miércoles, 15 de diciembre de 2021

MYTHOS: la mitología griega (y romana)


Los primeros seres humanos que habitaron el mundo se preguntaron por los orígenes de la potencia que alimentaba los volcanes, las tormentas, las mareas y los terremotos. Celebraban y veneraban el ritmo de las estaciones, la procesión de cuerpos celestiales en el firmamento nocturno y el milagro cotidiano del amanecer. Se preguntaban cómo podía haber empezado aquello. El inconsciente colectivo de muchas civilizaciones ha contado historias de dioses furiosos, de dioses muertos y resucitados, de diosas de la fertilidad, de deidades, demonios y espíritus de fuego, tierra y agua. (...)

Pero siempre que contamos una historia nos vemos obligados a cortar el hilo narrativo por algún punto para tener por donde empezar. Con la mitología griega es fácil hacerlo, porque ha sobrevivido con un detalle, una riqueza, una vivacidad y un color que la distingue de otras mitologías. Fue capturada y conservada por los primerísimos poetas y nos ha llegado siguiendo una línea ininterrumpida casi desde los albores de la escritura hasta la actualidad. Si bien los mitos griegos tienen mucho en común con los chinos, iraníes, indios, mayas, africanos, rusos, americanos nativos, hebreos y nórdicos, ofrecen la particularidad de ser –tal y como lo expresó la escritora y mitógrafa Edith Hamilton– el producto de «la creación de grandes poetas». Los griegos fueron los primeros en componer narraciones coherentes, incluso una literatura, sobre sus dioses, monstruos y héroes. (...)
La estructura de los mitos griegos sigue el ascenso de la humanidad, nuestra batalla por liberarnos de la interferencia de los dioses –de su acoso, sus entrometimientos, su tiranía sobre la vida y la civilización humanas–. Los griegos no se humillaban ante sus dioses. Eran conscientes de su vana necesidad de ser adorados y venerados, pero creían que los hombres eran sus iguales. Según sus mitos, quienquiera que crease este mundo incomprensible, con sus crueldades, maravillas, caprichos, bellezas, locuras e injusticias, tenía que ser cruel, maravilloso, caprichoso, hermoso, loco e injusto. Los griegos crearon dioses a su imagen y semejanza: belicosos pero creativos, sabios pero feroces, cariñosos pero celosos, tiernos pero brutales, compasivos pero vengativos. (...)

hoy la ciencia coincide en que todo está destinado a volver al Caos. A este sino inevitable lo denomina entropía: parte del gran ciclo que va del Caos al orden y de vuelta al Caos. (...)

Mientras Crono aguardaba en la grieta, guadaña en mano, la creación entera contenía el aliento. Digo «la creación entera» porque Urano y Gea y su descendencia no eran los únicos seres que se habían reproducido. También otros se habían multiplicado y propagado, entre ellos Érebo y Nix, los más prolíficos con diferencia. Tuvieron muchos hijos, unos horribles, otros admirables y algunos encantadores. Ya hemos visto cómo engendraron a Hémera y a Éter. Pero luego Nix, sin ayuda de Érebo, dio a luz a MOROS, o Destino, que habría de convertirse en la entidad más temida de la creación. El destino les llega a todas las criaturas, mortales o inmortales, pero siempre está oculto. Incluso los inmortales temen el todopoderoso, omnisciente control de Destino sobre el cosmos. Después de Moros llegó una ristra de hijos, uno tras otro, como una monstruosa invasión aérea. Primero apareció ÁPATE, Engaño, al que los romanos llamaron FRAUS (de donde derivan «fraude», «fraudulento» y «defraudador»). Se escabulló rumbo a Creta, donde se quedó esperando el momento propicio. A continuación nació GERAS, Vejez, que tampoco tuvo por qué ser un demonio tan temible como hoy podamos pensar. Si bien Geras era capaz de arrebatar flexibilidad, juventud y agilidad, para los griegos lo compensaba con creces otorgando dignidad, sabiduría y autoridad. SENECTUS es el nombre latino, y comparte raíz con «senado» y «senil». Acto seguido vinieron un par de gemelos completamente espantosos: EZIS (MISERIA en latín), el espíritu de la Tristeza, la Depresión y la Angustia, y su cruel hermano MOMO, la despreciable personificación de la Burla, el Sarcasmo y la Culpa. (...)

Érebo y Nix también engendraron a CARONTE, cuya abyección comenzaría a crecer una vez que hubo asumido sus funciones como barquero de los muertos. También nació de ellos HIPNOS, la personificación del Sueño. Además, estaba el progenitor de los ONIROS –miles de seres encargados de fabricar y traer los sueños a los dormidos–. Entre los oniros de los que sabemos el nombre encontramos a FOBÉTOR, dios de las pesadillas, y FANTASO, responsable del modo fantástico en que una cosa se convierte en otra en los sueños. Trabajaban bajo la supervisión de MORFEO, hijo de Hipnos, cuyo nombre ya recuerda las formas amorfas, cambiantes, del mundo del sueño.* «Morfina», «fantasía», «hipnótico», «oniromancia» (la interpretación de los sueños) y muchos otros descendientes verbales del sueño griego han sobrevivido en nuestro idioma. TÁNATOS, el hermano del sueño, la muerte en persona, nos ha dado la palabra «eutanasia», «muerte buena». Los romanos la llamaban MORS, de mortales, mortuorio o mortificación. (...)

De esta sangre, la sangre que derramó la entrepierna destrozada de Urano, emergieron criaturas vivas. Las primeras en abrirse paso entre la tierra empapada fueron las ERINIAS, a las que llamamos furias: ALECTO (la implacable), MEGERA (la celosa) y TISÍFONE (la vengadora). Tal vez fue un instinto inconsciente de Urano lo que produjo la aparición de tan vengativos seres. Su deber eterno, desde el instante de su ctónico (o perteneciente a la tierra) nacimiento, iba a ser castigar los más alevosos y violentos crímenes: perseguir inexorablemente a los delincuentes y descansar solo cuando los culpables hubiesen pagado el espantoso precio exacto. Armadas con crueles látigos metálicos, las furias despellejaban al culpable hasta dejar a la vista el hueso. Los griegos, con su ironía característica, apodaron EUMÉNIDES o «benévolas» a estas vengadoras. (...)

padre mutilado y a sus hermanos mutantes recién liberados a punta de guadaña, los condujo al Tártaro. A los hecatónquiros y a los cíclopes los encerró en las cavernas, pero a su padre lo enterró todavía más hondo, tan lejos como pudo de sus dominios naturales en el cielo.* Amenazador, bullendo y rabioso en el subsuelo, en lo más profundo de la tierra que un día lo amó, Urano comprimió toda su furia y su energía divina en la mismísima roca, con la esperanza de que en algún momento alguna criatura excavadora en cualquier parte la horade y trate de usar el poder inmortal que irradia. Eso es imposible que suceda, claro. Sería demasiado peligroso. Todavía tendría que nacer una raza lo suficientemente estúpida como para intentar desatar el poder del uranio, ¿verdad? (...)

Hoy en día los guías turísticos cretenses entretienen a los visitantes con anécdotas a propósito de los excepcionales poderes del joven Zeus. Cuentan la historia (como si hubiese sucedido hace dos días) de cómo, mientras jugaba de niño con su bienamada niñera-cabra e ignorante de su propia fuerza, Zeus le partió sin querer un cuerno.* Por obra y gracia de sus ya por entonces prodigiosos poderes divinos, el cuerno roto se rellenó al instante de los más deliciosos manjares –pan recién hecho, hortalizas, fruta, carnes curadas y pescado ahumado–, un abastecimiento que jamás se agotaba por más que uno se sirviese de él. Así nació el famoso Cuerno de la Abundancia, la CORNUCOPIA. (...)

La guerra, comprendió Zeus claramente, era inevitable. Crono no descansaría mientras viviesen sus hijos y Zeus estaba igualmente decidido a destronar a su padre. Oyó más alto que nunca el sonido que llevaba oyendo durante toda su infancia: un insistente y suave susurro de Moros diciéndole que gobernar era su destino. Los historiadores conocen el sangriento, violento y destructivo conflicto que vino a continuación con el nombre de TITANOMAQUIA.* Si bien la mayor parte de los detalles de esta guerra de diez años se han perdido, sabemos a ciencia cierta que el ardor y la furia, el poder explosivo y la energía colosal desencadenada en plena batalla por titanes, dioses y monstruos hizo que las montañas escupiesen fuego y que la tierra misma se sacudiese y resquebrajase. Muchas islas y masas terrestres se formaron a raíz de estas batallas. Continentes enteros cambiaron y adoptaron nueva forma y la mayor parte del mundo tal y como lo conocemos hoy debe su geografía a aquellas perturbaciones sísmicas, a aquel conflicto que sacudió la tierra literalmente. (...)

En la batalla decisiva, la despiadada ferocidad de los hecatónquiros –por no hablar de su excedente de cabezas y manoscombinaba más que fabulosamente con el tremendo poderío electrizante de los cíclopes, cuyos nombres eran, si recordáis, Resplandor, Relámpago y Trueno: Arges, Estéropes y Brontes. Estos diestros artesanos aplicaron a conciencia su dominio de las tormentas con el objetivo de producir rayos que Zeus usaría como armas, y que aprendió a lanzar con precisión y puntería para hacer estallar en átomos a sus enemigos. Bajo su dirección, los hecatónquiros recogían y arrojaban rocas a una velocidad tremebunda, mientras los cíclopes atosigaban y deslumbraban al enemigo con relampagazos y con los pavorosos fragores de los truenos. (...)

