(...) De repente me di cuenta de que, después de todo, hacer amigos y ser feliz no tenía tanto misterio. Pero los primeros años, los anteriores, son los más difíciles. Es cuando muchos chicos caen en un pozo profundo y oscuro, porque la vida parece muy difícil y decepcionante y, por tanto, muchas veces necesitas un culpable. Si alguien me hubiera dicho, cuando estaba en mi momento más bajo: “Te sientes fatal, solo y torpe porque la cultura woke hace que te avergüences de ti mismo”, o “Todo esto te pasa porque las mujeres son horribles, odian a los hombres y han destruido el concepto de masculinidad”... No sé, seguro que me habría gustado que me hubiesen dado una respuesta así de simple. Por suerte, estaba demasiado colocado para radicalizarme. (...)
Why Does Patriarchy Persist? [¿Por qué persiste el patriarcado?], de Carol Gilligan y Naomi Snider.
el libro de Gilligan y Snider esbozaba, en las primeras diez páginas, lo que les ocurre a los chicos cuando empiezan a socializar en el mundo real y a entender lo que significa nuestra idea de «masculinidad»: «La masculinidad... es una pseudoindependencia [que consiste en aparentar ser “masculino”] ocultando deseos y sensibilidades relacionales», resumen. Los chicos a los que se coloca en un entorno «masculino» –por ejemplo, en una escuela con otros cientos de chicos, muchos de ellos mayores– aprenden rápidamente que deben ocultar «su ternura, su empatía, su vulnerabilidad», ya que estas no recibirán una respuesta positiva. O no recibirán respuesta alguna. Nada de dar abrazos ni de llorar ni de tener miedo. A continuación los chicos siguen un patrón bastante común: están tan aislados de las emociones que les cuesta saber quiénes son y se les juntan la ansiedad, la ira y la depresión; es una fase de profunda confusión que suelen resolver cuando encuentran nuevos amigos, se cabrean un poco y, finalmente, emprenden el verdadero trabajo de la adolescencia: averiguar en qué tipo de hombre quieren convertirse y qué los hará felices. Y es esta última parte la que me lleva a mi pregunta final, a saber: ¿alguna vez, en algún momento, te dieron algún consejo sobre cómo ser niño o cómo ser hombre? ¿Sobre cómo encontrar la felicidad? (...)
A las mujeres, les digo a todos, las bombardean constantemente con consejos desde el primer día. Las chicas reciben consejos de familiares, consultorios, revistas, libros de autoayuda, un sinfín de películas, programas de televisión y libros sobre chicas adolescentes. ¿Los chicos no tienen nada de eso
–¡Qué va! –salta James.
–¿Ni siquiera leías ningún consultorio? –pregunto asombrada.
–Bueno, alguna vez, el del teletexto. Pero básicamente por voyerismo, no en busca de consejo. Solo por las risas. Stephen: A mí, el único consejo que me dieron fue el clásico de la costa oeste de Escocia: «Nunca pegues a una mujer ni cruces un piquete». Lo he seguido a rajatabla. –A lo mejor no eran consejos «directos», pero ¿y en el arte, por ejemplo? –pregunto–. ¿Qué películas veíais, qué libros leíais que trataran sobre adolescentes? «Cómics.» «Cómics.» «Películas de superhéroes.» «Cosas de superhéroes.» «Sobre todo, ciencia ficción y cómics. (...)
¿Así que los adolescentes de las películas que veíais y los libros que leíais en los que aparecían adolescentes nunca eran adolescentes normales de un mundo normal? ¿Eran personas con superpoderes y oscuros secretos, envueltos en batallas a vida o muerte? «Sí.» «Sí.» «Sí.» (...)
Es el principal problema de los hombres y los niños blancos heterosexuales. Como en nuestra cultura se los considera el «ser humano por defecto», lo «normal» frente a lo que se define la «otredad» de las mujeres, las personas de color y la comunidad queer, parece que los detalles reales de su vida se hubieran vuelto transparentes. Invisibles. No poder llorar ni admitir la propia vulnerabilidad; la ira burbujeante; la aceptación de la violencia; el recuerdo de pegar a los amigos; el valor de la imprudencia; la necesidad de alcohol y drogas; la falta total de consejo o guía... (...)
