse con diplomacia de ese muchacho que le acosa desde hace casi dos años. El hecho es tan evidente, que el mismo Neruda capta la situación y se la hace saber a Hernández poco tiempo después para que no se forje falsas esperanzas con el poeta granadino. (...)
Morelli afirma por su parte que el mismo Aleixandre le habló «de Federico García Lorca y de su sentimiento de incomprensión hacia la persona de Hernández».[68] Pero quizá sea Juan Cano Ballesta quien se muestre más claro a este respecto cuando afirma que «los dos se movían en mundos muy diversos. El uno pobre provinciano y poeta incipiente, el otro en la cumbre de su prestigio intelectual y social. Éste refinado, culto, exquisito; aquél rústico, inocente, voraz lector, pero poco instruido».[69] Lo que resulta evidente es que Lorca nunca acudió a la llamada desesperada de Hernández.

Conviene tener presente que el proceso de transformación ideológica que está sufriendo Miguel conlleva al mismo tiempo un replanteamiento de su relación con Josefina Manresa. Lo que en ella veía como virtud, como cualidades necesarias –su religiosidad, su castidad y su puritanismo– se vuelven poco a poco contra él, que ha abierto los ojos a una realidad muy distinta que le lleva a reconocer el retroceso de esas costumbres de las que ha sido víctima y que ella, su novia, encarna todavía. Un simple examen de conciencia le hace comprender que lo único que le une a esa muchacha es la vieja inocencia de antes y algo tan anecdótico y pintoresco como su afición al cine y a las revistas ilustradas que airean la vida de sus ídolos de celuloide: «No creas que me he olvidado comprar Cinegramas; lo he comprado los dos domingos que falto de tu lado; por cierto, que el último lo he comprado con mi hermana y me lo cogió mi sobrina y me lo ha dejado señalado.»[29] Por lo demás, el poeta sabe que Josefina está muy lejos de su mundo, y que su capacidad y su voluntad para aceptarlo como es, para entender y compartir con él la aventura de la poesía es un reto imposible. (...)

En su última misiva, en la que parece dar por concluido ese noviazgo apenas consumado y esencialmente epistolar, Miguel se muestra contundente en sus afirmaciones y ataca con firmeza la falsa moral provinciana que ha provocado el desenlace entre ellos: 
Tú eres muy vergonzosa, no te gusta que te vean quererme y a mí se me importa un pito, por no decir otra palabra más expresiva que pito, casi igual, solo que en vez de t lleva j. ¿Si nos han hecho para eso, por qué vamos a ocultarnos cuando nos tenemos que hacer una caricia? La gente de los pueblos es tonta perdida, Josefina mía: por eso me gustaría tenerte aquí en Madrid, porque aquí no se esconde nadie para darse un beso, ni a nadie le escandaliza cuando ve a una pareja tumbada en el campo, uno encima de otro. Odio a esa gente idiota que se le pasa todo el día hablando de si ha visto a la vecina besándose con el novio. ¿Y sabes lo que es eso? Ganas de que la besen a ella también y que se las aguanta porque no puede tener un hombre que le ofrezca los labios. Tú fíjate en que casi todos los que hablan mal de esas cosas, tan naturales como mear, son solteronas o curas (...).

No hubo ya más cartas después de este escrito del 27 de julio de 1935. Atrás quedaban los poemas de amor inspirados en la joven costurera de pelo negro y ondulado; los de ese Silbo vulnerado sin publicar que tienen la honda marca de Josefina: «Primavera celosa», «Tus cartas son un vino», «Todo me sobra», y un largo conjunto de sonetos campesinos donde la voz del poeta es queja y pena siempre por ese exceso de puritanismo de la amada que le arranca un «ay» constante y que le impide realizarse como amado y como hombre: «Ni a sol ni a sombra vivo con sosiego, / que a sol y a sombra muero de baldío / con la sangre visual del labio mío / sin la tuya negándome su riego.» Miguel ha dejado bien saldada su cuenta al inmortalizar para siempre en sus poemas esa relación que no parecía tener futuro alguno. (...)

