Por entonces los consideraba sus amigos y los acompañaba a todas partes como si estuviera en un libro de Enid Blyton, aunque no tenía claro si ella era Jorge o el perro Tim. Los había conocido unos meses antes en una academia de clases de recuperación. Enseguida empezó a juntarse con ellos y a meterse en líos que realmente no le apetecían como, por ejemplo, poner dinero para comprar un mando a distancia universal e ir por los bares cambiando de canal en mitad de un partido de fútbol o hurtar paquetes de patatas de las tiendas de chucherías. Chicos que buscaban problemas absurdos que cada vez iban a más. Catalina participaba siempre en sus aventuras estrafalarias como en un rito de paso, con el afán de poder formar parte de algo, o acabar siendo con ellos una sola materia, un grupo de chavales de otro barrio que meaban en piscinas ajenas y quedaban para ver películas en casa de alguno de ellos cuando no estaban sus padres. (...)Desde el momento en que supo que sus tetas botaban, que existían cada día más, se preparaba antes de aparecer frente a ellos en el banco de la plazoleta donde se juntaban, como una soprano que debe entrar en escena después de la obertura. También lo hacía cada vez que tenía que salir a la pizarra en clase o pasar delante de cualquier grupo de chicos adolescentes, pero asimismo de obreros de la construcción, camioneros, en fin, de hombres adultos, porque sabía que lo que vendría a continuación serían comentarios relativos a un cuerpo que la despechaba. Cuando estaba segura de que serían demasiado crueles, se daba media vuelta, rodeaba la calle o cruzaba a la otra acera. Unas veces, los juicios que escuchaba hacían referencia a lo poco que resaltaba el busto en su figura, porque les parecía demasiado pequeño. «¿Eres nadadora? Nada por delante y nada por detrás», le decían a un metro de distancia. Otras, el tema se centraba en su falta de sostén porque, aunque no hubiera mucho que sujetar, según gritaban, sus pezones los ponían cachondos. «Eres fea pero al menos tienes tetas», le dijo uno con uniforme militar. Catalina aprendió a recomponerse, a intentar no darle importancia, a fingir que pasaba por alto sus opiniones, a encogerse dentro de las camisetas cuando aún no había descubierto el grunge y mamá seguía sin admitir que su hija necesitaba un sujetador. (...)Era el que mejor le caía, de acuerdo, pero no sentía ningún deseo hacia él. Catalina aún no había besado nunca a nadie y, a diferencia de algunas de las niñas de su antiguo colegio, tampoco le apetecía, ni siquiera sentía curiosidad. Prefería mil veces saltar veinte verjas de tres metros a tenerlo a él o a cualquier otro un centímetro más cerca. Le fastidió que el resto del grupo estuviera compinchado con ese muchacho y ninguno con ella, pero no les reprochó nada, dando por hecho que la preferencia era justificable, pues había llegado la última a la pandilla. Tampoco les dijo una palabra cuando algunos fueron de parte del chico para confirmarle lo que ella había estado esquivando: un zumbido que evocaba una intimidad ajena expandiéndose y estallando en la suya, como la espuma rosa que ocupaba su mente en los momentos de fiebre. «Le gustas a Fulanito», le dijeron, pero Fulanito no se había fijado en cómo ella lo evitaba desde que lo vio venir. Finalmente, el mismo Fulanito, después de mucho tartamudear y sonrojado como un cielo cargado de aluminio, le declaró del todo sus intenciones. —¿Quieres salir conmigo? (...)Entonces él continuó con el galanteo: «Tú no eres como las otras chicas —¿cómo son las otras chicas?