MADRE MÍA, ROSALÍA, BÁJALE
Escribo esta columna llena de contradicciones. Llevo una semana intentando tener una opinión crítica sobre Rosalía a raíz del lanzamiento de su nuevo disco, Lux, y de su polémica presentación cortando Callao. También llevo una semana intentando no hablar del tema, pero Rosalía ha conseguido aparecérseme en cada marquesina de cada calle que piso, en cada reel de Instagram que me salta, en cada columna que leo, en cada conversación que inicio. De hecho, esta mañana se me ha aparecido en el té y en la pared del baño.
Cuando termine de escribir esta columna, habrá sacado su primer single, Berghain, y seré una de las 25.000 personas que estén esperando para verlo. Rosalía ha vampirizado mi atención. Y es muy posible que también la tuya.
Cuenta Julia Bell en su brillante ensayo Atención radical (Alpha Decay, 2021) cómo, en la era de la tecnología portátil y la conexión ininterrumpida a internet, entregamos nuestra atención sin atender al precio que estamos pagando por ello. La entregamos a cambio de entretenimiento y de recompensas, mientras que el mercado la transforma en un bien muy cotizado. Así actúa la máquina capitalista. Y así ha actuado el equipo de marketing de Rosalía. Durante este último mes, a cambio de la atención y de los likes de sus seguidores, Rosalía iba entregando pequeñas recompensas que han dado la sensación de estar participando en algo comunitario. Pero ese algo era un producto que ya estaba muy bien envuelto para venderse. ¿Es Rosalía una artista de millones o es una empresaria de nuestra atención? Las dos cosas. Yo admiro profundamente a la Rosalía artista y, a la vez, rechazo a la Rosalía empresaria, que utiliza este culto a sí misma para dirigir la atención a su producto.
Miro con terror la foto con los miles de fans en la plaza de Callao, con los teléfonos en alto, fotografiando la portada donde aparece ataviada con un hábito blanco. Podría ser una escena de Black Mirror o de El cuento de la criada, pero ya es el último acontecimiento cultural del año.
También reproduzco en el final de esta columna el vídeo de Berghain y me quedo hipnotizada con lo que ocurre. Cuerdas, Björk, Rosalía cantando como una soprano, referencias a Blancanieves y al mítico club techno de Berlín.
Volver tres años después de su último disco para hacer esto, en la era de la atención limitada, en la era de los amores líquidos y de las aficiones líquidas está entre el milagro y la brutal campaña de marketing. Sea lo que sea, asisto maravillada y contrariada a este renacer.
IRENE CUEVAS. 27/10/2025. EL MUNDO.
MISTICISMO: LA EXPERIENCIA DEL ÉXTASIS
Érase una vez la peste. Ante el temor de enfermar y morir, la gente llevaba la vida de un ermitaño, distanciados los unos de los otros en las celdas de sus hogares, enmascarados para protegerse de una realidad contaminada, en absoluto confiable, y definida por la pestilencia, el dolor y el sufrimiento. De repente se dieron cuenta de que vivían en un mundo de contagio y de que incluso ellos mismos podían ser contagiosos. Siguieron una práctica que los antiguos llamaban «anacoresis», un retiro del mundo, un recogimiento en soledad. (...)
Algunos de ellos, los más pudientes, huyeron de las ciudades en busca de la aparente seguridad del campo. Los más humildes se quedaron donde estaban, esperando a que sucediese lo mejor, pero a la vez temiendo lo peor. Apartados de su obligatorio ir y venir diario y de su embrutecedora batería de distracciones para distraerse de la distracción, llegó a sus oídos el silencio, o algo muy similar al silencio, a veces acentuado por el canto de algún pajarillo. Quisieran ellos o no, todos se convirtieron en anacoretas. Se convirtieron en místicos involuntarios. (...)
Los sentimientos tan intensos y tan confusos que tenían parecían remitirlos a unas prácticas y creencias que consideraban desfasadas, supersticiosas, irracionales y, francamente, también vergonzosas. Fue como si en medio de aquella peste hubiese despertado algo arcaico, elemental, primigenio, muerto desde hacía mucho tiempo. Algunos comenzaron a preguntarse por la naturaleza de estos sentimientos arcaicos y por la manera en que podrían entender el misticismo que había revivido, como un fantasma al que nadie había invocado. (...)
¿Por qué el misticismo? Evelyn Underhill, fascinante figura un tanto olvidada que hizo mucho por popularizar el misticismo a comienzos del siglo xx, lo define como «la experiencia en su más intensa forma». (...)