Me gusta imaginarme el primer estadio de la creación como una vieja pantalla de televisión en la que se juega al videojuego monocromo Pong. ¿Os acordáis de Pong? Tenía dos rectángulos blancos por raquetas y un punto cuadrado por pelota. La existencia era una primitiva y pixelada forma de tenis rebotante. Unos treinta y cinco o cuarenta años después la cosa había evolucionado hasta los gráficos 3D ultra alta definición con realidad virtual y aumentada. Lo mismo pasó con el cosmos griego: una creación que comenzó con un esbozo burdo y elemental en baja resolución explotaba ahora en una rica y variada vida. Habían llegado criaturas y dioses ambiguos, incoherentes, impredecibles, intrigantes y misteriosos. Para usar una distinción que empleó E. M. Forster cuando hablaba sobre la gente en las novelas, el mundo ahora pasó de personajes planos a personajes redondos: al desarrollo de personalidades cuyas actuaciones eran susceptibles de sorprender. Comenzó la diversión. (...)

Las HORAS eran dos grupos de trillizas. Estas hijas de TEMIS (la encarnación de la ley, la justicia y las buenas costumbres) personificaban originalmente las estaciones. Por lo visto, al principio solo había dos, verano e invierno, AUXO y CARPO. La primera tríada clásica de las horas se completó con el posterior añadido de TALO (FLORA para los romanos), portadora de flores y pimpollos, la encarnación de la primavera. La cualidad más valiosa de las horas provenía de su madre: el don del momento propicio, la relación benévola entre la ley natural y el desplegarse del tiempo; lo que podríamos denominar «divina serendipia». (...)

Las tres MOIRAS, o parcas, se llamaron CLOTO, LÁQUESIS y ÁTROPOS. Hay que imaginarse a estas hijas de Nix sentadas alrededor de una rueca: Cloto hila la hebra que representa una vida, Láquesis mide la longitud y Átropos (la implacable, la despiadada, literalmente la «irreversible») decide cuándo cortar el hilo y cercenar así una vida.* Yo me las imagino como vejestorios de mejillas hundidas, vistiendo harapos negros, sentadas en una cueva carcajeándose y dando cabezadas mientras hilan, pero muchos escultores y poetas las han representado como damas de mejillas sonrosadas, con vestidos blancos y sonriendo con recato. Sus nombres derivan de una palabra que significa «parte» o «lote», en el sentido de «lo que le corresponde a uno». «Conocer el amor no era algo que el destino le tuviese reservado», o «Le tocó en suerte ser infeliz», son la clase de frases que empleaban los griegos para describir atribuciones o destinos asignados por las moiras. Incluso los dioses tenían que someterse a los crueles designios de las parcas. (...)

Atlas había ocupado el centro de cada una de las batallas, arengando a sus compañeros titanes para que se lanzasen al combate, pidiendo a voces un último esfuerzo supremo incluso cuando los hecatónquiros los estaban terminando de someter a golpes. En castigo por su animosidad, Zeus lo condenó a aguantar el cielo durante toda la eternidad. (...)
El titán se estremeció, con todo el peso del cielo encima, en la intersección de lo que hoy llamaríamos África con Europa. Con las piernas agarrotadas, los músculos hinchados, se tensó su cuerpo colosal bajo aquel supremo y angustioso esfuerzo. Gruñó durante eones como un halterófilo búlgaro. Con el tiempo se solidificó formando la cordillera de Atlas que soporta los cielos del norte de África hasta la fecha. Su imagen aguantando, agachado, puede encontrarse en ejemplares de los primeros mapas del mundo, que en su honor seguimos llamando «atlas».* A un lado se extiende el Mediterráneo y al otro el océano que todavía hoy conocemos como «Atlántico», donde se dice que prosperó la misteriosa isla de Atlantis. En cuanto a Crono –el pobre diablo insatisfecho que fue en su día Señor de Todas las Cosas, el tirano taciturno y contra natura que se comía a sus hijos por miedo a una profecía–, su castigo, tal y como su castrado padre Urano había predicho, fue vagar incesantemente por el mundo, midiendo la eternidad en un exilio inexorable, perpetuo y solitario. Obligado a contabilizar cada día, hora y minuto, pues Zeus condenó a Crono a contar la mismísima infinidad. Podemos verlo por todas partes, hoy incluso, esa siniestra figura demacrada con su guadaña. El mote humillante y de mal gusto «Viejo Padre Tiempo» y los rasgos superficiales con que se lo describe nos dan la idea del inevitable y despiadado transcurrir del reloj del cosmos, que conduce sin detenerse hacia el fin de los días. La guadaña cae y corta como un péndulo implacable. La carne mortal toda es como hierba bajo el arco que traza su hoja segadora. Encontramos a Crono en todo lo «crónico» o «sincronizado», en «cronómetros», «cronógrafos» y «crónicas».* Los romanos le dieron a lo poco que quedaba de este titán derrotado el nombre de SATURNO. (...)

Como un director general que acaba de lograr una OPA hostil, Zeus echó a la vieja administración y metió a su gente. Entregó a cada uno de sus hermanos su propio territorio, sus zonas de responsabilidad divina. El Presidente de los Inmortales escogió su consejo de ministros. En cuanto a él, asumió el mando general como líder supremo y emperador, señor del firmamento, dueño del clima y de las tormentas: Rey de los Dioses, Padre Cielo, Recolector de Nubes. El trueno y el rayo estaban a sus órdenes. El águila y el roble eran sus emblemas, símbolos por entonces igual que hoy de feroz donosura y voluntad incontestable. Su palabra era ley, su poder tremendamente inmenso. Pero no era perfecto. Distaba mucho, mucho, de ser perfecto. (...)





Tan encantadora era Deméter que atrajo la atención indeseada de sus hermanos Zeus y Poseidón. Para evitar a Poseidón se transformó en una yegua, y este se convirtió en un semental. El resultado de esta unión fue un potro, ARIÓN, que al crecer se convirtió en un caballo inmortal dotado mágicamente con la capacidad de la elocuencia.* Con Zeus tuvo una hija, PERSÉFONE, cuya historia aparecerá más tarde. Zeus le dio a Deméter la responsabilidad de las cosechas y con ello la soberanía sobre la agricultura, la fertilidad y las estaciones. Su nombre romano fue CERES, de donde nosotros sacamos la palabra «cereal».* Al igual que Hestia, Deméter es una de las divinidades que menos nos suenan hoy en comparación con otros miembros de su apasionada y carismática familia. Pero, como en el caso de Hestia, sus dominios eran de una importancia fundamental para los griegos; templos y cultos dedicados a ella sobrevivieron de sobra a aquellos consagrados a los dioses más superficialmente glamourosos. La única gran historia relacionada con Deméter, con su hija y con el dios Hades es tan hermosa como dramática, trascendental y verdadera. (...)

Hera estaba embarazada cuando los dioses se mudaron al Olimpo. No cabía en sí de gozo. Su ambición era parirle a Zeus hijos de tan esplendoroso poder, fuerza y belleza que su lugar como Reina del Cielo quedase asegurado por toda la eternidad. Sabía que Zeus era muy de sacar a pasear la mirada y estaba decidida a no permitir que sacase a pasear ninguna otra parte de su cuerpo. Primero daría a luz al más fabuloso de los dioses, un niño al que llamaría HEFESTO, y después Zeus se casaría con ella como mandaban los ritos y se sometería a su voluntad para siempre. Este era su plan. Sin embargo, los planes de los inmortales dependen de las crueles artimañas de Moros tanto como los planes de los mortales. Cuando llegó la hora, Hera se tumbó y nació Hefesto. Para su desazón, la criatura resultó ser tan atezada, fea y diminuta que, tras echarle un vistazo asqueado, la agarró y la lanzó montaña abajo. Los demás dioses vieron rebotar al bebé berreante en un precipicio y desaparecer luego en el mar. Se hizo un silencio horrendo. (...)

Ares –MARTE para los romanos– era poco inteligente, por supuesto, tremendamente burro y nada imaginativo, pues, como es bien sabido, la guerra es estúpida. Aun así, incluso el propio Zeus convino a regañadientes en que el Olimpo necesitaba de su incorporación. La guerra puede ser estúpida, pero también es inevitable y a veces –¿nos atreveremos a decirlo?necesaria. A medida que Ares maduraba con toda celeridad, se vio irresistiblemente atraído por Afrodita –¿y qué dios no?–. Todavía más desopilante, quizás, es el hecho de que ella se sintiese igualmente atraída por él. Lo amaba, de hecho; su violencia y su fuerza apelaban a algo recóndito de su ser. Él, por su parte, acabó amándola, en el grado en que un cafre violento pueda ser capaz de amar. Amor y guerra, Venus y Marte, siempre han compartido una sólida afinidad. Nadie sabe bien por qué, pero se ha ganado muchísimo dinero intentando encontrar la respuesta. (...)