—; me gustas porque eres como un tío», y si le gusto porque soy como un tío, por lógica, es que a él no le gustan las chicas sino los tíos, ¿no? Agobiada, no vio otro remedio que decirle que, sintiéndolo mucho, con todo el pesar de su corazón, pidiendo que no se enfadara con ella e implorando perdón de antemano sin saber bien el porqué, solo le gustaba como amigo, pero como un gran amigo, el mejor amigo del mundo. «Sigamos siendo amigos, ¿vale?» El chico pareció asombrarse del rechazo, cosa que a ella le sorprendió aún más después de haberle mostrado por todos los medios que la respuesta iba a ser un no. Un silencio vasto como un campo de ortigas arrasó con la ceguera del muchacho. —¿Estás enfadado conmigo? —rompió ella—, me has prometido que no te ibas a enfadar. —Yo no te he prometido nada —contestó—, y no, no estoy enfadado. En realidad me da igual, tampoco me gustas tanto. Catalina no añadió nada antes de ver cómo Fulanito se alejaba de ella y se reunía en el banco de la plazoleta con otro del grupo que le pasó la mano por el hombro. Nadie vino a hablarle. Ya se le pasará, pensó, sintiendo lástima por él, disculpándolo y preguntándose qué habría hecho para gustarle tanto de repente, con sus brazos largos, sus manos grandes, su cuello de jirafa, su pelo encrespado y sus tetas pequeñas. Unos días más tarde se encontró el banco vacío, y al siguiente solo lo llenaba una enorme pintada. Le habían dejado un mensaje escrito: un nombre que no era exactamente el suyo pero que sabía suyo, el que había usado para presentarse ante ellos unos meses antes en las clases, acompañado de dos palabras. Cata la chupa.Le dolió la frase, el sujeto, el verbo, el predicado. Agradeció un poco el pronombre que hacía de objeto directo y sustituía al mismo. También le escoció que les diera igual no tenerla como amiga y que la castigaran con una autoridad que sigue sin saber quién les otorgó. Le pusieron una etiqueta que la rebajaba a lo que para ellos era un insulto y, para ellas, un insulto y un problema. Aun así, en vez de llorar, de enfadarse, de enfrentarse a esos chicos, se sintió avergonzada de parecerle eso a alguien porque lo escrito (aunque fuera en un banco), escrito está. Catalina se refugió en la compañía de mamá el resto del verano y parte del otoño, solo para estar a su lado, sin contarle una palabra de lo que le había ocurrido. Ella debió de intuir que algo no marchaba bien, pero no supo preguntar o prefirió callar, contenta de volver a tener a su hija cerca, aunque fuera apesadumbrada, decepcionada y muchos otros adjetivos que no habría sabido identificar, lo importante era que había vuelto a mamá y eso dotaba de una razón a su existencia. Algo más importante que estar a dieta.Uno de los días en que volvían juntas de la compra, se cruzaron con aquellos chicos. Catalina los miró de reojo, sin saludarlos, pensando cómo una pintada había hecho jirones otros tiempos. Al pasar le gritaron «puta» y «calientapollas» y también «marimacho» a cuatro metros de su espalda. Ella no miró con la esperanza de que mamá no sospechara que se referían a su hija. En cambio, tanto mamá como el resto de las mujeres en el trasiego de la calle a esas horas sí que se dieron la vuelta, aunque Catalina no supo si era porque estaban escandalizadas o por identificarse con aquellas palabras. En el fondo le daba igual cómo la llamaran aquellos chicos, solo temía que mamá se enfadara con ella por ser algo que no le gustaría que fuese, independientemente de si ejercía cualquiera de esos roles, del mismo modo que le asusta mucho más llegar tarde a casa que no llegar. Se había quedado sin amigos de los que aprender a no ser una chica, pero en lugar de encontrar un segundo para entristecerse, llorar o intentar comprender el porqué de lo ocurrido, buscó cómo reponerse con urgencia. Se transformó, de un curso para otro, en una chica estudiosa —menos vaga— para no asistir nunca más a clases de recuperación. De esa manera no tendría que volver a pasar por aquel barrio ni ver una parte de su nombre escrito en aquel banco, ya que no había forma de borrarlo. Tampoco ha podido eliminarlo de su memoria, así que ahora intenta mirar la parte positiva que sacó de todo aquello: sus notas.Fragmento de LA EDUCACIÓN FÍSICA.Premio Biblioteca Breve 2023.Rosario Villajos (Seix Barral)
