¿Qué harías si descubres que quedan 3 años para el Apocalipsis? ¿Y si existiera una oportunidad de impedirlo?
En el año 997 Michel, un joven monje sin cualidades de héroe pero con idealismo, tiene esa certeza y la voluntad de hacer todo lo imposible para impedirlo. Sin embargo, la única ayuda que consigue es la de Mattius, un juglar
Por otro lado, "La Cofradía de los Ejes" trabajarán en pos de asegurar la destrucción del mundo tal y como era conocido. ¿Conseguirán nuestros improvisados héroes vencer todas las dificultades y salvar el mundo de la destrucción? Tendrás que leerlo para comprobarlo.
Para demostrar haber entendido cualquier texto, deberás ser capaz de comentar cada uno de los apartados de este esquema, que pueden o, mejor, deben ser la base de tu reseña.
(LA NUMERACIÓN INDICA EL ORDEN DE IMPORTANCIA, no tienes por qué seguirlo al pie de la letra. Además, deberás incluir siempre una CONCLUSIÓN FINAL GENERAL -no acabes de golpe con ningún punto concreto-).
A Martín no le pareció buena idea que una mujer quisiera ser juglar. –Bueno, no se trata solo de bailar, cantar cuatro canciones y enseñar un poco el escote… –gruñó, pero se interrumpió al ver que la muchacha montaba en cólera–. Está bien, está bien, veo que vas en serio. Mira, para ser juglar tienes que tener buena memoria y una gran capacidad de improvisación. –Una memoria prodigiosa –apostilló Michel–. He visto a Mattius recitar cantares larguísimos después de haberlos oído una sola vez. Martín se echó a reír. –Eso no es exactamente así –dijo–. Si prestas atención, te darás cuenta de que cada vez que recita un mismo poema, lo hace de formas diferentes. Casi todos los cantares tienen una rima sencilla y muchos lugares comunes, muchas expresiones y fragmentos que se repiten. En la mayor parte de ellos hay batallas, por ejemplo, y a veces un trozo de un cantar sirve para otro. Si no te acuerdas de lo que sigue, metes algunas frases comodín que se ajusten a la rima y ya está… –¿Frases comodín…? –repitió Michel. –Frases típicas de los cantares –explicó Lucía, que empezaba a comprender–. Es cierto, hay cosas que se repiten en todos, pero nos gustan porque ya las conocemos. Sabemos que es un cantar de los nuestros porque todos se parecen, aunque cuenten historias distintas. –Eso es –aprobó Martín–. Lo primero es conocer la historia que relatas, aprender la música y el ritmo… y, a partir de ahí, intentas aprenderte la letra, y si te quedas en blanco, te lo inventas, sin ningún reparo. Los mejores juglares… como Mattius… lo hacen con tanta naturalidad que uno no se da cuenta de que están improvisando. Están tan habituados a los métodos y trucos juglarescos que no les cuesta trabajo reconstruir un cantar. Los otros necesitan, efectivamente, aprendérselo de memoria. (...)Necesitarías un maestro, alguien que te enseñara todo lo que aún no sabes. Y no sé si algún juglar estaría dispuesto a llevarte consigo… sin una compensación. Lucía se puso como la grana al entender la insinuación, pero hubo de reconocer que Martín tenía razón. Una mujer no debía viajar sola, y no se podía pedir a un juglar que fuera muy galante con ella. En aquellos tiempos, ni siquiera los caballeros respetaban a las doncellas. –Dios se equivocó conmigo –musitó–. Debería haber nacido hombre. (...)Así, Michel se enteró de que las relaciones del rey Roberto con Roma no habían mejorado; de que había guerra entre Bizancio y el zar de Rusia; de que el Islam avanzaba cada vez más; de que las treguas de Dios no se respetaban; de que las enfermedades, el hambre, la violencia y el miedo sacudían la Tierra. El monje se entristeció. Pero lo que más le impresionó fue saber que, en aquel momento, la Iglesia tenía dos papas. –El arzobispo de Plasencia se ha hecho elegir Papa –explicó Orazio el Genovés– porque nunca estuvo de acuerdo con la elección