Zeus, como la mayoría de los seres ocupados e importantes, no tenía paciencia con los puntillosos ni con la autocompasión. ¿En serio aquella estúpida criaturilla voladora le estaba pidiendo un aguijón mortal? Bueno, pues se iba a enterar. –¡Insecto mezquino! –atronó–. ¿Cómo te atreves a exigirme un premio tan monstruoso? Un talento como el tuyo ha de ser compartido, no acaparado celosamente. No solo te negaré esta petición... A Melisa se le escapó un agudo refunfuño de contrariedad. –¡Pero habéis dado vuestra palabra! Se oyó un respingo de los reunidos al completo. ¿De veras se había atrevido aquella criatura a interrumpir a Zeus y cuestionar su honor? –Disculpa, pero creo que me darás la razón si te digo que yo anuncié –gruñó el dios con una contención gélida mucho más aterradora que cualquier estallido de ira– que el ganador podría pedirme un favor. No prometí que yo fuese a concedérselo. Las alas de Melisa se plegaron decepcionadas.* –No obstante –dijo Zeus alzando una mano–, a partir de este momento te será más fácil hacer acopio de miel, pues decreto que no trabajarás sola. Serás reina de una colonia entera, un enjambre de sujetos productivos. Es más: he de concederte un aguijón fatal y doloroso. Las alas de Melisa se enderezaron alegremente. –Pero –prosiguió Zeus– si bien producirás un tremendo dolor a quien aguijonees, serás tú y las de tu especie quienes moriréis tras picar. Así sea. Otro trueno retumbante y el cielo comenzó a despejarse. De inmediato, Melisa notó un extraño movimiento en su interior. Miró hacia abajo y vio que algo largo, delgado y afilado como una lanza emergía del extremo de su abdomen. Era un aguijón, tan puntiagudo como una aguja pero acabado en una retorcida y horrible púa. Con una brusca contorsión, un zumbido y un último quejido se fue volando. Mélissa sigue siendo el término griego para «abeja», y es cierto que su aguijón es un arma suicida, un último recurso. Si una abeja se escapa volando después de que la púa quede alojada en la piel horadada de su víctima, se arranca las entrañas en el esfuerzo de liberarse. La avispa, menos útil y diligente, no cuenta con esa púa, de manera que puede administrar su picadura tantas veces como le plazca sin ponerse en peligro. Pero las avispas, por más irritantes que sean, jamás hicieron peticiones egoístas y presuntuosas a los dioses. También es cierto que la ciencia llama himenópteros al orden de los insectos al que pertenece la abeja, que en griego significa «alas de boda». (...)

Las cualidades que encarnaba ATENEA* fueron las virtudes y logros fundamentales de la gran ciudad estado que llevó su nombre: Atenas. La sabiduría y la perspicacia eran herencia de la madre, Metis. La destreza manual, el arte de la guerra y el arte del liderazgo eran suyos. También la ley y la justicia. Participaba de los dominios del amor y la belleza que hasta entonces habían sido exclusivos de Afrodita. El tipo de belleza de Atenea se expresaba en su estética, en la aprehensión de su ideal en el arte, en la representación, el pensamiento y el carácter, más que en las capas más físicas, obvias y quizás superficiales que siempre serían patrimonio de Afrodita. El amor que simbolizaba Atenea también contaba con un énfasis menos físico y enardecido; era del tipo que más tarde sería conocido como «platónico». Los atenienses acabarían valorando estos atributos de Atenea por encima de todos los demás, igual que la valoraban a ella, su patrona, por encima de todos los inmortales existentes. Digo «existentes» porque – como descubriremos– otras dos deidades olímpicas todavía por nacer entrarían en juego a la hora de definir lo que iba a ser un ateniense y un griego.

Zeus exilió al joven dios durante ocho años al lugar de nacimiento de la serpiente, más allá del monte Parnaso, para que expiara su crimen. Además de sustituir al monstruo serpentino Pitón como guardián del Ónfalos, Apolo quedó encargado de organizar allí un torneo periódico de atletas. Los Juegos Píticos empezaron a celebrarse puntualmente cada cuatro años, al principio y al final de las competiciones olímpicas. (...)

Pongamos –dijo Zeus–, pongamos que quisiese inaugurar una nueva casta. –¿De galgos? –No, un nuevo orden de seres igual a nosotros en todo, que caminen erguidos, con dos piernas... –¿Con una cabeza? –Una cabeza. Dos manos. En todo semejantes a nosotros, y tendrán... Tú eres el intelectual, Prometeo, ¿cómo se le dice a eso que nos diferencia de los animales? –¿Las manos? –No, esa parte que nos dice que existimos, que nos hace conscientes de nosotros mismos. –La conciencia. –Eso. Estas criaturas tendrán conciencia. E idioma. No representarán una amenaza para nosotros, por supuesto. Vivirán ahí abajo en la tierra, emplearán su astucia para sembrar y buscarse su propio sustento. –Entonces... –Prometeo frunció el ceño, concentrado, mientras intentaba hacerse una imagen mental coherente–. ¿Una raza de seres como nosotros? –¡Exactamente! Pero no tan grandes. Y serían creación mía. Bueno, creación nuestra. –¿Nuestra? –Tú eres mañoso. Otro Hefesto. Mi idea es que tú modelarías estas criaturas con... barro, por ejemplo. Deberían estar hechas a semejanza nuestra, anatómicamente correctas en todos los detalles, pero a una escala menor. Luego podemos animarlas, darles vida, hacer copias y soltarlas en plena naturaleza a ver qué pasa. Prometeo reflexionó sobre la idea. –¿Trataremos con ellos, hablaremos con ellos, nos moveremos entre ellos? –Ese sería el asunto, precisamente. Tener una especie inteligente (bueno, semiinteligente) que nos alabe y adore, que juegue con nosotros y nos entretenga. Una raza subordinada e idólatra de seres minúsculos. –¿Varones y hembras? –Ah, no, cielos, no: solo varones. Imagínate lo que diría Hera de lo contrario... Prometeo podía imaginarse muy bien la reacción de Hera si el mundo se llenase de repente de más mujeres susceptibles de liarse con su descarriado marido. Vio que Zeus estaba muy entusiasmado por aquel gran plan suyo. Una vez que se le metía una idea en la cabeza, sabía muy bien Prometeo, hasta algo tan novedoso y extraño como aquello, ni los hecatónquiros ni los gigantes juntos podrían desviar a su amigo de llevarlo a cabo. No es que Prometeo estuviese en contra de la idea. Era un experimento emocionante, decidió. Juguetitos para los inmortales. Bien pensado, era una idea más bien apasionante. Artemisa tenía sus perros, Afrodita sus palomas, Atenea su búho y su serpiente, Poseidón y Anfítrite sus delfines y tortugas. Incluso Hades tenía un perro (aunque fuese asquerosísimo). Lo suyo era que el jefe de los dioses se fabricase su propia mascota especial, más inteligente, leal y entrañable que el resto. (...)


Y así surgió la primera raza de hombres. Se podría decir que Gea, Zeus, Apolo y Atenea eran tan progenitores suyos como Prometeo, que había fabricado la humanidad a partir de cuatro elementos: tierra (arcilla de Gea), agua (la saliva de Zeus), fuego (el sol de Apolo) y aire (el aliento de Atenea). Vivieron y prosperaron, dando ejemplo de lo mejor de sus creadores. Pero faltaba algo. Algo muy importante. La Edad de Oro Alma Máter, la pródiga Madre Tierra, fértil y fructífera por obra de Deméter, era un dulce paraíso para los primeros hombres. No conocían enfermedad, pobreza, hambruna ni guerra. La vida era un idilio de inocencia y ligeros deberes pastoriles. Era una época de alegre adoración, y de familiaridad e incluso amistad con las deidades que se paseaban entre ellos en tamaños y formas manejables, tranquilizadores. A Zeus y los demás dioses, titanes e inmortales les producía un gran placer mezclarse con los encantadores e infantiles homúnculos que Prometeo había moldeado a partir de barro. Quizás solo nos imaginamos estos primeros días de bella simplicidad y simpatía universal a fin de fijar un punto alto de sublimidad paradisíaca a partir del cual juzgar los bajos y degradados tiempos que vinieron después. Los griegos posteriores creían, desde luego, que la Edad de Oro había existido realmente. Siempre estuvo presente en su pensamiento y en su poesía y les proporcionó un sueño de perfección al que aspirar, una visión más concreta y realizada que nuestras vagas ideas de un hombre primitivo gruñendo en las cavernas. Los ideales platónicos y las formas perfectas fueron, tal vez, la expresión intelectual de la memoria de aquella nostálgica raza. Era natural que, de entre todos los inmortales, el que más amase a la humanidad fuese su artista-creador Prometeo. Su hermano Epimeteo y él se pasaban ahora más tiempo viviendo con los hombres que en compañía de sus colegas inmortales en el Olimpo. A Prometeo lo entristecía que solo le hubiesen permitido crear varones, puesto que intuía que aquella raza clonada unisexual carecía de variedad tanto en su actitud, disposición y carácter como en su incapacidad para criar y crear nuevos individuos. Sus humanos eran felices, sí; pero para Prometeo aquella existencia tan indiscutida e indiscutible no tenía ninguna gracia. Para aproximarse al estatus casi divino que su creación merecía, la humanidad necesitaba algo más. Necesitaba fuego. Un fuego caliente, intenso, crepitante, llameante de veras con el que poder derretir, fundir, tostar, hervir, asar, fabricar y forjar; y necesitaba también un fuego interno, un fuego divino, que le diese la posibilidad de pensar, imaginar, osar y hacer. Cuanto más cuidaba y se involucraba en su creación, más convencido estaba de que el fuego era exactamente lo que necesitaban. Y sabía dónde encontrarlo. (...)