-Escribe el texto cambiando la focalización o el punto de vista a otro personaje: puedes ser uno de los chicos, la madre...-Escribe una carta abierta explicando tu reacción al leer este fragmento.-Escribe un artículo de opinión/carta al director sobre el fragmento.Siempre será mejor que tú decidas sobre qué y cómo quieres escribir pero, por si acaso, te paso algunos posibles temas secundarios:-¿Es posible la amistad entre chicos y chicas? ¿Es conveniente tener amigos con los que nos sintamos forzados a cambiar nuestra personalidad?-¿La presión de grupo puede hacer comportarse mal a todo el mundo o solo a las malas personas y cobardes?-¿El machismo o la misoginia parten muchas veces de un complejo o rencor?-¿Crees que la madre se ha dado cuenta de la situación? ¿Y las vecinas? ¿Debemos intervenir en ese tipo de situaciones o eso empeoraría la situación?-¿Crees que Cata debería habérselo contado a su madre? ¿Tú lo hubieras hecho? ¿Que pros y contras tiene? ¿Es importante la comunicación?-¿Cómo se vive después de un episodio así? ¿Te hace más fuerte? ¿Te hace más maduro?
A CONTINUACIÓN TIENES MÁS FRAGMENTOS PARA LEER, REFLEXIONAR, CONTESTAR A LAS PREGUNTAS O COMENTAR DE FORMA LIBRE (SEGURAMENTE, ACABARÁN POR CONVENCERTE DE COMPRAR EL LIBRO, DISPONIBLE TANTO EN EDICIÓN FÍSICA COMO DIGITAL ;) )
Silvia y su madre se habían quedado recogiendo la cocina y después se echarían una siesta. Hacía tiempo que Catalina ya no dormía a esas horas, de modo que se ha ofrecido a ayudar al hombre. Poner este tipo de dispositivos era su trabajo habitual. Él se ha subido a una escalerilla y ella le ha ido pasando las herramientas desde abajo. Al terminar le ha mostrado a Catalina el aparato roto bajo la sombra de una higuera. Se lo ha expuesto abierto, mostrando los cables y explicándole cuál de ellos no funcionaba y, tirándolo al suelo, ha dicho alguna tontería que ha hecho que Catalina se riera. Entonces la ha abordado y ella se ha dejado abrazar. Hasta que el abrazo se ha hecho primero borroso y después sombrío. Cuando ha conseguido apartarse de él, este se ha disculpado al verle los ojos húmedos. «Perdona...», ha dicho el hombre, pero enseguida ha pronunciado unas palabras que han estropeado todo lo que hasta entonces ella pensaba que era hermoso. «Perdona...», pero Catalina no quiere ni puede perdonar; lo único que desea es olvidar. Olvidar el beso, olvidar sus bromas, olvidar lo que había supuesto afecto hacia ella a cambio de afecto y admiración hacia él. Qué tonta, se dice, solo porque me hablaba como a un ser humano. Al parecer su cariño ha sido interpretado de otro modo. «Perdona... —y después ha añadido—, pero todo esto es culpa tuya.»" (...)
-¿Has estado en alguna situación en que tú o la otra persona confunda afecto por atracción? ¿De quién ha sido la culpa? ¿Ser amable es dar pie a..? ¿Y si, como en este caso, una de las dos personas es menor? ¿Quién debe ser prudente a la hora de interpretar o dar por hechas las supuestas "señales"?
-¿Te parece que el consentimiento debe ser clave en una relación? ¿Crees que siempre se le ha dado la misma importancia?
-De nuevo, puede ser un texto interesante para REESCRIBIRLO EN PRIMERA PERSONA, DESDE EL PUNTO DE VISTA DE CUALQUIERA DE LOS DOS PERSONAJES.