Y la conciencia de este hecho, con el color que esos poemas aportan a su futuro libro (anhelo insatisfecho, amor místico-religioso, barrera de moral provinciana) le llevará a la vuelta de unos meses, cuando realice la selección final, a publicar los diez sonetos que mejor resumen esa etapa vencida del poeta –«Me tiraste un limón, y tan amargo», «Tu corazón, una naranja helada», «Umbrío por la pena», «Después de haber cavado este barbecho», «Fuera menos penado si no fuera», «Tengo estos huesos hechos a las penas», «Te me mueres de casta y de sencilla», «Una querencia tengo por tu acento» y «Ya de su creación, tal vez, alhaja»–, únicas composiciones de El rayo que no cesa atribuibles a la inspiración de Josefina, la segunda de ellas publicada con el título de «Pastora de mis besos» en la revista Rumbos de Víctor González Gil el 15 de junio de 1935, poco antes de la anunciada ruptura. (...)

datos suficientemente contrastados nos obligan a pensar que la razón más poderosa que llevó a Miguel a desencadenar ese distanciamiento con Josefina tenía nombre y apellido: Maruja Mallo. Ella, y no otra, tuvo el privilegio de ser la primera mujer en recibir la descarga de ese ímpetu juvenil, de esa fiebre retenida en las entrañas del joven escritor. Y hay que entender que, fuera ya de lirismos, hay demasiadas evidencias flotando sobre ese mar de olvido y desmemoria como para obviar el naufragio que supuso la intensa y apasionada relación entre la pintora y el poeta. Sin embargo, ni el posterior silencio de ella, perfectamente razonable si aceptamos la exigua importancia que la artista debió de conceder a una experiencia más en su mapa de intercambios afectivos –«Yo he jodido tanto –afirmaba hace un tiempo la propia Maruja Mallo– y he conocido a tanta gente, que se me amontonan un poco en la memoria»[33] –, ni tampoco la caballerosa o humillada voluntad de Miguel hicieron nada por airear el idilio. (...)

Según señala Sánchez Vidal, testigos de aquella época sostienen que fue Maruja Mallo la primera mujer que cató el poeta, y lo cierto es que la experiencia vivida entre ambos llegó a ser vox populi en aquel Madrid de 1935, hasta el punto de quedar recogida en la memoria de testigos de excepción como Camilo José Cela, compañero de Miguel en las tertulias dominicales en casa de María Zambrano y amigo personal del escultor Cristino Mallo, hermano de la pintora. De esta singular historia, nos proporciona Cela en su libro Memorias, entendimientos y voluntades un valioso documento: 
«Con algunos amigos literarios me iba a bañar los domingos a La Poveda, en el río Henares, cuando venía el buen tiempo; salíamos de la estación del Niño Jesús y al pasar por los viñedos de Coslada nos bajábamos del tren, robábamos unos racimos de uva, corríamos un poco y volvíamos a bordo de un brinco y ayudados por los viajeros que iban en la última plataforma: al llegar a San Fernando el tren cambiaba de máquina, le ponían una más pequeña y que pesaba menos porque el puente no brindaba muchas garantías de seguridad. Miguel Hernández y Maruja Mallo tenían amores e iban a meterse mano y a hacer lo que podían debajo del puente, pero los poetas los breábamos con boñigas de vaca y entonces ellos tenían que irse a la otra orilla a terminar de amarse en la dehesa que allí había ya que, a lo que parece, los toros bravos eran más acogedores y menos agresivos que los poetas líricos.» (...)
No cabe duda de que los dos han sufrido, como señala María de Gracia Ifach, una atracción mutua: «Ella es pintora, ilustra la Revista de Occidente, ha pintado decoraciones del teatro de Rafael Alberti y presentado cuadros en una sala de París. Ha habido un recíproco deslumbramiento, él por encontrarla encantadora dentro de su arte y su simpatía, y ella por parecerle digno de enamoramiento el muchacho rústico que escribe buena, auténtica, poesía.»