Prometeo nunca había desobedecido a Zeus hasta entonces. En nada importante, al menos. En juegos y carreras y en peleas y competiciones para ganar los corazones de algunas ninfas había engañado y le había tomado el pelo a su amigo, pero nunca lo había desafiado de manera directa. La jerarquía del panteón no era algo que se pudiese perturbar sin consecuencias reales. Zeus era un amigo querido, pero era, ante todo, Zeus. Aun así, Prometeo estaba decidido a seguir su línea de acción. Por más que hubiese amado siempre a Zeus, descubrió que amaba más a la humanidad. El entusiasmo y la resolución que sentía eran más fuertes que el miedo a la ira divina. Odiaba irritar a su amigo, pero, puestos a elegir, no le quedaba otra opción. (...)
Y así es como la Edad de Oro tocó a su rápido y terrible fin. La muerte, la enfermedad, la pobreza, el crimen, la hambruna y la guerra eran ahora parte inevitable y eterna del sino de la humanidad. Pero la Edad de Plata, como iba a ser conocida esta época, no era todo desesperación. Se diferenciaba de la nuestra en que los dioses, semidioses y monstruos se mezclaban con los humanos, procreaban con nosotros y se involucraban plenamente en nuestras vidas. Con el fuego del lado de los hombres, y ahora con mujeres que permitían la multiplicación además del sentido total de familia y compleción, algunos de los males del ánfora de Pandora quedaron compensados. Zeus bajó la mirada y lo vio. En su interior, la voz de Metis parecía susurrarle que no podría hacer nada por evitar que un día la humanidad se alzase sobre sus dos pies, en un sentido que iba más allá del evidente. Esto lo inquietó profundamente. Mientras tanto, la gente veneraba debidamente a los dioses y acostumbraba a emplear su reciente familiaridad con el fuego para enviar ofrendas quemadas al Olimpo como señal de obediencia y devoción. (...)

Licaón, ya fuese por poner a prueba la omnisciencia y el discernimiento de Zeus o por otras brutales razones, mató y asó a su propio hijo NÍCTIMO, y se lo sirvió al dios, que había asistido como invitado a un banquete en su palacio. Zeus se sintió tan repugnado por aquel acto horrorosamente obsceno que devolvió la vida al chico y a Licaón lo convirtió en lobo.* A Níctimo no le dio tiempo a gobernar demasiado tiempo el territorio de su padre, no obstante, porque sus cuarenta y nueve hermanos arrasaron la región con tal violencia y se comportaron tan desagradablemente que Zeus decidió que era hora de cortar de raíz con el experimento humano en pleno. Con este objetivo, amontonó las nubes en una tormenta tan intensa que la tierra quedó inundada y toda la gente de Grecia y del mundo Mediterráneo se ahogó. (...)

Allí consultaron al oráculo de Temis, la titánide profética cuya cualidad especial consistía en comprender la manera idónea de actuar. –Oh, Temis, Madre de la Justicia, la Paz y el Orden, instrúyenos, te imploramos –exclamaron–. Ahora estamos solos en el mundo y somos de edad demasiado avanzada como para llenar el mundo con nuestra prole. –Hijos de Prometeo y Epimeteo –entonó el oráculo–. Escuchad mi voz y haced lo que os ordeno. Cubríos la cabeza y lanzad los huesos de vuestra madre por encima del hombro. (...)
¡Nuestra madre! Deucalión se la quedó mirando fijamente. La mujer había empezado a palmotear el suelo. –¡Gea! Gea es la madre de todos –gritó–. ¡Nuestra Madre Tierra! Estos son los huesos de nuestra madre, mira... –Empezó a recoger rocas del suelo–. ¡Venga! Deucalión se puso en pie y rebuscó a su alrededor, recogió rocas y piedras. Atravesaron los campos de la parte baja de Delfos lanzando piedras por encima del hombro como se les había ordenado, pero sin atreverse a volver la mirada atrás hasta que hubieron recorrido muchas stadia. Cuando se giraron, el panorama que se les presentó les llenó los corazones de júbilo. Del suelo donde habían ido cayendo las piedras que lanzaba Pirra habían brotado chicas y mujeres, centenares, sonrientes, saludables y formadas por completo. Del suelo donde las piedras de Deucalión cayeron habían crecido chicos y hombres. Así es como se ahogaron los viejos pelasgos en el Gran Diluvio y como fue repoblado el mundo mediterráneo por una nueva raza descendiente, a través de Deucalión y Pirra, de Prometeo, Epimeteo, Pandora y –lo más importante, desde luego– de Gea.* Y esto es lo que somos, un compuesto de previsión e impulso, de todos los dones y de la tierra. (...)

En el instante en que los espíritus humanos abandonaban sus cuerpos, Hermes o Tánatos los conducían a la caverna del subsuelo donde el río Estigia (Odio) confluye con el Aqueronte (Aflicción). Allí el repelente y silencioso Caronte les tendía la mano para recibir el pago por cruzarles en barca por el Estigia. Si el muerto no tenía con qué pagar, se veía obligado a esperar cien años hasta que el poco servicial Caronte consentía en llevarlo. Para evitar este limbo se convirtió en costumbre entre los vivos colocar algo de dinero, normalmente un obolus, en la lengua del moribundo para pagar al barquero y asegurarse un paso rápido y sin contratiempos.* Una vez que había cobrado, Caronte subía al alma muerta a bordo y remaba con su chalana o esquife color óxido por encima de las negras aguas estigias hasta el desembarco, punto de reunión del infierno.* Una vez muerto, ningún mortal podía volver al mundo de la superficie. Los inmortales, si se atrevían a probar un bocado de comida o un sorbo de bebida en el Hades, se condenaban a volver al reino infernal. ¿Y cuál era su destino final? Parece ser que esto dependía más bien de la clase de vida que uno hubiese llevado. Al principio, el propio Hades era el árbitro, pero años después delegó el Gran Pesaje en dos hijos de Zeus y EUROPA: MINOS y RADAMANTO, quienes, tras sus propias muertes, fueron nombrados, junto con su medio hermano ÉACO, Jueces del Inframundo. Decidían si un individuo había vivido una vida heroica, corriente o puniblemente malvada.* Los héroes y aquellos considerados extremadamente rectos (así como los muertos que tenían algo de sangre divina) se veían transportados a los Campos Elíseos, que se extendían en algún punto del archipiélago conocido como las Islas Afortunadas, o Islas de los Bienaventurados. No hay consenso real sobre dónde estarían situadas realmente. Tal vez son lo que hoy llamamos las Canarias, tal vez las Azores, las Antillas Menores o incluso las Bermudas. (...)
Hades era el más celoso de toda su celosa familia. Ni una sola alma podía soportar que escapase de su reino. Cerbero, el perro de tres cabezas, patrullaba las puertas. Pocos, muy pocos héroes eludieron o engañaron a Tánatos y Cerbero y se las arreglaron para visitar los reinos del Hades y volver vivos al mundo de la superficie. Y así es como la muerte se convirtió en una constante en la vida humana, como sigue siendo hasta la fecha. Pero el mundo de la Edad de Plata, hemos de comprenderlo, era muy distinto al nuestro. Dioses, semidioses y toda clase de inmortales seguían caminando entre nosotros. La interacción personal, social y sexual con los dioses era tan normal para los hombres y las mujeres de la Edad de Plata como la interacción con las máquinas y las inteligencias artificiales lo es para nosotros hoy. Y, me atrevería a decir, muchísimo más divertida. (...)

Zeus le habló en voz alta. –Te quedarás tendido y encadenado a esta roca para siempre. No hay posibilidad de huida ni de perdón, en toda la eternidad. Cada día estas águilas vendrán a desgarrarte el hígado, igual que tú me desgarraste el corazón. Se lo comerán ante tus ojos. Como eres inmortal te volverá a crecer cada noche. Esta tortura no tendrá fin. Cada día el sufrimiento te parecerá más grande. No tendrás nada más que tiempo para reflexionar sobre la enormidad de tu crimen y la estupidez de tus actos. Tú que fuiste conocido como «previsor» no demostraste previsión alguna al desafiar al Rey de los Dioses. –La voz de Zeus resonó por los cañones y desfiladeros–. ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir? Prometeo suspiró. –Estás equivocado, Zeus –dijo–. Pensé mis actos con gran cuidado. Sopesé mi comodidad comparándola con el futuro de la raza del hombre. Veo ahora que florecerá y prosperará independientemente de lo que haga cualquier inmortal, incluso tú. Saber esto es un consuelo para cualquier dolor. Zeus contempló a su antiguo amigo durante un largo rato antes de hablar. –No te mereces las águilas –dijo con espantosa frialdad–. Que sean buitres. Las dos águilas se transformaron de inmediato en repugnantes y feos buitres que sobrevolaron en círculos. (...)
Prometeo, el principal creador, abogado y amigo de la humanidad, nos enseñó, robó para nosotros y se sacrificó por nosotros. Todos tenemos nuestra parte del fuego prometeico, sin él no seríamos humanos. Está bien apiadarse de él y admirarlo, pero, a diferencia de los dioses celosos y egoístas, nunca pidió que lo venerásemos, alabásemos ni adorásemos. Y tal vez os haga felices saber que, a pesar del eterno castigo al que fue condenado, un día se alzaría un héroe lo bastante poderoso como para desafiar a Zeus, desatar al campeador de la humanidad y ponerlo en libertad. (...)