Cruzar el descampado es lo más parecido a lo que viven los personajes de las novelas del oeste y de aventuras que leía hace unos años, solo que John Silver y el pequeño Jim quieren encontrar un tesoro en una isla y Catalina solo quiere llegar a casa a tiempo y sin que la violen. Una de aquellas veces, a pesar de que era pleno invierno, llegó a su portal tiritando, pero no de frío, sino porque oyó un ruido y creyó que alguien la estaba siguiendo. El suyo, le han dicho, es un miedo ancestral, estadístico, antropológico, epigenético, fundado. Nunca lleva tacones por si tiene que salir corriendo (y porque se siente como una araña con zapatos). (...) Lo normal es llevar las llaves en la mano, como hace Silvia, que se las pone entre los dedos de manera que dientes y puntas sobresalen como las zarpas de Lobezno en los cómics de Marvel. Pero a Catalina papá y mamá no le dejan las llaves para salir por ahí, están seguros de que las perderá. Pablito ya las ha perdido media docena de veces, pero a él, en cambio, mamá siempre se las repone con un juego nuevo. «Qué despistado eres, hijo mío», le dice tan solo. Pablito tiene derecho a estar en Babia si le da la gana. Ella no tiene derecho ni a guardar silencio. Ni siquiera le han dado la oportunidad de perderlas una sola vez. Le hierve la sangre cuando lo piensa: unas semillas más para el rencor que está sembrando en el corazón de su criatura interior. Detrás de las normas de la casa, las restricciones, los toques de queda y las prohibiciones ya sabe que solo hay un empeño de hacerla desistir de ir a cualquier lado. (...)No dejan de repetirle que es por su bien, aunque no entran en detalles sobre cómo no dejarla salir le puede hacer bien a nadie. Para papá y mamá, una hija está mejor con su madre. Para papá, exclusivamente, «las niñas no necesitan socializar tanto, porque las mujeres no tienen ni nunca podrán tener amigos». Cada vez que Catalina, su hija, escucha esa última frase no la entiende como una norma, sino como un dictamen de permanencia en el lado equivocado —y salvaje— de la vida que, además, la remite a su experiencia con los chicos asaltadores de piscinas. Aun así, está segura de que sus padres se equivocan, ese es uno de los superpoderes que le ha regalado la adolescencia: oponerse a lo que piensen los adultos, no dar su brazo a torcer. (...)
Acababa de arroparse y cerrar los ojos cuando la cama y el techo comenzaron a dar vueltas; ya no estaba fuera del cuerpo sino girando muy dentro de él. Se asustó, no sabía cómo controlar ese estado y al final apareció la culpa para engullirlo todo. Había fallado a papá y mamá, que en ningún momento le habían dado permiso ni para salir, haciendo una copia de las llaves de Pablito. Además, no había estado seria ni educada como a ellos les gustaba sino todo lo contrario. Quizá se había pasado de lista. ¿Y si sus amigos se habían estado riendo de ella y no se había dado cuenta? Se acordó de los chicos de las clases de recuperación saltando aquel muro, se acordó del banco pintado con un currículum que aún le afligía, se acordó de su amiga Amalia del colegio, con la que evitaba el contacto y casi no había vuelto a hablar desde hacía un año. Para ser exactos, Amalia la había llamado tres veces y ella solo le había devuelto la llamada en las dos primeras ocasiones. Esa noche Catalina lloró por nada y por todo, (...) el mismo TODO al que alguna vez le gustaría poner palabras. Al final se pasó la mitad de la noche pegada al váter, devolviendo. Desde entonces no ha vuelto a beber alcohol porque todavía tiene el sabor de aquella madrugada en su memoria, no solo del vómito sino de cómo tuvo que limpiar los grumos con los que había salpicado la tapa para que ni mamá ni papá ni Pablito se percataran de nada. Aun así, continúa pensando en ese fin de semana como el mejor de toda su vida: sin padres, saliendo hasta las tantas y viendo películas arrebatadoras en un reproductor de VHS que rara vez podía usar para ver lo que a ella le diera la gana. (...)
