Las lecturas supondrán al menos un 10% de la calificación final de cada trimestre.
2º de ESO:
-Hoyos (Louis Sachar).
-Las lágrimas de Shiva (César Mallorquí)
-Antología poética (para trabajar en clase).
3º de ESO:
-La Celestina de Fernando de Rojas.
-Vida de Lázaro de Tormes (El lazarillo) de autor anónimo.
-La página 64 o Gusanos de seda (los dos de Fran J. Marber).
o El último crimen de Pompeya (Emilio Calderón).
-Bajarse al moro de J.L. Alonso de Santos.
*DISPONIBLES EN LA BIBLIOTECA DEL CENTRO.
-Coplas a la muerte de su padre (Jorge Manrique).
-Vida de Lázaro de Tormes o El lazarillo de autor anónimo.
-La Celestina (Fernando de Rojas).
-La casa de los espíritus (Isabel Allende).
*DISPONIBLES EN LA BIBLIOTECA DEL CENTRO y para trabajar en clase.
PRÓLOGO DE LA PRINCESA PROMETIDA
Cuando era niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y, además, ¿cómo dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que esperaban ser jugados? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno, pero si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en la clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy». ¿Qué vamos a hacer con Billy? Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo, me sentía petrificado.Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.
—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.
—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.
—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura. (…)
—Tienes una soberbia imaginación, Billy. No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.
—Aunque no logro sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?
—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un médico de los ojos, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector de la clase y usted no tendría que hacerme quedar tanto después de hora.
—¿Ves borroso? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.
—¡No, qué va! Me inventé la historia. Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.
—No sé por qué, pero no logro llegarte al fondo.
—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski. (…)
—Ya verás como mejoras, Billy (…) Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer, y tú también. Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.
—Y Einstein.
A ése tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer». Pero deseé con fervor ser de los que tardan en hacerlo.
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