Entre los hombres parecía existir un estoicismo y una aceptación que para mí eran desgarradores. Ellos asumían que no había nada excepcional, cuestionable ni variable en los elementos fundamentales de ser un chico. Que al fin y al cabo todo iba bien. Que era aburrido hablar de ello. Y que, por lo tanto, no había que hablar de ello. Y, sin embargo, ahora muchas madres de chicos, y los propios chicos, no paraban de preguntar: «¿Y los hombres qué?». Se suponía que todos los padres habían experimentado los mismos problemas. Y, sin embargo, los padres no hablaban de eso entre ellos ni con sus hijos. (...)
Mientras guardaba las transcripciones de las entrevistas en una gran carpeta nueva con el título «HOMBRES», pensé: a lo mejor, la razón por la que se sigue preguntando a las mujeres «¿Y los hombres qué?» es que, tradicionalmente, somos el género que... conoce bien esos temas. Puede que a los hombres se les dé bien hacer planes –para, por ejemplo, destruir una Estrella de la Muerte–, pero a las mujeres se les da bien hablar de sentimientos y emociones. De lo que les pasa a las personas. ¿Es la actual crisis de la masculinidad joven el mayor caso de «eso será mejor que se lo preguntes a tu madre»? (...)
El primer problema, y por lo visto el más fundamental, era la forma en que los hombres hablan entre ellos. O cómo se les enseña a hablar entre ellos. O que no se les enseña. El primer problema era el diálogo. (...)
Dato rápido sobre las mujeres: el noventa por ciento de las mujeres que han tenido hijos en los últimos veinte años empiezan a describir sus partos a los siete minutos o menos de conocer a otra mujer. Si alguna vez entras en un ascensor en el que ya hay dos mujeres y oyes que una de ellas dice «... un cubo lleno de entrañas. Fue la peor Nochevieja de mi vida», es de eso de lo que estaban hablando. Cuando esas dos mujeres llegaran a Euston, seguramente serían capaces de escribir una redacción de cinco mil palabras sobre la vida de la otra. (...)
Resulta que el sistema escolar obliga a los niños a empezar a escribir antes de estar físicamente capacitados para hacerlo, y eso es una mala noticia en dos aspectos. El primero es que aprender a escribir pone en marcha un fuerte desarrollo neuronal, pues a partir de ese momento somos capaces de ordenar los pensamientos, razonar, desarrollar una idea y describir las propias emociones. Mientras las niñas aprenden a hacer todo eso rápidamente, los niños todavía se esfuerzan físicamente para manejar el lápiz, por lo que no llegan a disfrutar de ese repentino impulso de conexión sináptica, ya que están agobiados por un mundo físico de calambres en las manos, lápices rotos y frustración. (...)
segundo es que, de forma obvia y desgarradora, todos los días se hace sentir a los niños que la escritura y, por extensión, el pensamiento y el lenguaje son cosas para las que son... un poco inútiles. Son cosas en las que fracasarán. Todos los días van a la escuela sabiendo que, por mucho que se esfuercen, su trabajo les hará parecer desordenados, incapaces y, para ser francos, más tontos que las niñas. (...)
Las consecuencias de hacer que los niños sientan que la escritura «no es para ellos» no acaban aquí. Existe un vínculo evidente entre la escritura y la lectura, y todas las estadísticas muestran que los niños, pobres desgraciados, constantemente obtienen peores resultados en lectura que las niñas. Los chicos tienen un veinte por ciento menos de probabilidades de leer por placer que las chicas, y cuando leen por placer, sus gustos tienen dos rasgos destacados: prefieren las novelas gráficas, con mucho menos texto que los libros que leen las chicas, y prefieren los libros escritos por autores masculinos. (...)
Mientras las chicas descubren las detalladas implicaciones sociales de que Jo March solo tenga un guante limpio para ir a un baile, o de que se burlen de Ana de las Tejas Verdes por ser pelirroja, es muy probable que los chicos estén leyendo cosas impactantes sobre invasiones alienígenas, soldados, espías, misiones y superhéroes; y probablemente los personajes estén dejando de lado la verbalización de complejos y delicados dilemas interiores en favor de la explicación de un atraco, o una redada, o los detalles técnicos de cómo funciona el hipermotor de una nave espacial. Y, por supuesto, de la guasa. (...)