de Gregorio V, primo del Emperador. Ahora, la Iglesia está dividida. «La Iglesia está dividida», pensó Michel horrorizado. Podía sentir las miradas de los juglares a sus hábitos de monje. «Y mientras, los vikingos siguen atacando las costas francesas y luchando por conquistar las islas Británicas. Los moros llegan al mismísimo Santiago, se rompen las treguas de Dios, la gente pasa hambre… Efectivamente, este es el fin del mundo». (...)Los juglares habían terminado de contar noticias. Guiados por Martín, comenzaron a recitar cantares y relatos que habían aprendido recientemente. Michel y Lucía nunca habían visto nada semejante. El espectáculo de los juglares ampliando su repertorio, preguntándose unos a otros acerca de tal o cual canción o leyenda, escuchando con atención para memorizar letras ritmos, melodías… era impresionante. Siempre se había menospreciado el oficio de juglar. Se decía que el juglar lo era por rebeldía o necesidad. Antes de conocer a Mattius, a Michel jamás se le había ocurrido la idea de que pudiera haber juglares por vocación. (...)Esto es sorprendente –le dijo Michel a Martín–. Alguien debería ponerlo todo por escrito. El maestro se sintió ofendido. –¿Por escrito? ¿Por qué? ¿No te fías de nuestra memoria? –No, no quería decir eso. Pero debería conservarse para… para cuando vosotros ya no estéis. Puede que otros no tengan tan buena memoria. –No es buena idea. Un cantar está para ser cantado. Si lo escribes, la gente que lo lea en un futuro no conocerá la música, los gestos, la actuación… Un cantar no es solo la letra. Poner por escrito algo que circula por el aire es como encerrar un pájaro silvestre en una jaula. Michel no estaba de acuerdo. –Pero alguien tuvo que escribir el cantar antes de que los juglares lo recitaran. ¿Quién fue el primero? –Eso no importa. La gente quiere escuchar el poema, no saber quién lo escribió. Y ten por seguro que un juglar solo conserva un manuscrito hasta que se lo ha aprendido de memoria. (...)Pero sería más fiable al original si permaneciera escrito. –¿Fiable? Los cantares son como gotas de agua. Cambian según la forma del recipiente. No importa el recipiente, el cantar seguirá siendo en esencia el mismo, aunque cada juglar lo recite de manera diferente. Ninguna de las versiones es la verdadera, y todas lo son. Esto dejó muy confundido a Michel. –Pero tuvo que haber un original… –Mira, muchacho –cortó Martín, que empezaba a perder la paciencia–. No hay ningún amanuense dispuesto a copiar la mitad de las historias que conocen los hombres que están hoy aquí reunidos. Y no existe suficiente pergamino ni vitela en toda Europa para escribir todo lo que sabemos en el gremio de juglares. Michel enmudeció. Aunque la afirmación del maestro le parecía un tanto exagerada, tenía razón en cuanto a que los manuscritos eran un bien sumamente escaso. Los sabios solo prestaban atención a los cantares cuando estos relataban acontecimientos históricos importantes; entonces, si no existía otra fuente, los incorporaban a sus crónicas. Mattius había oído por casualidad parte de la conversación, y sonrió. Martín y Michel pertenecían a dos culturas distintas. El joven monje había crecido entre libros; el veterano juglar, aunque sabía leer, prefería confiar más en su oído y en su memoria que en la palabra escrita. (...)Esto es Fisterra –anunció Lucía–. En castellano lo llaman Finisterre. Michel se sobresaltó, se puso pálido y empezó a balbucear algo. –¿Qué pasa? –interrogó Mattius, ceñudo. –Yo… este… –comenzó a enrojecer–. Creo que interpreté mal el pergamino. Decía Finis Terrae. Creí que se refería al fin del mundo. No imaginé que podía haber un pueblo con ese nombre. Si hubiera sido más perspicaz, podríamos haber llegado aquí hace meses. –Finis Terrae –dijo Cercamón, pensativo–. El lugar donde la Tierra se acaba. ¿Por