martes, 14 de noviembre de 2023

"HOMO VIATOR": Caminante no hay camino.

 

El "homo viator" es un tópico literario (es decir, una forma de enteder la vida muy habitual en la literatura) que muestra la existencia humana como un camino que el hombre debe recorrer.

Por lo tanto, entrarían dentro de este tópico todos los poemas en que el camino es un símbolo de vida, tanto en general como desarrollando cada una de sus partes. 

Quizá el ejemplo más claro, de nuevo, al igual que sucede con el tópico del "ubi sunt?" o del "vita flumen", lo podamos encontrar en Coplas a la muerte de mi padre, el inmortal poemario de Jorge Manrique. 


El homo viator ("hombre viajero", "hombre de paso por la tierra" o "peregrino", en latín) es un antiguo tópico literario, ya presente en la literatura pagana y cristiana, que contemplaba la vida desde el nacimiento hasta la muerte como un peligroso y accidentado viaje de aprendizaje que terminaba en la madurez.

Recordemos que, normalmente, las historias épicas narran las aventuras de un héroe a lo largo de un viaje iniciático que le sirve para mejorar como héroe y como persona. Es decir, el camino es un aprendizaje.

Como ya explicamos, los héroes épicos son el modelo a seguir por las distintas sociedades, es decir que millones de lectores (u oyentes) se van a sentir identificados con ese héroe y, por tanto, con ese viaje iniciático. Por tanto, les será fácil luego sentirse también identificados en los poemas o canciones que desarrollen el tema de camino como viaje, es decir, el tópico del "homo viator".

HOMERO: En la Odisea, uno de los clásicos griegos más conocidos, Ulises recorre un largo camino para llegar a su destino y recuperar a su mujer. 

VIRGILIO: En la Eneida, un personaje debe enfrentarse a un largo viaje para fundar una ciudad imperial tras una sangrienta batalla.

EL CID.


DON QUIJOTE DE LA MANCHA





Por su parte, la novela beat por excelencia, la célebre ON THE ROAD (EN EL CAMINO) no de Jack Kerouac deja de ser una plasmación alucinada de este mismo concepto.



Como puedes observar, el tópico del HOMO VIATOR guarda relación del popular subgénero cinematográfico de ROAD MOVIE (en el fondo, Don Quijote y Sancho protagonizan la primera road-movie de la historia, entre otras tantas innovaciones).



Como puedes observar, este tópico literario está presente no solo en poemas renacentistas, barrocos, modernistas o noventayochistas, sino también en canciones de pop del siglo XX y XXI





Aunque, eso sí, probablemente el mejor ejemplo lo encontramos en "Cantares", la inmortal canción de Joan Manuel Serrat basada en unos versos de Machado e incluida en su disco Homenaje a Antonio Machado (que ya analizamos en este blog).


Todo pasa y todo queda, 
pero lo nuestro es pasar, 
pasar haciendo caminos, 
caminos sobre la mar. 

Nunca perseguí la gloria, 
ni dejar en la memoria 
de los hombres mi canción; 
yo amo los mundos sutiles, 
ingrávidos y gentiles, 
como pompas de jabón. 

Me gusta verlos pintarse 
de sol y grana, volar 
bajo el cielo azul, temblar 
súbitamente y quebrarse. 

Nunca perseguí la gloria... 

Caminante, son tus huellas 
el camino y nada más; 
caminante, no hay camino, 
se hace camino al andar. 

Al andar se hace camino 
y al volver la vista atrás 
se ve la senda que nunca 
se ha de volver a pisar. 

Caminante no hay camino 
sino estelas en la mar... 

Hace algún tiempo en ese lugar 
donde hoy los bosques se visten de espinos 
se oyó la voz de un poeta gritar: 
«Caminante no hay camino, 
se hace camino al andar...» 
golpe a golpe, verso a verso... 

Murió el poeta lejos del hogar. 
Le cubre el polvo de un país vecino. 
Al alejarse le vieron llorar. 
«Caminante no hay camino, 
se hace camino al andar...» 
golpe a golpe, verso a verso... 

Cuando el jilguero no puede cantar, 
cuando el poeta es un peregrino, 
cuando de nada nos sirve rezar. 
«Caminante no hay camino, 
se hace camino al andar...» 
golpe a golpe, verso a verso.

A veces un viaje está determinado por un concepto dirigido o determinista de la vida: el camino ya existe prefijado y no depende del homo viator, quien se limita a recorrer un camino ya construido por Dios o un demiurgo. Es el caso de la Divina Commedia de Dante Alighieri, o de El señor de los anillos de Tolkien.