HADES Y PERSÉFONE
Al día siguiente Hades llamó a la puerta de la alcoba de Perséfone. Os sorprenderá que llamase, pero la cosa es que en su digna y firme presencia incluso un poder como el de Hades se descubría vacilante y tímido. La amaba con todo su corazón, y aunque había perdido la batalla de voluntades con Zeus, tenía claro que no podía dejarla marchar. Además, notaba algo en ella..., algo que le daba esperanza. ¿Un titilar de amor correspondido? –Querida –dijo con una dulzura que habría asombrado a cualquiera que lo conociese–. Zeus me obliga a que te envíe de vuelta al mundo de la luz. Perséfone alzó el pálido rostro y le clavó la mirada. Hades le devolvió la mirada serio. –Espero que no te lleves una mala impresión de mí. Ella no contestó, pero a Hades le pareció percibir una leve coloración de las mejillas y la garganta. –¿Te comes conmigo un poco de esta granada para demostrar que no hay rencor? Con desgana, Perséfone cogió seis granos de la palma tendida y exprimió lentamente en su boca la pungente dulzura. Cuando llegó Hermes, el dios de las artimañas, descubrió que la artimaña se la habían tragado Zeus y él. –Perséfone ha comido una fruta de mi reino –dijo Hades–. Decretado está que aquel que pruebe la comida del infierno habrá de volver a él. Ha comido seis granos de granada, así que ha de quedarse conmigo seis meses al año. Hermes agachó la cabeza. Sabía que así era. Tomó a Perséfone de una mano y la acompañó fuera del inframundo. Deméter se puso tan eufórica al ver a su hija que el mundo empezó a florecer de inmediato. Era una alegría que había de durar la mitad del año, puesto que seis meses más tarde, según la ineludible ley divina, Perséfone estaba obligada a volver al inframundo. El pesar de Deméter ante la partida de su hija hizo que a los árboles se les cayeran las hojas y que un tiempo muerto se arrastrase por el mundo. Pasaron otros seis meses, Perséfone emergió de los dominios de Hades, y el ciclo del nacimiento, la renovación y el crecimiento comenzó otra vez. Así es como surgieron las estaciones: el otoño y el invierno de la pesadumbre de Deméter por la ausencia de su hija y la primavera y el verano por su júbilo al regreso de Perséfone.


A diferencia de la mayor parte de los miembros de su especie – ninfas afanosas y recatadas que atendían con diligencia el mantenimiento de los riachuelos, estanques y cauces a su cargo–, Salmacis tenía reputación de vanidosa e indolente. Prefería nadar perezosamente de aquí para allá admirando sus propias extremidades en el agua que cazar o ejercitarse con el resto de las náyades. Pero su serenidad y su autoestima se hicieron añicos ante la belleza del tal Hermafrodito, e hizo esfuerzos denodados para ganárselo. Cuanto más lo intentaba –girando desnuda en el agua, frotándose los pechos tentadoramente, haciendo coquetas burbujas bajo la superficie–, menos cómodo estaba el chico, hasta que le acabó gritando que lo dejase en paz. Ella se marchó al instante, enfurruñada, pasmada y humillada por aquella nueva e indeseable experiencia de rechazo. Sin embargo, hacía un día muy bueno, así que Hermafrodito, acalorado y sudoroso tras haberse librado de aquella hada y pensando que estaría bien lejos, se desvistió y se metió en las frías aguas del arroyo para refrescarse. Casi de inmediato, Salmacis, que había vuelto nadando oculta entre los juncos, saltó sobre él como un salmón y se aferró con todas sus fuerzas a su cuerpo desnudo. Asqueado, Hermafrodito se sacudió y se retorció y contorsionó para soltarse, mientras ella exclamaba a los cielos: –¡Oh, dioses de las alturas, no dejéis que este joven y yo nos separemos! ¡Que seamos siempre uno! Los dioses oyeron su plegaria y respondieron con la despiadada literalidad en la que parecen deleitarse siempre. En un instante, Salmacis y Hermafrodito se convirtieron realmente en uno. La pareja se fusionó en un solo cuerpo. Un cuerpo, dos sexos. Dejaron de ser la náyade Salmacis y el joven Hermafrodito para ser, en cambio, intersexuales, varón y hembra coexistiendo bajo una forma. Aunque los romanos considerarían este estado como un desorden que amenazaba las estrictas normas militaristas de su sociedad, los más abiertos griegos apreciaron, celebraron e incluso adoraron el género hermafrodita. Las estatuas y las representaciones en cerámica y en frisos de los templos nos muestran que, al parecer, lo que los romanos temían los griegos lo encontraban admirable. (...)


LOS GRIEGOS Y EL AMOR

Así como se multiplicaban los dioses, se multiplicaban los hombres. Pero que el fuego divino formase ahora parte de nuestra naturaleza significaba que compartíamos con los dioses la capacidad no solo de lujuria, copulación y reproducción, sino también la capacidad de amar. El amor, como sabían los griegos, es complicado. (...)

Los griegos desenmarañaron la complejidad del amor a base de nombrar cada una de sus hebras por separado y aportar divinidades que las representasen. A Afrodita, la diosa suprema del amor y la belleza, la atendía un séquito de diosecillos alados y desnudos llamados los erotes. Como muchas deidades (Hades y sus cohortes del inframundo, por ejemplo) los erotes se encontraron de repente con mucho por hacer una vez que la humanidad se estableció y comenzó a florecer. Cada uno de los erotes era capaz de promulgar y promover una pasión amatoria distinta. ANTEROS: el joven patrón del egoísta amor incondicional.* EROS: el líder de los erotes, dios del amor físico y del deseo sexual. HEDÍLOGOS: el espíritu del lenguaje del amor y de las expresiones cariñosas, que hoy, damos por hecho, vela por las tarjetas de San Valentín, las cartas de amor y las novelas rosas. HERMAFRODITO: el protector de los varones afeminados, las hembras masculinas y todos aquellos que hoy denominaríamos de un género más fluctuante. HÍMERO: la encarnación del amor desesperado, impetuoso, impaciente por ser satisfecho y listo para estallar. HIMENEO: el guardián de la alcoba nupcial y de la música de la boda. POTO: la personificación del anhelo lánguido, del amor por el ausente o el que ha partido. De todos estos, el más influyente y devastador fue Eros, en poder y capacidad para sembrar malentendidos y desavenencias.

Eros era hijo de Ares y de Afrodita. Bajo el nombre romano de CUPIDO, suele ser representado como un niño risueño con alas a punto de disparar una flecha con su arco de plata, una imagen muy reconocible hasta la fecha, cosa que hace de Eros tal vez el más instantáneamente identificable de los dioses de la Antigüedad clásica. La codicia y el deseo erótico se asocian con su figura, así como el enamoramiento súbito e incontrolable que resulta tras ser atravesado por su dardo, la flecha que obliga a sus víctimas a enamorarse de la primera persona (o animal) que vean después de ser heridos.* Eros puede ser tan caprichoso, dañino, azaroso y cruel como el amor mismo. (...)

Los griegos tenían como mínimo cinco términos para «amor»: AGAPE: el amor grande y generoso que describiríamos como «caridad» y que podría referirse a cualquier tipo de amor sagrado, como el de los padres por sus hijos o el amor de los adoradores por su dios.* EROS: la hebra de amor llamada con el nombre del dios, o con el nombre del cual recibió el suyo el dios. El tipo de amor que nos mete en líos tremendos. Mucho más que afecto, mucho menos que espiritual, eros y lo erótico pueden llevarnos a la gloria o a la desgracia, al apogeo de la felicidad y a las profundidades de la desesperación. FILIA: la forma de amor aplicada a la amistad, la inclinación y el cariño. Vemos sus huellas en palabras como «francófilo», «necrofilia» y «filantropía». STORGE: el amor y la lealtad que uno sentiría por su país o su equipo de fútbol podría ser considerado estórgico. El propio Eros, mientras que en el Renacimiento y el Barroco sería representado como acabo de describir –un querubín descarado, risueño, con hoyuelos (a veces con los ojos vendados para significar la naturaleza caprichosa y arbitraria de su puntería–, era para los griegos un joven adulto de gran destreza. Artista y atleta (tanto sexual como deportivo), se le consideraba patrón y protector del amor entre hombres, así como una presencia titular en el gimnasio y en la pista de atletismo. Se lo asociaba con delfines, gallos, rosas, antorchas, liras y, claro está, con aquel arco y aquel carcaj lleno de flechas.(...)

La mayoría de los humanos del mundo mediterráneo eran gobernados por reyes. La explicación de cómo lograron esos autócratas establecer su dominio sobre esa gente varía. Algunos descendían de inmortales, incluso de dioses. Otros, como es costumbre humana, acapararon el poder por medio de la fuerza de las armas o de las intrigas políticas. (...)









lunes, 29 de noviembre de 2021

"TRIGO LIMPIO" como perfecto ejemplo de novela picaresca.