qué se llama así? –Es la punta más occidental de la península Ibérica, y dicen que del mundo –explicó Lucía–. Más allá no hay nada. –Chica lista –comentó Mattius–. Lo has adivinado antes que cualquiera de nosotros. ¿Estás segura de que aquí hay una ermita? –Creo recordar que sí. Más allá, en el extremo del cabo. En lo alto de un acantilado. –Hay tiempo para ir a la ermita antes del anochecer –dijo Cercamón estudiando la posición del sol–. Luego, cuando hayamos cogido esa… cosa, pasaremos por el pueblo, a ver qué nos dan por una buena actuación. Todos estuvieron conformes y siguieron adelante, hacia la punta del cabo. Atravesaron el pueblo y mucha gente los vio; dijeron que iban a visitar la ermita y que volverían para actuar por la noche. La noticia causó un gran revuelo. No eran muchas las visitas que recibía aquel rincón tan apartado del mundo. El sol empezaba a declinar cuando alcanzaron la ermita, una antiquísima construcción de piedra cubierta de musgo y liquen. –Debería estar aquí –susurró Michel–. Si me he equivocado, ya no sabré dónde buscar. Entraron en la ermita, baja, pequeña y oscura. Dentro, un leve rayo de luz entraba tímidamente a través de una estrecha ventana. Al fondo había una figurilla de barro que representaba a la Virgen; a sus pies, un ramillete de flores ya marchitas era todo lo que quedaba de una plegaria ofrecida por alguna chiquilla del lugar. (...)Apenas unos instantes después, Michel se incorporó y se aproximó a la estatuilla. Con gesto grave, la tomó entre sus manos y la depositó en el suelo. Levantó entonces la parte superior del pedestal de piedra: estaba hueco. Dentro había un pequeño paquete. Michel lo cogió con un escalofrío y lo desenvolvió. Alzó el objeto hacia el rayo de luz. –Es el Eje del Futuro –musitó. Mattius exhaló un suspiro de alivio. –Salgamos de aquí… –empezó, pero entonces el perro comenzó a gruñir mirando hacia la estrecha entrada de la ermita. –¿Moros otra vez? –murmuró Orazio. –No –dijo Mattius, sombrío–. Me temo que es algo peor. Coged vuestras armas, si es que lleváis. Tú, Michel, quédate aquí dentro. Intentaremos protegerte. Sirius lanzó un potente ladrido y se precipitó hacia el exterior. Fuera, Lucía había dado la vuelta al edificio y descendido un poco por el acantilado. De pie sobre la roca, contemplaba el mar insondable y la línea donde el mundo se acababa. Recordó las leyendas que se contaban acerca de los terribles monstruos marinos que habitaban allí, y se estremeció. Cerró los ojos. Sintió el viento azotándole el rostro y sacudiéndole los cabellos, y oyó el bramido de las olas al chocar contra la escollera. Y entonces, de pronto, vio en su mente una imagen perdida en la bruma de los siglos: un grupo de enormes piedras verticales, como las que había descubierto alguna vez en olvidados rincones del bosque galaico. Pero estas rocas, en lugar de erguirse solitarias, o en grupos de tres o cuatro, sostenían piedras horizontales y formaban un gran círculo. Lucía abrió los ojos, sobresaltada. Nunca había visto un círculo de piedras como el de aquella imagen, pero le había parecido tan vívido como un recuerdo, y le resultaba poderosamente familiar. Sacudió la cabeza. A veces tenía visiones de ese tipo: era parte de los poderes heredados de su abuela. No sabía qué significaba, pero era casi seguro que entre Michel y Mattius sabrían interpretarla. Sonrió, satisfecha. Por fin parecía que las cosas empezaban a funcionar. (...)Lucía siguió actuando para Alinor de Bayeux, y Mattius tuvo que enseñarle a toda prisa más cantares y baladas en francés, para que la dama no se aburriera. De esta forma iban, lentamente, incrementando su capital. Un día, la doncella de Alinor cayó gravemente enferma, y poco después murió. El físico de a bordo no pudo hacer nada por ella. Entonces, la dama normanda le pidió a