Si te interesa el tema, resulta fascinante el ensayo HOMO VIATOR: EL DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO A TRAVÉS DE LOS VIAJES. Escrito por Pepe Pérez-Muelas y publicado en una magnífica edición por Siruela, resulta un compendio de literatura, filosofía y arte, con espacio para la sociología, la reflexión y la crónica de viajes:

Un viaje indeterminado, que borra sus propias huellas, en el que la libertad existe llena de opciones y en el que el camino se identifica con la propia conciencia, como en Antonio Machado: Caminante, son tus huellas / el camino y nada más; /caminante, no hay camino, / se hace camino al andar,​ o con la propia experiencia, como en "Ítaca" de Constantino Cavafis o en "Peregrino" de Luis Cernuda.

En la Edad Media son frecuentes los caminos identificados como peregrinaciones ascéticas de purificación, sobre todo cuando el mundo cristiano se moviliza en el siglo XII con las Cruzadas y las órdenes militares; lo excelente no es llegar a Jerusalén, sino llegar a uno mismo, a la paciencia y la humildad necesarias para alcanzar la otra vida.3​ En este viaje está presente la conciencia de fugacidad del tiempo (tempus fugit) y la endeblez del hombre como pecador (miseria hominis), tópicos con los que suele andar. En los más instruidos, incluso se divide la vía terrena del hombre en etapas del nacimiento a la muerte. Seis en Diego García de Campos, canciller de la corte castellana de Alfonso VIII; cuatro en Dante Alighieri; o, con menor rigor sistematizador, en Francesco Petrarca.

Shakespeare, por su parte, imagina no solo seis, sino siete, la última de decadencia: El mundo es un gran teatro, / y los hombres y mujeres son actores. / Todos hacen sus entradas y sus mutis / y diversos papeles en su vida. / Los actos, siete edades. Primero, la criatura, / hipando y vomitando en brazos de su ama. / Después, el chiquillo quejumbroso que, a desgano, / con cartera y radiante cara matinal, / cual caracol se arrastra hacia la escuela. / Después, el amante, suspirando como un horno / y componiendo baladas dolientes / a la ceja de su amada. Y el soldado, / con bigotes de felino y pasmosos juramentos, / celoso de su honra, vehemente y peleón, / buscando la burbuja de la fama / hasta en la boca del cañón. Y el juez, / que, con su oronda panza llena de capones, / ojos graves y barba recortada, / sabios aforismos y citas consabidas, / hace su papel. La sexta edad nos trae / al viejo enflaquecido en zapatillas, / lentes en las napias y bolsa al costado; / con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas / para tan huesudas zancas; y su gran voz / varonil, que vuelve a sonar aniñada, / le pita y silba al hablar. La escena final / de tan singular y variada historia / es la segunda niñez y el olvido total, / sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada (W. Shakespeare, Como gustéis, acto II, escena 8.ª)



Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba…

Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.

Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.

Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era ésta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas en qué pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres meses encerrado en un colegio. A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera el padre. Y el Moñigo tampoco era cualquier cosa, aunque contase dos años más que él y aún no hubiera empezado el Bachillerato. Ni lo empezaría nunca, tampoco. Paco, el herrero, no aspiraba a que su hijo progresase; se conformaba con que fuera herrero como él y tuviese suficiente habilidad para someter el hierro a su capricho. ¡Ése sí que era un oficio bonito! Y para ser herrero no hacía falta estudiar catorce años, ni trece, ni doce, ni diez, ni nueve, ni ninguno. Y se podía ser un hombre membrudo y gigantesco, como lo era el padre del Moñigo.

Daniel, el Mochuelo, no se cansaba nunca de ver a Paco, el herrero, dominando el hierro en la fragua. Le embelesaban aquellos antebrazos gruesos como troncos de árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y de nervios. Seguramente Paco, el herrero, levantaría la cómoda de su habitación con uno solo de sus imponentes brazos y sin resentirse. Y de su tórax, ¿qué? Con frecuencia el herrero trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y bajaba, al respirar, como si fuera el de un elefante herido. Esto era un hombre. Y no Ramón, el hijo del boticario, emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida. Si esto era progreso, él, decididamente, no quería progresar. Por su parte, se conformaba con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería y el insignificante huerto de la trasera de su casa. No pedía más. Los días laborables fabricaría quesos, como su padre, y los domingos se entretendría con la escopeta, o se iría al río a pescar truchas o a echar una partida al corro de bolos.

La idea de la marcha desazonaba a Daniel, el Mochuelo. Por la grieta del suelo se filtraba la luz de la planta baja y el haz luminoso se posaba en el techo con una fijeza obsesiva. Habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo fosforescente y sin oír los movimientos quedos de su madre en las faenas domésticas; o los gruñidos ásperos y secos de su padre, siempre malhumorado; o sin respirar aquella atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta, hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas. Dios mío, ¡qué largos eran tres meses!

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