El misticismo no es algo fundamentalmente teórico. No consiste en una simple creencia intelectual en la existencia de Dios como si fuera una especie de postulado metafísico que uno puede afirmar o rebatir. El misticismo es más bien existencial y práctico. Es –y esto puede servir a modo de definición improvisada– el fomento de unas prácticas que te permiten liberarte de tus típicas costumbres, tus habituales fantasías e imaginaciones y, una vez ahí, permanecer de un modo extático. Este es un libro sobre tratar de salir fuera de uno, de perderse, sin dejar de ser consciente de que el yo no es algo que se pueda abandonar por completo. Aunque siempre se puede intentar. Eso a lo que llamo «éxtasis» es una manera de sobrepasar el yo, de hallarse suspendido más allá de los confines de la propia cabeza, y la sensación de alegría, placer y júbilo que acompaña dicha experiencia. Es algo que tal vez conocíamos mejor en nuestra infancia, en especial en la experiencia del juego, pero a lo que hemos renunciado en nuestra adolescencia y en nuestra excesivamente larga adultescencia. La madurez es la renuncia al éxtasis. (...)
Aun así, hay áreas de la experiencia humana que sí nos permiten abrirnos paso más allá de ese yo pegajoso hacia algo mucho mayor, más vasto: algo cargado de efervescencia y tal vez de un gozo puro y desenfrenado ante el hecho de la vida y del mundo. Este abrirse paso hacia el exterior es justo lo que hace la religión en la mejor de sus versiones, es lo que puede generar en nosotros el arte en su vertiente más noble, la dirección en la que nos puede orientar la poesía; es también lo que puede suceder –si somos afortunados– en nuestra vida sexual y tal vez sea también lo que mueve el deseo de la embriaguez, del tipo que sea. (...)
Podemos ver esas experiencias como formas de abandono. Uno renuncia a todo deseo de control, de dominio sobre uno mismo y sobre los demás, y se somete libremente. En tales momentos –que son situaciones de una exposición y vulnerabilidad extraordinarias–, el yo se disuelve en un entorno más grande y más amplio, con más espacio para el ser. Ese abandono se produce de un modo particularmente poderoso en la experiencia de la música. El misticismo consiste en evocar esas experiencias y abrirnos a ellas, unas experiencias ilimitadas de viveza e intensidad. El misticismo es una manera de describir un éxtasis existencial que se halla fuera de los límites del yo consciente y que es más que este. Consiste en un dejamiento y un desapego, que podría suponer llevar una existencia desprendida, una apertura fluida, una soltura despejada, una límpida intensidad donde los conceptos de la mente y el mundo, del alma y de Dios se disuelven en algo absolutamente más extraño y, aun así, más simple: la experiencia de una libertad que no es dar libertad a nuestros deseos, sino liberarnos de nuestros deseos. (...)
El aliento es la forma original del «espíritu». El «Pienso, luego existo» de los filósofos se podría reformular más apropiadamente como «Respiro, y es lo que hay». La conciencia es una manera restringida e inútil, limitada y dualista de concebir lo que William James llama «la corriente de la vida», un flujo que engloba el aliento de nuestras ideas tanto como el vasto cosmos que nos envuelve con su respiración pausada. El misticismo consiste en la posibilidad de una vida extática. Durante los últimos dos siglos, con las obvias excepciones de gente como Nietzsche y, de manera más reciente, Georges Bataille, la filosofía ha conseguido vacunarse de un modo más o menos eficaz contra ese tipo de experiencias que hallamos en los místicos. Ha llegado el momento de reintroducir el virus. (...)
La realidad nos presiona desde todas las direcciones con una fuerza implacable, con una violencia que nos agota y nos deja sin energías, que desperdicia nuestra capacidad para creer y gozar. El mundo nos ensordece con su ruido, nos escuecen los ojos por la creciente incoherencia de la información, la desinformación y la presencia constante de la guerra. Todos sentimos, todos vivimos sumidos en la pobreza de la experiencia contemporánea. Son tiempos plomizos, pesados; tiempos de escasez. En consecuencia nos sentimos infelices, ansiosos, desdichados y aburridos.
¿Cómo puede uno decir que todo va a ir bien? Esa es la gran proposición de la protagonista de este libro, la mística medieval inglesa Juliana de Norwich (circa 1342-1416), a quien vamos a dedicar una buena cantidad de tiempo. ¿No es una locura? ¿Cómo va a ir todo bien en un valle de lágrimas? (...)
Para T. S. Eliot, escribir poesía es una insufrible lucha con las palabras y los sentidos donde las palabras no coinciden con los significados y los significados no terminan de estar a la altura de las palabras que pretenden expresarlos. Las palabras se te escapan, los sentidos se te escapan, pero el objetivo de esta poesía apunta hacia una quietud, un punto inmóvil en el mundo que gira y gira, una experiencia de encarnación donde se intersecan el tiempo y la atemporalidad. Este punto, que tan solo puede expresarse en los términos de la negación, la antítesis y la paradoja que Eliot toma prestada del misticismo, se encuentra fuera de las palabras y, por tanto, fuera de la poesía. Es un estado más cercano a la música, una música que es fuego, es vida y es danza. (...)