No hay más intención en todo este cúmulo de citas y afirmaciones que conducir al lector hacia las consecuencias que la relación entre Miguel y Maruja Mallo[39] alcanzaron en su obra poética. Y para ello se debe partir de dos hechos que nos resultan bastante sólidos: que los versos de Hernández, lejos de cualquier voluntad de ficción y de fábula, son el resultado de la recreación poética de una experiencia vivida y real; y que la experiencia concreta que compartió con la pintora gallega fue una verdadera aventura de riesgo en la que tuvo cabida no sólo su iniciación sexual y el conocimiento práctico de un erotismo de alto voltaje, sino también la cara amarga del engaño amoroso que le administra al mismo tiempo una amada autosuficiente y libre que puede prescindir de sus favores una vez cumplida y agotada la conquista. Que a nadie extrañe, pues, que el mismo Miguel llegara a calificar dicha relación de «experiencia muy grande», sabiendo perfectamente a lo que se refería al emplear ese adverbio y ese adjetivo. Pero para entender mejor este último punto, debemos regresar al perfil psicológico de una mujer altamente admirable y admirada que tropieza de pronto con la candidez y la inexperiencia de un muchacho que no ha conocido más hembra desnuda –discúlpesenos la aclaración– que las cabras de su establo. Maruja Mallo es una criatura independiente, desinhibida e iconoclasta que no se presta a convencionalismos ni a atavismos morales. (...)

Su bagaje humano, sexual, como se ha podido leer en sus propias declaraciones, no debía de ser precisamente corto y, a tenor de diversos testimonios, parece lícito citar entre sus amantes al escultor Emilio Aladrén, «festejante suyo hasta que Lorca se lo quitó con sus elogios»[40] , y principalmente a Rafael Alberti[41] , con quien mantuvo un torturante noviazgo de cinco años (1925-1930), sólo interrumpido por la aparición de María Teresa León en la vida del poeta. Si nos ajustamos a la opinión de algunos estudiosos de Alberti que atribuye la crisis y el estado depresivo que el poeta gaditano sufrió en 1928 a su primera ruptura sentimental con Maruja Mallo[42] , estaremos hablando de una experiencia muy semejante a la vivida por Miguel siete años después. Alberti, consciente de lo importante que fue para él, en todos los sentidos, su relación con la muchacha, desterró deliberadamente el nombre de Maruja Mallo de todas las páginas de La arboleda perdida, su libro de memorias. Sin embargo, no ocultó en uno de sus capítulos los efectos causados por la primera y traumática separación de la pintora: «¿Qué espadazo de sombra me separó casi insensiblemente de la luz, de la forma marmórea de mis poemas inmediatos, del canto aún no lejano de las fuentes populares […] para arrojarme a aquel pozo de tinieblas, aquel agujero de oscuridad, en el que bracearía casi en estado agónico…? Yo no podía dormir, me dolían las raíces del pelo y de las uñas, derramándome en bilis amarilla, mordiendo de punzantes dolores la almohada. ¡Cuántas cosas reales, en claroscuro, como un rayo crujiente, en aquel hondo precipicio! El amor imposible, el golpeado y traicionado en las mejores horas de entrega y confianza; los celos más rabiosos, capaces de tramar en el desvelo de la noche el frío crimen calculado…»[43] Nos parece suficientemente revelador el testimonio del autor de Marinero en tierra, pero nos estremece al mismo tiempo el empleo de expresiones como «punzantes dolores» o «rayo crujiente» para manifestar la desesperación que le asiste. No obstante, y llegados a este punto, lo que nos interesa analizar ahora, en atención a sus consecuencias, es la actitud inicial de Miguel y su reacción posterior, cuando descubra y asuma que ese idilio carnal, ciego y desbocado se reduce para la amada a una simple aventura sin voluntad de continuidad, sin expectativa de futuro. (...)
vendría a significar que Maruja Mallo, la excéntrica pintora de aquel Madrid de irrepetible efervescencia cultural, fue, en gran o total medida, la razón y la causa de, al menos, dos de los libros más significados de la poesía española del siglo XX (ambos producto de una crisis sentimental): Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, y El rayo que no cesa, de Miguel Hernández.