UNO
Una de las muchas consecuencias que tuvo la ampliación del aeropuerto fue la construcción de un colegio nuevo. La pista circular de despegue y aterrizaje, una vez terminada, quedaba a no más de cincuenta metros del patio donde los alumnos nos dejábamos los últimos dientes de leche. Las alas de los aviones pasaban tan cerca, que los niños estirábamos los brazos a través de la valla, convencidos de que podríamos acariciarles el plumaje. No obstante, no era higiénico para nosotros —ni estético para ellos— que nos siguiéramos comiendo allí el bocadillo de media mañana, al rebufo del queroseno y la goma quemada. Así que en las vacaciones de la Navidad del año 1992, hicimos el tránsito al nuevo centro. Yo, que lo mismo me apuntaba a destrozar bailes folclóricos que me daba por aprender el método Caballero de mecanografía, fui uno de los muchos que ayudaron a desembalar y colocar mesas, sillas, pizarras, armarios y estanterías en el nuevo colegio. Recuerdo de qué manera el director y su mujer nos dirigían cual enjambre de tontos: desplegaos con rapidez, empujad con fuerza, sujetad con brío. Vivimos aquellos días de mudanza con un júbilo más propio de un rebaño de
catequesis que de un grupo de escuela pública. Así nos va ahora.
El cambio de instalaciones no supuso la demolición del antiguo colegio. Al menos no al principio. Durante unos cuantos años, allí quedó ese enorme edificio de tres plantas, rodeado de un patio que albergaba una pista de fútbol sala, otra de baloncesto, un invernadero de medio arco, un palomar de mezcla y bovedillas, un gran aparcamiento, tres o cuatro fuentes secas y un caótico y hermoso bosque de mimosas, pinos y eucaliptos. Podría emplearme en describir aquel patio durante páginas y páginas, porque, siempre que lo evoco,la nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo, me acude al cielo de la boca. Pero en este caso lo relevante no radicaba en cómo era, sino más bien en qué ocurría allí. A pesar de que el viejo colegio había sido precintado por la Administración pertinente, la gente seguía entrando, quizá
con más naturalidad que antes, por una puerta que alguien había improvisado a fuerza de patadas y empellones, no muy lejos de la principal. Y según la edad, la hora y las ganas, se practicaban deportes, se paseaba bucólicamente entre los árboles y la maleza, se bebía alcohol y se fumaban los primeros cigarrillos, se organizaban peleas por cuestiones de honor y, si sabías de qué iba eso del amor en los noventa, podías llegar a perder la virginidad sin demasiados remordimientos.
Es aquí, quizá, en este punto, desde donde debería haber arrancado, desde donde debería haber empezado a relatar esta historia. Me doy cuenta ahora.
Ya no es el comienzo, obviamente, pero puede que siga siendo el principio de todo lo que vino después. La escena en la que pienso es la que sigue.
Jugábamos un partido de fútbol sala que se enmarcaba en un campeonato despiadado y salvaje en la pista del viejo colegio. A esto lo llamábamos «jugarse una Casera», porque el trofeo era un refresco de esa marca que nos bebíamos mientras dedicábamos canciones procaces al equipo perdedor. En un momento determinado del partido, próximo a acabar, el balón, porque así lo quiso la diosa Fortuna o porque a mi primo siempre le sobró el talento para
el regate intuitivo y la asistencia generosa, cayó botando a mis pies con la lentitud y la elegancia de un globo de helio. Yo, que nunca fui muy dado ni a la filigrana ni al requiebro, lo tuve clarísimo al instante y puse en funcionamiento toda la maquinaria articular: le di tal punterazo al balón que sobrevoló la portería, la valla del colegio y, para mayor dramatismo, la del aeropuerto. Lo escribo tal como lo recuerdo y lo recuerdo tal como lo estoy viendo ahora que cierro los ojos unos segundos. En aquella tarde de mi temprana adolescencia, un levante de mil demonios afeitaba el asfalto de la pista de aterrizaje. Así que el balón, después de botar cinco, seis o siete veces, comenzó a rodar como si no tuviera pensado detenerse hasta golpear la mismísima torre de control, que se alzaba a dos kilómetros de distancia, metro arriba, metro abajo.
Lo que viene a continuación lo recuerdo, en cambio, con la fidelidad de lo que ha sido contado una y mil veces. Que a estas alturas no sé si es mucha o poca, la verdad. En cuanto el balón dejó atrás la valla del aeropuerto, inicié el protocolo de actuación consensuado para estas situaciones de emergencia.
Salí disparado, me colé por uno de los agujeros que habíamos hecho en las alambradas y rompí a correr detrás del balón al sentir que un fuego antiquísimo me abrasaba el corazón. Las veces que volví la mirada hacia atrás, quizá en tres o cuatro ocasiones, por prudencia o por miedo, no lo sé, de verdad que no lo sé, pude ver a todos —a mi equipo y al contrario— aferrados a la valla, sacudiéndola como si estuvieran siendo electrocutados, jaleándome, gritando palabras que el levante me traía y se llevaba con la misma velocidad. Y yo corría, claro, y corría y corría. Y, por alguna contundente ley de la física, el balón parecía hacerse más y más pequeño, casi diminuto, apenas la cabeza de un alfiler, hasta que las luces de la pista de
aterrizaje, blancas, rojas, azules, verdes, se encendieron todas a la vez, y el balón pareció desintegrarse, o yo, miope avergonzado en aquellos años, lo perdí de vista. Puede ser que en ese momento me planteara dar media vuelta y dejar las cosas como estaban. No lo descarto porque ahora me parece un sentimiento muy humano y muy inteligente, pero nuestro protocolo de actuación se sustentaba en una ley con hechura de buen epitafio: sin balón no se vuelve. De modo que continué corriendo algunos metros más, hasta que mi cerebro trianguló neuronas y concluyó qué significaban aquellas luces multicolores. Un avión estaba a punto de aterrizar. Y ahí sí que el vientre se me apretujó como quien escurre una esponja. Me mordí la lengua y cambié el rumbo de la carrera convencido de que, si alcanzaba la alambrada, sería capaz de saltarla como una gacela en un documental. Y en esas estaba yo, en la gacela, en las luces, en el avión, en el cielo, en los amigos agitándose y gritando, en la valla a apenas unos metros y en el miedo, sobre todo en el mucho miedo, un miedo tan físico como rebanarse un dedo afilando una rama, cuando un coche patrulla de la Guardia Civil se interpuso en mi camino, y primero me comí el retrovisor y después, sin solución de continuidad, una buena cuña de asfalto. Y ahí sí, tumbado en el suelo, a punto de perder la consciencia, aquellos gritos de mis compañeros, bien entonados, bien musicados y muy bien traídos, me envolvieron como una fresca sábana
de algodón: «¡Hi-jos-de-pu-ta, hi-jos-de-pu-ta!».(...)

 

DOS
Yo sabía perfectamente qué era lo primero que iba a decirme mi padre cuando viniera a recogerme. Y esa certeza me tranquilizaba un poco. El problema era que acudiera mi madre.
En la parte trasera del coche patrulla, sin dedicarme una sola palabra, dos agentes me llevaron hasta el cuartelillo que la Guardia Civil tenía en el aeropuerto. Escribo «cuartelillo», pero bien podría escribir «zulo», «trastero», «recoveco» o «agujero». Madre de Dios, qué condiciones de trabajo, qué mierda de vida. Era una ratonera minúscula, con las paredes enmohecidas, cubiertas con caras de terroristas, sin apenas muebles (una mesa de madera, un sillón acolchado, un armario de metal y tres sillas de plástico unidas entre sí por una barra de hierro) y, por supuesto, ninguna ventana, ningún tragaluz, ningún resquicio por el que se pudiera colar la idea de que todo aquello acabaría bien.
Allí solo, sentado en una de las sillas, me dejaron no sé cuánto tiempo al albur de mis pensamientos. Es verdad que de vez en cuando entraba algún que otro agente, pero nunca para dedicarme siquiera una palabra ofendida ni para dirigirme una mala mirada. Así que tuve tiempo de cebar y cebar un pensamiento que me traía loco: mi madre me mata y después se muere ella.
Al rato, me di cuenta de que si dejaba de gimotear y aguzaba el oído, podía oír algunas cosas que ocurrían al otro lado de la puerta. Pasos que se aproximaban o alejaban, risotadas espasmódicas, toses moribundas, golpes indescifrables e incluso alguna que otra palabra inconexa y, por tanto, con una fuerza poética inusitada.
Precisamente en esas atenciones estaba yo, cuando la puerta se abrió y entró un guardia civil acompañado de un hombre, al que le dijo siéntese ahí y espere. El adverbio «ahí», obviamente, significaba en una de las dos únicas sillas que quedaban a mi lado. Por momentos, la situación parecía ir tintándose de ese color mortecino que tienen las vidas echadas a perder. El agente, que irradiaba un hastío más insano que el uranio, volvió a salir y, por primera vez desde que estaba en aquel cuchitril, oí cómo cerraba la puerta con llave. Fue como un clac, clac, clac, que en vez de entrar por las orejas se me coló por las fosas nasales y me hinchó los pulmones. Y sé que fue así porque deduje algo tan básico como trascendental: a mí no me habían encerrado durante todo ese tiempo, pero a ese hombre sí querían tenerlo bien controlado.
No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. Dejarlo aquí. Incluso borrar lo escrito hasta ahora, que no es mucho y duele poco. No obstante, para eso siempre hay tiempo. Permitámonos el gusto de ir un poco más allá.