En realidad, para las mujeres fue facilísimo inventar el feminismo: nosotras nos pasamos la vida compartiendo experiencias horribles, admitiendo que no sabemos cómo cambiar las cosas y haciendo preguntas interminables a quienes sí saben, hasta que consideramos que tenemos la respuesta. Si hay algo para lo que el estilo de conversación femenino es absolutamente perfecto, es para hablar de por qué ser mujer es una mierda, y para trabajar juntas para que deje de serlo. (...)
En el mundo de los chicos, todavía no se ha inventado lo de alabar a tus amigos por exponer sus vulnerabilidades físicas. ¿Por qué? Permíteme presentarte la Regla de Moran Número Uno, formulada tras décadas de minuciosa observación de los hombres. El cincuenta por ciento de los problemas de los varones jóvenes se deben al temor a que los llamen «afeminados», «blandos» o, básicamente, «gais». Aunque, generación tras generación, las encuestas de opinión muestran que la homofobia está en un declive pronunciado y continuo, sigue siendo impensable que un chico delgaducho de catorce años se instagramee en bañador mirando lánguidamente a la cámara, como las chicas de catorce años parecen obligadas a hacer por contrato cada diez minutos, con el único objetivo de recibir cientos de respuestas positivas de sus amigas. ¿Y por qué? Bueno, creo que todos sabemos qué clase de comentarios aparecerían debajo de la foto del chico. (...)
Los niños y los hombres lo tienen más difícil, porque mientras que las mujeres siempre pueden dirigir sus quejas al patriarcado («¡Son diseñadores masculinos que hacen ropa para niñas anoréxicas!», «¡Todos los directores de casting son unos pervertidos!»), los varones no pueden culpar al patriarcado de nada.” (...)
Son solo unos cuantos viejos cabrones quienes se inventan esas reglas. A los demás, hombres y mujeres, simplemente se los obliga a seguirlas. Una de las cosas que nunca me canso de explicar es la Regla de Moran Número Dos: El patriarcado es una putada tanto para los hombres como para las mujeres. A los hombres se les dice cómo es y cómo actúa un «hombre de verdad», y a las mujeres se les dice cómo es y cómo actúa una «mujer de verdad». Y eso nos hace infelices a todos. (...)
Una vez que comprendes que el patriarcado es un sistema de creencias en el que todos tenemos que vivir, puedes seguir jugando según las reglas o empezar a cuestionarlo y luchar contra él. Las mujeres, en particular, lo han hecho; en eso consiste el feminismo. Los hombres, hasta ahora, no. ¿Quizá sea más difícil para los hombres rebelarse contra otros hombres, contra sus figuras paternas? Sin embargo, el noventa por ciento de las películas tratan sobre hombres que se rebelan contra su padre: Luke Skywalker luchando contra Darth Vader es, posiblemente, el momento más emblemático de la cultura pop de los cincuenta últimos años. Darth Vader representa el patriarcado a la perfección, y Luke decide no seguirle el juego. Así que el patrón está ahí. Si ha de haber algún tipo de feminismo para los hombres, quizá tenga que empezar con un abuelo como Ben Kenobi que anime a los hombres más jóvenes a rebelarse contra los estereotipos de género. Después de todo, Ben Kenobi llevaba un vestido. Como dice bell hooks: «Los hombres no pueden amarse a sí mismos en la cultura patriarcal si su propia autodefinición depende de la sumisión a las reglas patriarcales». (...)
mi preocupación cuando observo todos esos vaqueros ajustados a mi alrededor va en aumento, porque he pasado la última semana leyendo informes sobre el creciente descontento que sienten los chicos con su cuerpo. Casi la mitad de los varones menores de cuarenta años afirmaban que su mala imagen corporal afectaba a su salud mental. Solo el 26 % de ellos estaban «contentos» con su aspecto. Uno de cada diez declaraba estar tan deprimido por su cuerpo que había tenido pensamientos suicidas. Era la tercera causa de preocupación entre los menores de veinticinco años, solo por detrás de la falta de oportunidades laborales y el fracaso escolar. También había leído informes sobre la «vigorexia», un trastorno de ridículo nombre que padece uno de cada diez varones que van al gimnasio; los afectados se miran en el espejo y, sea cual sea su aspecto, creen que no son lo suficientemente corpulentos o musculosos. (...)