En cualquiera de las composiciones inspiradas por Josefina es perfectamente distinguible el sujeto al que van destinadas: la amada es siempre símbolo y prueba de castidad, ingenuidad, sencillez, pero también la encarnación de un ser capaz de convertir el natural instinto masculino en razón de pecado y lujuria. Sólo la humilde costurera será capaz de elevar a la categoría de drama el infructuoso intento de Miguel por besarla inocentemente en la mejilla. Así lo manifiesta el soneto «Te me mueres de casta y de sencilla»: «Y sin dormir estás, celosamente, / vigilando mi boca ¡con qué cuido! / para que no se vicie y se desmande.» Ante el cerrado puritanismo de Josefina, el beso toma la forma de gesto «delincuente». Y el deseo erótico vuelve a estrellarse contra la barrera que impide su realización. El amor del joven, su ansiosa calentura, se convierte ante ella en prueba de voraz malicia, y acaba inhibiéndose, apagando su fiebre, ante el rechazo intransigente de la amada que retrata en el poema «Me tiraste un limón, y tan amargo»: «Se me durmió la sangre en la camisa, / y se volvió el poroso y áureo pecho / en picuda y deslumbrante pena.» Queda claro que, a los ojos de Josefina, aceptar el beso de Miguel hubiera significado una enorme y verdadera deshonra. Así lo reconocía la propia muchacha en una carta dirigida al hispanista Dario Puccini en 1971. Sin el menor titubeo, y pese a los treinta y siete años transcurridos, Josefina Manresa escribía: «Para mí un beso del novio era perder el honor y en esa actitud siempre fui dura, además que yo lo quería demasiado y procuré tenerlo siempre con la misma ilusión, para nuestra felicidad». (...)

Serán, pues, diez los sonetos inspirados en Josefina que pasarán la criba para ocupar un lugar en El rayo que no cesa, la obra que consagraría a Hernández algunos meses después. Por el contrario, la destinataria de las nuevas composiciones que Miguel escribió entre mayo y septiembre de 1935 no parece ser otra que Maruja Mallo. Sobre este punto es de cita obligada la conversación que Gabriele Morelli mantuvo en 1964, en plena realización de su tesis doctoral sobre el poeta, con la viuda del autor oriolano. En ese primer encuentro, Morelli comenzó preguntando a Josefina «por los poemas del libro El rayo que no cesa que Hernández le había dedicado, aunque el propio Aleixandre –confiesa el hispanista italiano– me había señalado que Josefina no era la musa inspiradora de todos los textos. Tampoco yo en aquella época conocía las relaciones verdaderas o supuestas que Miguel tuvo antes con María Cegarra y luego, con más intensidad y pasión, con la pintora Maruja Mallo. A través de ella sintió la experiencia plástica de la Escuela de Vallecas, que la crítica ha conocido en época posterior. Pero Josefina silenció en parte mi pregunta, reconociendo que sólo algunos de estos poemas estaban dedicados a ella». (...)