La primera vez le bajó durante la noche, poco antes de acostarse se retorció de dolor en el sofá a la espera de que mamá la llevara a Urgencias, como había hecho tantas otras veces por cualquier nimiedad. Pero en esa ocasión solo le ofreció una manzanilla y ella la rechazó porque el sabor le recordaba a sus días de hospital. A la mañana siguiente las sábanas amanecieron con una mancha oscura y mamá le mandó frotar las bragas con jabón antes de echarlas a la lavadora. A Catalina no le hacía ninguna ilusión saber que iba a tener esos calambres tan a menudo. ¿Por qué había oído a las chicas del instituto hablar de compresas y tampones pero no del dolor? ¿Es que había un complot para no aterrorizar a las niñas más pequeñas con eso? Se preguntó si a ellas también les dolía tanto, si les causaba diarrea y retortijones, si la sangre era roja o marrón, como la suya. Cómo aliviarían el mal en su vientre, en su pecho, en sus piernas, en su espalda. Hablar de todo eso con mamá le parecía impensable, así que dio por hecho que todas las reglas eran iguales, que la menstruación siempre sería así: una mancha en las bragas que aparece tras un dolor de barriga, avisándote de su llegada con un día de antelación. Sin embargo, desde que la tiene, su ciclo no cumple ninguna norma ni en su propio calendario, va y viene sin que haya manera de saber cuándo y cómo; el dolor aparece incluso a los dos días de haber comenzado a manchar. No comprende cómo es posible seguir el ritmo diario con la misma energía que un día sin periodo. Lo más desconcertante, a pesar de todo, es que mamá se echase a reír la primera vez que le insinuó que prefería no ir a clase en ese estado. (...)
1-Vamos a hacer crítica literaria... ¿Te parece que es un texto "bien escrito"? Es decir, ¿consigue que te sientas identificado/a con una adolescente que acaba de tener la regla? Para eso no se trata de que hayas sentido lo mismo, ni que hayas pasado por la misma situación (si no, la literatura fantástica sería imposible de disfrutar) sino que te parezca que, de estar en sus zapatos, pensarías de forma parecida.
2-Recientemente se han aprobado los permisos de baja laboral por dolor menstrual incapacitante. ¿Crees que en el caso de esta chica estaría justificado faltar al colegio? ¿Por qué?
«Ya eres una mujer», continuó mamá, y Catalina sabía perfectamente a qué se refería, pero también le pareció una frase estúpida.
—¿Acaso antes era un hombre?
—Antes eras una niña.
Catalina no se había sentido nunca como una niña porque la imagen que ella tenía de las niñas no le parecía consecuente con la gravedad que sentía en su interior. Tampoco tenía la impresión de ser de repente una mujer porque no sabía cómo se sentían las mujeres, aunque se lo imaginaba más excitante que ser una niña. Ni siquiera se sentía como cree que lo haría cualquier adolescente a pesar de que ya hubiese dado el gran estirón. Se suponía —la genética, la enfermedad, los médicos dijeron— que no crecería demasiado y, sin embargo, ya les saca una cabeza a todas las chicas que conoce. A veces tiene que encorvarse para hablar con algunos de sus compañeros y los dos pares de pantalones largos de campana que le compraron a principios del curso pasado ahora le llegan a la altura de los tobillos. Se mueve de forma torpe, como los muñecos hinchables que dice mamá, y por eso prefiere el verano: con bermudas y sin clase. (...)
Nada más llegar a las faldas de mamá quejándose de que Pablito no quería que jugara con él y sus amigos a la pelota, no encontró ningún consuelo. Mamá excusó por completo las formas con las que su hermano la había hecho volver a casa. —Tienes que entender a Pablito. Él es un niño y tú... una niña. Una niña, dos palabras que se quedaron en un letargo sin más, pues ella entendió que niña significaba «ser pequeña» y niño significaba «ser grande», del mismo modo que creía que su ahí seguía llamándose «pito». En ese momento se resignó con lo que le había tocado y comió más brócoli, carne roja y guisantes que nunca —quizá por eso ahora mide casi uno ochenta—, pensando que cuando creciese ya no tendría que ser una niña nunca más. Cada vez que le preguntaban qué quería ser de mayor, Catalina no decía médico ni enfermera; decía «quiero ser un niño».