Lucía que ocupara su lugar, a pesar de no ser de noble cuna. Ella aceptó enseguida. Ni en sus sueños más atrevidos había imaginado algo parecido. ¡Una simple aldeana, doncella de una dama de la nobleza! –Esto no me gusta –le confió Mattius a Michel–. Se va a volver como ellos. –¿Ellos…? ¡Ah! Te refieres a los nobles. –Exacto. Fría, ambiciosa y cruel. Pronto mirará a los de su clase por encima del hombro. Y no le importará que haya gente que pasa hambre. –Exageras, Mattius. ¿No será que le tienes envidia? El juglar dirigió a Michel una mirada furibunda, pero el muchacho se encogió de hombros. Ya eran viejos amigos, y le había perdido el respeto. El monje tímido y apocado era ahora un joven de dieciséis años, bastante alto y con un asomo de bigote, y había perdido aquella voz infantil que temblaba cuando se ponía nervioso. Sin embargo, seguía estando muy delgado, y conservaba la mirada grave y meditabunda que había impresionado tanto a Mattius al principio. Pese a los temores del juglar, Lucía sabía muy bien cuál era su lugar. Había nacido aldeana y moriría aldeana, aunque el capricho de una dama normanda le permitiera vislumbrar, siquiera por unos días, el lujo de la nobleza. (...)De todas formas, no habría cambiado su vida por la de la dama Alinor. Averiguó que la habían casado a los doce años con un hombre de cuarenta. Al enviudar, la habían vuelto a casar. Tras haber dado a luz nada menos que once hijos y haber hecho gala de una inteligencia y un tacto excepcionales, se había ganado el respeto de los caballeros de su esposo, y la confianza de este. Nunca le había faltado nada, pero se le había negado la posibilidad de elegir su destino y, hasta hacía relativamente poco, ella no había sido mucho más que un mueble en la casa del señor de Bayeux. Por contra, Lucía había pasado hambre, miedo y frío. Su padrastro la golpeaba cuando estaba furioso y tenía que trabajar para ganarse la vida. Pero había podido escapar de todo aquello. «Yo he tenido mucha suerte», se decía la joven. «Llevo exactamente el tipo de vida que quería llevar».
¿Defiendes a la Iglesia? –la interrumpió ella–. ¿Nunca te has cansado de escuchar una y otra vez, desde niña, que eres malvada e impura por el hecho de ser mujer? ¿Que por alguien como tú entró el pecado en el mundo? ¿No has sufrido abusos, humillaciones y desprecios por no haber nacido hombre? La miró fijamente. –Tú eres como yo –prosiguió–. Desafiaste al orden establecido para buscar tu derecho a ser feliz. La Iglesia cristiana se fundó para los hombres, Lucía. A partir de mañana, todo será diferente. La juglaresa notó un tono de tristeza y amargura en su voz. Intuyó un profundo daño en aquella alma de fuego. Se preguntó cuánto había sufrido Alinor de Bayeux, cuánto había tenido que soportar una mujer orgullosa e inteligente, tratada como un objeto, vendida a los doce años a un hombre de cuarenta. Jugándose la vida en cada parto. Obligada a callar porque la opinión de una mujer no era importante. Condenada a ser un objeto decorativo, un mero trámite para perpetuar el linaje de un rudo guerrero. Viendo correr la misma suerte a sus hijas. –Sufrí un auténtico infierno con mi primer marido –le contó ella; le temblaba la voz–. Me trataba peor que a su perro. Le di cinco hijos y perdí otros cuatro por culpa de sus palizas de borracho. Era su vida o la mía, y fue entonces cuando empecé a experimentar con las pócimas. Cuando mi esposo murió, me casaron de nuevo, pero esta vez logré llevar yo las riendas. Siempre. Para que nunca más me trataran peor que a un perro. Lucía no dijo nada, sorprendida de descubrir aquellas cosas sobre el pasado de la orgullosa Alinor de Bayeux. Comprendió entonces por qué le estaba contando todo aquello. Probablemente, nunca nadie la había escuchado antes.
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