Por esas fechas ya tiene compuestos varios sonetos dedicados a la muchacha de La Unión, perfectamente diferenciados del resto de composiciones inspiradas en Josefina o en Maruja Mallo por el tono que en ellos emplea, por el componente platónico o el aire sereno que tanto se adecua al sentimiento que la muchacha le provoca y que poco o nada tiene que ver con el lamento pastoril o con el trágico sino del toro. (...)

un libro como El rayo que no cesa, cuya lectura última nos invita a hablar del canon literario que sujeta el conjunto, de intertextualidades áureas y contemporáneas, de las lecturas petrarquizantes del Siglo de Oro que alimentaron a Miguel o de esos referentes estéticos de obligada mención que orean el libro con aires y con ecos de Garcilaso, Góngora, San Juan de la Cruz, Quevedo, Rosalía de Castro, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Aleixandre, Neruda, Alberto Sánchez… La tentación, en efecto, es mucha, casi tanta como la de resolver este capítulo con la sencilla y académica afirmación de que, más allá o más acá del dato biográfico que pudo dar lugar a cada soneto de amor, la identidad de la amada es irrelevante. «Cuando un poeta canta al amor –sostiene Carmen Alemany, una de las mayores especialistas en la obra hernandiana– se acoge en gran medida a los referentes que tiene a su alcance; pero cierto es también que la larga tradición literaria sobre el tema incide y se filtra de forma consciente o inconsciente en la creación poética. Como no podía ser de otro modo, así le ocurrió a Miguel Hernández, lector desde su juventud de poetas que cantaron al amor».[89] La profesora Alemany subraya, sin que le falte razón, que, al margen de las tres amadas que pudieron inspirar El rayo que no cesa, el poeta de Orihuela expresó su «mal de amores» con los códigos amorosos de siempre, esto es, sirviéndose de modelos de mujer moldeados o no por el canon literario. (...)
osefina Manresa, está presente en los sonetos de El silbo vulnerado, y de ellos salva diez que conservan los vestigios de un amor aldeano, de viejos planteamientos religiosos y de una moral provinciana y estrecha sobre la que se estrellaba el deseo del poeta-pastor. Hablamos de los sonetos 4, 5, 6, 7, 9, 10, 11, 12, 18 y 19 de El rayo: «Me tiraste un limón, y tan amargo», «Tu corazón, una naranja helada», «Umbrío por la pena, casi bruno», «Después de haber cavado este barbecho», «Fuera menos penado si no fuera», «Tengo estos huesos hechos a las penas», «Te me mueres de casta y de sencilla», «Una querencia tengo por tu acento», «Ya de su creación, tal vez, alhaja» y «Yo sé que ver y oír a un triste enfada». (...)

Son trece los poemas inspirados en Mallo que podemos situar en la órbita de esa tendencia renovada y trágica que vertebra El rayo que no cesa (...) Se trata de los poemas 1, 2, 3, 8, 14, 15, 16, 17, 20, 23, 26, 27 y 28: «Un carnívoro cuchillo», «¿No cesará este rayo que me habita?», «Guiando un tribunal de tiburones», «Por tu pie, la blancura más bailable», «Silencio de metal triste y sonoro», «Me llamo barro, aunque Miguel me llame», «Si la sangre también, como el cabello», «El toro sabe al fin de la corrida», «No me conformo, no: me desespero», «Como el toro he nacido para el luto», «Por una senda van los hortelanos»[105] , «Lluviosos ojos que lluviosamente» y «La muerte, toda llena de agujeros». (...)

Contando con el apoyo de los datos expuestos, podríamos atribuir a María Cegarra los sonetos 13, 21, 24, 25 y 30 (Soneto final): «Mi corazón no puede con la carga», «¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria…?», «Fatiga tanto andar sobre la arena», «Al derramar tu voz su mansedumbre» y «Por desplumar arcángeles glaciales». (...)

En consecuencia, defendemos la hipótesis de que el libro contiene 10 composiciones inspiradas en Josefina Manresa, 14 en Maruja Mallo y 5 en María Cegarra, última en incorporarse al periplo amoroso del poeta, esto es, cuando El rayo que no cesa estaba en una fase muy avanzada de escritura.






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