El traje es una de las mejores soluciones tecnológicas inventadas por los hombres para ellos mismos, junto con las pistolas y las vaginas robóticas vibradoras. (...)
la camiseta es el único ámbito en el que los hombres pueden ser creativos. Sobre todo a medida que envejecen. A los cuarenta años, tu colección de camisetas es para ti lo mismo que el armario de tu mujer, cuidadosamente combinado con Chanel de segunda mano, vaqueros de marca y zapatos de Zara. Camisetas de grupos, camisetas con eslóganes, camisetas de colores, camisetas con palabrotas, camisetas que solo se pueden comprar en las últimas páginas de Viz, como «Inspector de tetas» o «Cargando pedos - Espere, por favor»: la camiseta es el único ámbito en el que los hombres que, de otro modo, habrían renunciado a la moda o nunca se habrían interesado por ella pueden expresarse. Ya sea la camiseta de un grupo tan antiguo que atestigüe, sin lugar a dudas, que te gustaban los Pixies antes de que empezaran a aparecer en los anuncios de telefonía móvil, o una camiseta nueva que muestre, por ejemplo, a The Velvet Underground dibujados como personajes de Scooby Doo, lo que da una idea de que te interesa la cultura popular y que tienes entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años, en el caso de los hombres la camiseta funciona a la vez como cubrepezones y como perfil de Tinder. (...)
me gustaría explicarte por qué tu mujer sigue insistiendo en algo que en realidad no le concierne en absoluto. Y es porque sí le concierne. O, al menos, la han educado para que piense que es así. Cuando «tu» hombre aparece en público con algo tan parecido al «chaleco de Shrek», está lanzando un mensaje a todas las demás mujeres del gimnasio: «A ese hombre no lo cuida su mujer. Lo tiene abandonado». Por lo tanto, si estás soltera y en busca de pareja, es evidente que a ese tipo le faltan seis meses para divorciarse. Si te lo quieres pedir junto al soporte de las mancuernas, ¡adelante! No importa que eso no sea lo que está pasando en tu matrimonio: para las mujeres, tu horrible camiseta afirma que sí lo es. Las mujeres siempre están atentas a lo que significa la ropa. (...)
Parece ser que los hombres heterosexuales necesitan un par de días libres para escapar de su aburrido, normal y restrictivo vestuario. Solo pueden tolerar estar confinados en trajes, pantalones de chándal y camisetas si, un par de veces al año, se les permite ponerse pantalones de campana de color rosa y botas doradas con tacón apilado para ir a una fiesta temática de «Los últimos días de la música disco», y vestirse como..., bueno, como Harry Styles o Prince cuando sacan la basura. Curiosamente, la directriz «los hombres heterosexuales solo pueden saltarse las reglas de la moda cuando están en un grupo de iguales, tres veces al año como máximo» parece estar fuertemente dictada por la edad y la ubicación. Los chicos de la Generación Z y la Generación A (y los que viven en grandes ciudades) parecen cada vez más dispuestos a llevar un pendiente de perla, los pantalones de su novia, una blusa o un abrigo de piel falsa. (...)
Poco a poco, los chicos jóvenes empiezan a ponerse lo que les apetece, ya sea de la sección de «mujer» o de la de «hombre» de una tienda de ropa vintage. Sin embargo, cuando preguntaba a los hombres mayores si alguna vez les habría gustado probar algo nuevo (ponerse un caftán en un caluroso día de verano, por ejemplo, o unas preciosas botas espaciales plateadas en la nieve) se quedaban como diez minutos diciendo «hmm», y «esto...», y al final confesaban que esa idea les daba miedo. Temen hacer el ridículo. Temen diferenciarse de los demás hombres o que alguien piense que están a punto de sufrir una crisis nerviosa. (...)