TRES
—Eres muy joven para estar aquí, muchacho.
—…
—¿En qué te has metido?
—No sé.
—¿Algo habrás hecho?
—Nada.
—¿Eres hijo de alguno de los guardias civiles?
—Qué va. Qué más quisiera yo.
—¿Entonces?
—Un fallo de cálculo.
—¿Y qué calculaste mal?
—El espacio, el tiempo, la velocidad, todo. Un desastre. Me colé en la
pista de aterrizaje buscando un balón.
—Así que tú eres el niño del que todo el mundo habla ahí fuera.
—Madre mía…
—¿Qué?
—Me van a matar, ¿no?
—No creo, hombre. Todo el mundo pasa alguna vez por estos sitios.
—Mi padre no se va a jugar la vida, pero mi madre no teme ir a la cárcel. Tiene el orden de los factores muy claro: primero me mata y después pregunta. Me lo ha dicho muchas veces.
—Seguro que es una buena madre.
—La mejor, sin duda. Se la regalo. ¿Y usted por qué está aquí? ¿Otro fallo de cálculo?
—Creo que piensan que he falsificado el pasaporte.
—¿Y lo ha hecho?
—No. Claro que no.
—Por eso está tan tranquilo.
—Aquí nunca se puede estar tranquilo. Es algo que a lo mejor aprendes hoy.
—¿Por qué?
—Porque ellos están en su derecho de pensar que el pasaporte es falso.
—Pero habrá alguna forma de comprobarlo, ¿no?
—Claro. Ellos mismos son la forma de comprobarlo.
—A lo mejor lo hacen bien. Quién sabe.
—Puede. Saldremos de dudas en un rato. Y mientras eso ocurre, amigo
mío, si no te parece mal, hablaremos. Me gusta hablar. ¿A ti no?
—Supongo que también.
—¿Solo lo supones?
—Hablo bastante con mis amigos. Y en mi casa, aunque mucho menos, también lo hago con mi madre. Pero nunca he hablado con un desconocido en un cuartel de la Guardia Civil, como para saber si también me gusta.
—Hablar siempre es hablar. Da igual con quién y dónde lo hagas. Lo importante, eso sí, es contar las cosas bien.
—Ya… Como todo.
—No, como todo no. Hay cosas que basta con hacerlas. Bien, mal o regular. Da igual. Hombre, si se hacen bien, siempre es mejor. Pero que no pasa absolutamente nada de nada si se hacen mal. Ejemplo: exprimir una naranja. Ejemplo: cavar una tumba. Ejemplo: soplar una vela.
—Y hablar no entra en ese grupo… Entendido.
—Más bien es contar. Piénsalo. Cuando tus padres vengan a recogerte, lo que cuentes y cómo lo cuentes, te salvará o no la vida, a tenor de lo que me has dicho sobre tu madre.
—Me gusta exagerar. No tiene que hacerme mucho caso. Además, estoy nervioso. En cualquier caso, mi madre no me dejará ni abrir la boca.
—Bueno, exagerar es un excelente recurso retórico en determinadas situaciones. Así que eso juega a tu favor. A ver, dime, ¿qué les vas a contar?
—La verdad.
—¿La verdad?
—Sí, supongo que sí.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que me metí en la pista del aeropuerto para buscar un balón.
—Contar la verdad está bien, muchacho. Yo diría que es lo correcto, aunque a veces a mí lo correcto me ha importado bien poco. Pero, antes de llegar a ese punto, hagamos un alto y planteémonos una cuestión. ¿Es eso que cuentas la verdad?
—Claro que lo es.
—Lo formulo de otro modo. ¿Es esa la verdad tan solo porque tú piensas que lo es?
—No me parece una mala razón. ¿A usted sí?
—No sé. ¿Basta con eso? ¿Tu experiencia es suficiente para determinar que la verdad es que entraste en la pista de aterrizaje porque ibas buscando un balón?
—Yo creo que sí. Vamos, que, aunque a veces no me fío ni de mí mismo, en esto estoy convencidísimo.
—Qué gran error.
—Vaya, hombre. Hoy no doy una.
—¿De qué te fías más? ¿De lo que ves, de lo que oyes, de lo que tocas, de lo que hueles o de lo que saboreas?
—No tengo el cuerpo para enigmas.
—Contesta, por favor.
—Creo que me fío de todos mis sentidos. Hasta ahora no me han jugado malas pasadas.
—No me he explicado bien. Te pongo un ejemplo. Me gustan los ejemplos. No sé si te lo he dicho. Los ejemplos son luz. Imagina que alguien te pide que le digas lo que hay en el interior de una habitación. Estás a punto de entrar y, antes de abrir la puerta, te exige que elijas el único sentido que podrás emplear en esa tarea. ¿Con cuál te quedas?
—Con la vista, sin dudarlo.
—¿Para ti es el más fiable?
—Sí.
—Muy bien. Ahora entras y compruebas que la habitación está vacía.
Puedes salir y cambiar de sentido. ¿Lo haces?
—Sí.
—Elige.
—Ni el tacto ni el gusto, porque ya he mirado y no hay nada que tocar ni saborear. Elijo el olfato. Los olores no se ven. A lo mejor es un perfume o un escape de gas.
—Vale. Vuelves al interior y no hueles nada. Aire que entra y sale de tus pulmones. Solo eso. ¿Qué hacemos ahora?
—Oído.
—Vale. Adentro entonces.
—¿Qué? ¿Oigo algo o no?
—Nada de nada.
—No sé. Quizá me he precipitado descartando el gusto.
—¿Vas a lamer el suelo y las paredes?
—Es un acertijo, podría hacerlo y no sería tan asqueroso como en la vida real.
—¿Quién ha dicho que es un acertijo?
—Lo parece.
—No es ningún acertijo.
—¿Qué es entonces?
—Una demostración palpable de que ni tú mismo te fías del sentido en el que mayor confianza depositas. Entraste en la habitación y comprobaste que no había nada. Debiste salir y decir exactamente eso. Dentro no hay nada.
Pero decidiste hacer uso de otro sentido. Y aun así, tú quieres que yo te haga caso cuando cuentas esa verdad de la pista de aterrizaje porque, sencillamente, es lo que viste.
—Es lo que viví. Es distinto. Además, usted me ofreció otro sentido.
—De ninguna manera. Yo te pregunté.
—Eso es trampa.
—No. Eso es hablar bien. Contar las cosas en el orden y del modo adecuados.
—No lo tengo tan claro. Me suena a manipulación.
—Vaya. Ya salió la palabra. No nos adelantemos tanto, anda. Hablar de manipular siempre simplifica la realidad. Hagamos otra cosa. Cuéntame cómo ocurrió lo de la pista de aterrizaje.
—Ya lo he hecho.
—No me lo has contado. Solo me has dicho que perseguías un balón.
—Es que es exactamente eso.
—Bueno, hagámoslo de otro modo. Cambiemos el orden. Primero te relato yo lo que se cuenta ahí afuera sobre lo sucedido. Porque ellos tienen su propia versión. Los agentes, los pasajeros, incluso el camarero de la cafetería y los empleados de la limpieza. Todos. Recuerda que has conseguido tú solito que el avión que estaba a punto de aterrizar volviera a alzar el vuelo.
—¿Cómo dice?
—No te preocupes, muchacho. No es para tanto. Ha aterrizado treinta y cinco minutos después sin problema alguno.
—Mierda, mierda, mierda. No salgo vivo de esta. Mi madre me va a despellejar.
—¿Vuelves a exagerar?
—No, esta vez no.
—Seamos cautos. Tu madre aún no está aquí. Yo te cuento lo que he oído, pero luego te toca a ti, ¿vale?
—Joder, qué putada.
—¿Vale?
—Es que no la conoce. No está pasando por su mejor momento.
—No estamos en eso ahora.
—No estará usted.
—Ni tú tampoco.
—Yo sí. Que soy el que va a pillar golpes hasta en el cielo de la boca.
—Como quieras. Pero ahora yo te cuento y luego tú me cuentas.
—…
—Yo te cuento y tú me cuentas, ¿vale?
—Vale.

1-¿Se trata de una narración? ¿Por qué?
2-¿Qué tipo de narrador emplea?
3-¿Cuál es su estructura? ¿Por qué? ¿En qué partes se puede dividir? ¿Es la más usada? ¿Por qué?
4-¿Dirías que es una obra literaria? ¿Por qué? ¿A qué género literario pertenece?
5-¿A qué subgénero dirías que pertenece? ¿Por qué? ¿Podría pertenecer a algún otro?
6-¿Qué tipo de héroe es su protagonista: héroe clásico, héroe por accidente o antihéroe?
¿Es un personaje plano o redondo? ¿Por qué?
7-¿En qué tipo de espacio se desarrolla la acción?
8-¿Esta historia contiene alguna enseñanza o moraleja? ¿Cuál es? ¿Está explícita -aparece- o implícita -se entiende-?
9-¿Hay algún guiño metaliterario? ¿Y metacinematográfico?

domingo, 28 de noviembre de 2021

Los hermanos Machado: THE MACHADO BROS.

 






Un secreto esencial (artículo de Javier Cercas, punto de partida de su novela o "relato real" Soldados de Salamina).

UN SECRETO ESENCIAL (Javier Cercas)


Acaban de cumplirse 60 años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al Gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero. 


La noche del 22 de enero, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cervià de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar 600 metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Colliure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizá el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia". 


La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, quien vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid ese día, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo con un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Colliure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante la tumba de su madre y de su hermano muerto, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos. 


Pero la historia -por lo menos la historia que hoy quiero contar- tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Colliure, fusilaban a Rafael Sánchez Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de la Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: "¡Por aquí no hay nadie!". Dio media vuelta y se fue. 


"De todas las historias de la Historia/", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España/, porque termina mal". ¿Termina mal? Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos; nunca sabremos qué se dijeron José y Manuel Machado ante la tumba de su hermano Antonio y de su madre. No sé por qué, pero a veces me digo que, si consiguiéramos desvelar uno de esos dos secretos paralelos, quizá rozaríamos también un secreto mucho más esencial.


1. Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. (1.5 puntos)


2. Explique la intención comunicativa del autor (0.5 puntos) y comente dos mecanismos de cohesión distintos que refuercen la coherencia textual. (1 punto)


3. Elija UNO de estos temas y elabore un discurso argumentativo, de entre 200 y 250 palabras, en respuesta a esta pregunta, eligiendo el tipo de estructura que considere adecuado. (2 puntos)

-¿La desobediencia individual (por ejemplo, del miliciano que perdona la vida a Sánchez Mazas) sirve para algo o es un sacrifico arriesgado e inútil? 