1-¿Crees que en esta época, tal y como cuenta la narradora y siente la protagonista, existían evidentes diferencias en el trato de los padres a sus hijos y a sus hijas?
2-¿En tu opinión continúan existiendo? ¿Han aumentado o se han reducido? ¿A qué crees que se debe?
Se encuentra tan incómoda embutida en esa ropa que estar en el mundo así, aunque sea con sus amigos, le parece un martirio. Y es que vestida de esa forma no consigue espacio suficiente para pensar en algo más que no sea su aspecto. ¿No estaría provocando? ¿Pensarían que parecía una puta? ¿Tendría ya una carrera en la media? ¿Se le marcarían mucho las bragas? ¿Se estaría dando cuenta alguien más de que va disfrazada de algo que no es? Pero ¿qué es Catalina? Ella no entiende por qué sus compañeras están cómodas con esos atuendos y ella no. O tal vez tampoco lo están pero no se atreven a reconocerlo. (...) Por fin ve un coche a lo lejos. Catalina se aparta un poco del arcén estirando bien el brazo. Levanta bien el dedo para que la vean. El vehículo reduce un poco la velocidad cuando pasa frente a ella pero solo para que unos chicos se asomen a la ventanilla y le griten. ¡PUTA! La miran riendo y aceleran de nuevo hasta volverse un punto enano en la carretera. Catalina baja el brazo convirtiéndose en estatua. (...) Es lo normal cuando van en manada por la calle y ella va sola o sola con Silvia, ya sea un viernes por la noche o un lunes por la mañana. Nunca se ha parado a averiguar qué pasa si una chica les contesta. Es mejor no saberlo; si hacen eso estando ella fuera del coche, ¿qué le harían si se encontrara dentro? De nuevo se acuerda de aquellas tres niñas que hacían autostop. (...)
Incluso a veces, cuando papá pregunta por qué la niña no sale de su cuarto, mamá contesta que no la moleste, que está estudiando. Como sus notas de este curso, excepto las de Gimnasia, concuerdan con esa versión de estudiante aplicada, él se lo cree. Lo que hace ahí dentro es escribir pero la temática es también un misterio para mamá. Catalina ha descubierto que no tiene mejor forma de estar o no estar en el mundo que escribiendo. Para ella eso equivale a sentir algo, aparte de miedo o culpa; escribir le sirve para transformar sus disforias, sus ganas de matar, sus ansias de no existir o de existir sin un cuerpo; escribir hace que esa aflicción corporal con la que se conoce desde hace tiempo se convierta en un duelo pasajero, algo que exorcizar. A veces suda cuando llena el cuaderno y acaba tan cansada como si hubiera hecho el deporte que tanto le falta. Al escribir, expulsa lo que cree que es, pero no quién es de verdad (...). Catalina nunca ha sentido su cuerpo como gordo ni delgado, sino como si no fuera suyo, como si solo fuera una mascota ajena, lenta, torpe, grandota y triste a la que tiene que alimentar a diario y arrastrar a base de tirones. A la playa, a la ducha, a la cama. En cambio, al escribir aparecen lágrimas, risas, sudores que sí siente como suyos. Cuando escribe parece que no está ahí, aunque sea solo gracias a sus manos, a su cerebro, a la circulación de la sangre que puede poner una palabra detrás de otra. Es carne plasmada en un cuaderno. Escribir es no estar en esa casa e incluso construir la suya propia, una fortaleza. Un lugar donde verter todo su rencor, o, al menos, donde dejar constancia del dolor que conoce: el que le producen los demás. (...)
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