Es extraño que los hombres, pese a ser física y socialmente dominantes, puedan tener «miedo» de probar algo nuevo y que les da tanta alegría. Como te confirmará cualquier mujer, nosotras tenemos que evaluar cuidadosamente todos y cada uno de nuestros atuendos, por si atraen el tipo de atención no deseada que se manifiesta en un «¡Eh! ¡Vaya par de melones! ¡Siéntate en mi cara!» desde una furgoneta que pasa; y luego, quizá, tener que huir de un hombre horrible con unos zapatos de tacón de aguja que no paran de torcerse. En cambio, los hombres pueden llevar atuendos llamativos sin arriesgarse más que a las burlas de sus compañeros (la mitad de los cuales, aunque no lo digan, quizá estén pensando: «Esa blusa de bucanero sin hombros realzaría mi nuevo tatuaje pectoral de Los Goonies»). Hombres, gozáis de una libertad que ni siquiera sabéis que no estáis aprovechando. Si lleváis unos vaqueros negros y ajustados que os hacen daño porque «es lo que lleva todo el mundo», aunque cuando os miráis en el espejo os hacen sentir infelices y aunque os destrocen los testículos, recordad lo felices que erais cuando ibais vestidos de panda y mirabais una partida de dardos. Y no olvidéis que ninguna prenda debe aplastaros los testículos. Proteger los testículos es lo mínimo. Y hablando de genitales... (...)
La primera vez que toqué un pene fue en la Nochevieja de 1992. A las 23:55, me di cuenta de que el chico con el que me estaba morreando junto a la máquina de tabaco de la discoteca Silver Web de Wolverhampton tenía una erección. De repente comprendí, emocionada, que si metía la mano en su pantalón y empezaba a masturbarlo a toda prisa, podría escribir «Primera paja» en mi diario, dentro del apartado «Logros de 1992». Solo faltaban cinco minutos para que acabara el año y aquella era una entrada importante que marcar. Seré sincera: no fue uno de los mejores encuentros sexuales de la historia. Por desgracia, Jeremy (así se llamaba el chico) era fan de The Jam, lo que significaba que llevaba unos vaqueros muy ajustados, así que allí dentro no había mucho margen de maniobra. En ese sentido, Paul Weller les ha hecho un flaco favor sexual a muchos jóvenes. (...)
Rara vez decía lo que me gustaba a mí, por no decir nunca. En parte porque no lo sabía (no había probado tantas cosas). Y en parte por si... eran cosas que no molaban. Demasiado fuertes. Demasiado oscuras. O demasiado exigentes. O simplemente (la mayoría de las veces) demasiado aburridas y normales. Ninguna chica quiere labrarse fama de ser «sexualmente aburrida». Los varones también hacen eso, por supuesto. Al principio de nuestras aventuras sexuales, nadie sabe realmente lo que le gusta: tenemos fantasías y preferencias, pero es necesario hacerlas realidad para descubrir si son tan buenas en la vida real como lo eran en nuestra cabeza. Hay cosas que funcionan mejor cuando se quedan en la cabeza. Otras son un éxito total. (...)
Algunas funcionan con ciertos amantes, pero no con otros. Algunas te dan demasiada vergüenza, o son demasiado fuertes, para admitirlas. Hasta que encuentras a alguien a quien le gusta lo mismo. Todo es un experimento. Pero lo que quiero decir es que las chicas jóvenes, solteras y cachondas –esas a las que supuestamente estás buscando cuando eres un hombre joven, soltero y cachondonunca van a ser sinceras contigo respecto a lo que piensan del sexo, por la sencilla razón de que quieren acostarse contigo. Y por eso no quieren parecer raras, asustarte ni ponerte tan triste que tu erección se vaya al traste. Te dirán lo que creen que quieres oír. Repetirán las frases que les han oído decir a innumerables tías guais –en Love Island, en la discoteca, en las películas–. Cuando tengan delante a un comprador calenturiento, dirán una verdad calenturienta. (...)