-¿Es posible condensar la Historia de España en uno o dos momentos esenciales, en uno o dos secretos paralelos?

-"De todas las historias de la Historia/", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España/, porque termina mal". ¿Termina mal?



El teatro hasta 1936





Podéis quitarme mi hacienda, mi patria, mi fortuna e incluso, como estáis a punto de hacer, mi vida. Pero hay una cosa que no podéis quitarme: ¡el miedo que tengo ahora mismo!

(Pedro Muñoz Seca a los milicianos que iban a fusilarle, hace hoy 85 años).


"No quiero la sangre de ese: está llena de gerundios" (Valle-Inclán y José Echegaray). 


sábado, 27 de noviembre de 2021

Dale más gasolina, James.

 

COLUMNA DESÓRDENES

Dale más gasolina, James Rhodes: otro 'progre' esnob contra el reguetón

 Lorena G. Maldonado  @lorenagm7 27 noviembre, 2021

Que dice James Rhodes que no entiende la popularidad del reguetón: con la Iglesia hemos topao’. Ha echado a Bad Bunny al callejón con Beethoven para que se navajeen en la reyerta más soporífera y rancia de todos los tiempos, la vieja guerra entre las presuntas baja cultura y alta cultura. Es curioso que tanta gente crea que la música, o el arte, o la literatura son más valiosos cuanto más nos transportan a estados solitarios, recogidos y reflexivos del espíritu, cuanto más nos subyugan y nos sacrifican, cuanto más nos aíslan y sofistican.

Menuda memez: qué desprecio a la alegría. Como si nos sobrara. Es la misma razón por la que la comedia tiene menos prestigio intelectual que la tragedia -y el optimismo que el pesimismo-, porque la distensión nos une al resto en la misma carcajada, porque nos hace cómplices de los nuestros, porque nos democratiza, y entonces ya no podemos sentir que somos niños eruditos y especiales, refinados e incomprendidos. Ya no podemos sentir que molamos tanto.

Que dice James Rhodes que no entiende la popularidad del reguetón: con la Iglesia hemos topao’. Ha echado a Bad Bunny al callejón con Beethoven para que se navajeen en la reyerta más soporífera y rancia de todos los tiempos, la vieja guerra entre las presuntas baja cultura y alta cultura. Es curioso que tanta gente crea que la música, o el arte, o la literatura son más valiosos cuanto más nos transportan a estados solitarios, recogidos y reflexivos del espíritu, cuanto más nos subyugan y nos sacrifican, cuanto más nos aíslan y sofistican.

Menuda memez: qué desprecio a la alegría. Como si nos sobrara. Es la misma razón por la que la comedia tiene menos prestigio intelectual que la tragedia -y el optimismo que el pesimismo-, porque la distensión nos une al resto en la misma carcajada, porque nos hace cómplices de los nuestros, porque nos democratiza, y entonces ya no podemos sentir que somos niños eruditos y especiales, refinados e incomprendidos. Ya no podemos sentir que molamos tanto.

Rhodes es tan rematadamente cursi, tan pretencioso y remilgado que usa el argumento de la temporalidad y la gloria: "¿Por qué escuchamos después de 200 o 300 años a Bach o a Chopin? ¿Escucharemos a Bad Bunny en dos siglos? Ni de coña". Es imposible de predecir, pero la verdad es que a quién le importa. A quién carajo le importa la trascendencia: ese es un concepto aristócrata, acomodado. Nosotros estamos aquí y mordemos lo que tenemos a mano, lo que nos es útil, lo que nos resulta sanador y expectorante. Sólo un privilegiado como él puede desdeñar las canciones que le nacieron en las manos a los chavales pobres de Latinoamérica para corroer, al menos un ratito y en la noche del sábado, la desidia, la precariedad y el asco mundial, ahítos como estaban de paro, de marginalidad y de desánimo, rabiosos como niños tristes rascando un ramalazo de recreo. De jarana. De desahogo.

Que dice James Rhodes que no entiende la popularidad del reguetón:

con la Iglesia hemos topao’. Ha echado a Bad Bunny al callejón con Beethoven

para que se navajeen en la reyerta más soporífera y rancia de todos los tiempos,

la vieja guerra entre las presuntas baja cultura y alta cultura.

Es curioso que tanta gente crea que la música, o el arte, o la literatura son más valiosos

 cuanto más nos transportan a estados solitarios, recogidos y reflexivos del espíritu,

cuanto más nos subyugan y nos sacrifican, cuanto más nos aíslan y sofistican.

Menuda memez: qué desprecio a la alegría. Como si nos sobrara. Es la misma razón por la que la comedia tiene menos prestigio intelectual que la tragedia -y el optimismo que el pesimismo-, porque la distensión nos une al resto en la misma carcajada, porque nos hace cómplices de los nuestros, porque nos democratiza, y entonces ya no podemos sentir que somos niños eruditos y especiales, refinados e incomprendidos. Ya no podemos sentir que molamos tanto.

Rhodes es tan rematadamente cursi, tan pretencioso y remilgado que usa el argumento de la temporalidad y la gloria: "¿Por qué escuchamos después de 200 o 300 años a Bach o a Chopin? ¿Escucharemos a Bad Bunny en dos siglos? Ni de coña". Es imposible de predecir, pero la verdad es que a quién le importa. A quién carajo le importa la trascendencia: ese es un concepto aristócrata, acomodado. Nosotros estamos aquí y mordemos lo que tenemos a mano, lo que nos es útil, lo que nos resulta sanador y expectorante. Sólo un privilegiado como él puede desdeñar las canciones que le nacieron en las manos a los chavales pobres de Latinoamérica para corroer, al menos un ratito y en la noche del sábado, la desidia, la precariedad y el asco mundial, ahítos como estaban de paro, de marginalidad y de desánimo, rabiosos como niños tristes rascando un ramalazo de recreo. De jarana. De desahogo.

Eso Rhodes no sólo no lo sabe, sino que no lo piensa: claro que él se le adelantó a exactamente 274.671 personas en la carrera por obtener la nacionalidad española, porque es muy cool y muy de izquierdas y además tiene traumas infantiles -el resto no, el resto estamos de puta madre-, así que vino el Gobierno a regalarle la llamada carta de naturaleza por su cara bonita. Estamos hablando de un caballero que no sabe ni lo que es respetar una cola: cómo vamos a esperar que aprecie la música parida en los barrios. No nos cabe un progre esnob más en la baldosa patria. Todo por el pueblo pero sin el pueblo, que el pueblo huele mal y baila guarro.


Suerte que el reguetón cruzó todos los charcos y hace rato que vino

también a aliviarnos las penas a los españolitos amargados por la semana laboral,

por el desamor, por la vida líquida, por la ansiedad y la autoexplotación,

por las expectativas frustradas y los cánones de belleza delirantes y lo felices que son siempre los otros en Instagram. Fue un regalo inconmensurable, en concreto, para mi generación, para los que fuimos obedientes y buenos chicos y lo estudiamos todo y leímos a Proust y a Pessoa y para qué, si hemos vivido en una crisis económica permanente y nos arrastramos de psicólogo en psicólogo y nos queda lejos hasta el plan de tener algún día una puta casa propia.

Estaba la opción de pincharnos música clásica en el tocadiscos que negociamos en el Rastro, descorchar un vino del súper y abrir el gas para esperar la muerte, pero James, llámame loca: nos pusimos Gasolina y nos pintamos los labios y brindamos con whisky por no se sabe bien qué; y peregrinamos con nuestros amigos a algún tugurio para bailar con ellos hasta abajo y abrazarles bajo las luces azules, y sudamos la angustia y nos sentimos sexys y livianos un rato, cantando las canciones fútiles que nos insuflaron la idea de que nada era para tanto. Zúmbale mambo pa’ que mis gatas prendan los motores.

Nos sentó muy bien: por eso lo seguimos haciendo. Aquí y en todo el mundo. Tan transversal es la cosa -“la cosa” es “el goce”- que tendrías que ver cómo lo flipan también con Ozuna o Karol G. o Maluma los niños pijos en sus fiestas con aire acondicionado: no les da vergüenza ninguna la ley del cuerpo, del vacile caribeño y del deseo. Y bien que hacen.

Yo sé que tú nos imaginas a todos nosotros como a una legión de anormales alienados que hablan raro y que danzan medio aborregados, pero eso es estar ciego y sordo: es en ese éxtasis justamente cuando nos estamos liberando, porque liberarse, a veces, conlleva la complicación -¿no es paradójico?- de dejar de pensar. En fin, para que me entiendas: para llegar al orgasmo hay que tener la mente en blanco. Lo sabe hasta la cátedra: se disfruta más sin entenderlo.

James: tú te has confesado fan fatal de Paquita Salas -¿veremos esa serie dentro de 200 años?, jajá- y yo espero de verdad que no se te ofenda Bergman por no estar papándote Secretos de un matrimonio en bucle, que la élite es como es. Piensa en la escena sensacional en la que Magüi se destroza en la pista con Baila, morena. ¿Tú has visto a alguien más feliz en tu vida? Lo dudo, tío. Relájate y disfruta. No sabes qué encantadora es la vulgaridad. Perreo pa' los nenes, perreo pa' las nenas.


1. Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. (1.5 puntos)

 

2. Explique la intención comunicativa del autor (0.5 puntos) y comente dos mecanismos de cohesión distintos que refuercen la coherencia textual. (1 punto)

 3. ¿La crítica el reguetón es lógica y argumentada o se basa en prejuicios similares a los que han sufrido otras manifestaciones artísticas a lo largo de la historia? (2 puntos)