A las mujeres les gustan un montón de guarradas que nunca verás en PornHub. Las mujeres son unos bichos raros. Ni siquiera hay nombre para muchas de las cosas que les gustan, son solo sueños personales y extraños de su imaginación que casi nunca le confiesan a nadie. Además, admitamos un hecho: las mujeres podemos follar toda la noche. Después del orgasmo, no necesitamos esperar a que nuestros genitales se regeneren, como un Doctor Who con pene. Podemos corrernos, volver a corrernos y volver a corrernos. Somos máquinas de clímax implacables. El récord mundial femenino de «mayor número de orgasmos en una hora» es ciento treinta y cuatro. ¡Ciento treinta y cuatro! ¿Y el de los hombres? Dieciséis. Y creo que a todos nos ha sorprendido ese dieciséis. Supongo que ese tío había tomado Viagra por un tubo. Mira, que le den. Así pues, las mujeres son sexualmente más omnívoras que los hombres y físicamente más capaces de mantener relaciones sexuales. ¿Por qué, entonces, a pesar de los avances –de la exaltación de la sexualidad femenina, de las ladettes y de los esfuerzos por desterrar el concepto de «putificación»–, sigue existiendo la percepción de que es a los hombres a los que les va el sexo? (...)
He aquí la gran estadística determinante de la vida de toda mujer: en el Reino Unido, una de cada cuatro mujeres será violada o agredida sexualmente (en Estados Unidos, una de cada cinco), y el 90 % de esas agresiones serán cometidas por un hombre al que ella conoce. Un amigo, un tipo con el que ha tenido una cita, un compañero de trabajo, alguien a quien ha conocido en una fiesta. Por regla general, tu violador no te está esperando al final de un callejón oscuro a las dos de la madrugada. Es muy probable que tengas su número en tu teléfono. Quizá (y esto es lo que me parte el corazón) en algún momento incluso te gustó. Hasta que te agredió. Si solo pudiera transmitiros a los hombres una cosa, ¡solo una!, por encima de todo lo demás; si no sacáis nada más de este libro, os ruego que sea esto: que penséis un minuto en esas estadísticas, y que luego os deis cuenta de la verdad fundamental sobre las mujeres: tenemos miedo. (...)
Lo más duro de ser una mujer heterosexual es que lo que, muy a menudo, más nos gusta (que seáis más grandes que nosotras; vuestras manos bonitas y fuertes; la solidez de vuestros brazos; el peso de vuestro cuerpo encima de nosotras; vuestra polla; el hecho de que os guste tanto follarnos) también es lo que más miedo nos da. Estamos aterrorizadas. Como dice Louise Perry en su reciente libro Contra la revolución sexual: «La parte superior del cuerpo de una mujer adulta es aproximadamente la mitad de fuerte que la de un hombre adulto, y la parte inferior, dos terceras partes. En resumen, prácticamente cualquier hombre puede matar a prácticamente cualquier mujer con sus propias manos, pero no a la inversa». O, como decía un famoso número cómico: «El valor que necesita una mujer para decir que sí (a una cita) es inimaginable. ¿Cómo es posible que las mujeres sigan saliendo con hombres, teniendo en cuenta que los hombres son la mayor amenaza para ellas? Global e históricamente, somos la primera causa de lesiones y caos para las mujeres. Somos lo peor que les puede pasar. Hombres, ¿sabéis cuál es nuestra principal amenaza? Las enfermedades del corazón. Si eres un hombre, imagina por un momento que pudieras salir con un monstruo gigantesco mitad oso, mitad león. “¡Bueno, espero que este sea buena gente! Espero que no haga lo que, según las estadísticas, es muy probable que haga”». (...)
¡La mayoría de los hombres no son violadores, por supuesto! La mayoría de los hombres solo están cohibidos, o cachondos, o enamorados. El problema es que no hay forma de saber cuáles son los buenos y cuáles los malos. Ninguna. Cuál va a ser tu futuro marido y cuál va a acabar sentado en el banquillo el día de tu juicio. En el bar, en el banquete de bodas, en la discoteca, en las copas de después del trabajo: no podemos (...).
¿Y LOS HOMBRES QUÉ?
CAITLIN MORAN
(traducida por Gemma Rovira).
ANAGRAMA, 2025.