Un éxtasis sensato. Lo que yo intuyo –no es más que eso, una intuición– es que la música, la música común y corriente, la compartida, la cotidiana, sea elevada, de baja estofa o se encuentre en algún punto intermedio, en la mejor de sus expresiones es capaz de describir cómo nos sentimos y permitir que sintamos algo más. La música es capaz de concitar un sentimiento que puede ser de júbilo, pero también puede ser un temor, una tristeza o un anhelo soterrado, cosas más profundas que la cognición, los conceptos o la consciencia. Podemos considerar esto una participación de eso que Juliana llama «sustancia bondadosa», una empatía que va más allá de las palabras y que, quizá, sea su condición previa. La música –y este es su milagro, el motivo por el que sería un error vivir sin música, como insistía Nietzsche– puede conllevar esa emoción y retenernos por un instante. Y, tal y como escribe Eliot, somos la música mientras la música dure. (...)
Es posible que sea en la experiencia de la música cuando más cerca estemos de percibir un universo animado y de comunicarnos con él. Es imposible ser ateo cuando uno escucha la música que le embarga. (...)
Yo creo que merece la pena preguntarse por qué escribe uno. ¿Es simplemente por el deseo de una relativa notoriedad o por ascender un peldaño en la escalera del academicismo? No podemos descartar tales ambiciones por absurdas y narcisistas que sean. George Orwell tiene razón cuando afirma que «todos los autores son vanidosos, egoístas y vagos», y que «escribir un libro es una lucha horrible y agotadora», pero el deseo más básico de la escritura hay que buscarlo en otra parte. Escribir es aspirar a –e incluso anhelar– el misterio de un claro entre los árboles, un espacio despejado distinto del yo, la inmensa habitación de la experiencia vital, que es una estancia soleada pero sin ventanas. Escribir es tomar parte en la lucha por pasar desapercibido. El problema es que el ego no deja de estorbar. Buscamos un claro, pero conforme atravesamos este denso bosque de árboles y matorrales, no dejamos de engancharnos en las ramas, nos ensuciamos de tierra y nos vemos arrastrados de vuelta hacia el paisaje cada vez más oscuro de la duda, la duda de nosotros mismos que atormenta y persigue al escritor a cada paso que da. (...)
Hay una contradicción fundamental en cualquier acto de escritura –este es el núcleo del ensayo de Carson– que se pone de manifiesto en los textos místicos a través de su desempeño ejemplarizante: escribir es que un ego cuente qué es carecer de ego, alcanzar la unidad o la indistinción con Dios, una fusión cautivadora con el propio objeto, la completa desaparición de la voluntad individual en la materia del pensamiento. Escribir textos místicos (o quizá escribir bien, sin más) es –y solo puede ser– someterse, entregarse por completo al deseo de desaparecer del texto, extinguirse o aniquilarse a uno mismo. ¿Y cómo vamos a cuadrar el deseo de autoaniquilación del místico con la «brillante autoafirmación» de los escritos de Safo, Porete, Weil y Carson? La verdad es que no podemos. En palabras de Carson, «ser escritora es construir el núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante». El misticismo no es una escritura automática, sea lo que sea eso, y no se puede reducir a la transcripción de una expresión supuestamente divina. (...)
Por muy ebrios que puedan parecer algunos textos místicos, esta escritura requiere de sobriedad. Y requiere también de estilización, estructuración, un profundo conocimiento del género y sus tradiciones y de la inmersión en una red de prácticas literarias y litúrgicas. Es más importante aún, como dice Carson, que «cualquier declaración de intenciones al respecto de aniquilar este yo sin dejar de escribir y de dar voz a lo escrito ha de involucrar al escritor en ciertos actos importantes de subterfugio o de contradicción». El ensayo de Carson –un ensayo de tres partes que en realidad son cuatro, sobre tres mujeres que resultan ser cuatro– es un admirable ejemplo de tal subterfugio. (...)
¿CUÁL ES EL RETO QUE EL AMOR LE PLANTEA AL YO? Esa es la puesta en escena a la hora de escribir, la de todas las formas de escribir a priori interesantes, al menos las que no se pueden reducir sin más a un amor por uno mismo. Y la mayor parte de la escritura, como la mayor parte del amor, es amor por uno mismo, que es justo lo que le resta todo el interés a lo escrito, y ese amor sin interés –o no amor, realmente– es una larga oda sobre uno mismo. Esta contradicción entre el completo «selfismo» y el intento de decrear el yo es la paradoja que habilita la escritura, en especial la mística, y por eso son necesarios esos subterfugios. Sin embargo, ¿no es también una paradoja inhabilitante? Como diría Flannery O’Connor, la sombra terrestre del yo nos impide ver la fina franja de la luna creciente, ¿no es así? Escuchemos lo que dice Carson al comienzo de Economía de lo que no se pierde, de 1999, una serie de conferencias en las que lleva a cabo una especie de lectura comparativa o, mejor dicho, de contrapunto de dos poetas de extremos opuestos de la historia que en apariencia no tienen nada en común: Simónides (556-467 a. C.) y Paul Celan (1920-1970). Hay que decir que es una maestra del contrapunto. He aquí el párrafo de apertura: Hay demasiado yo en mi escritura. ¿Conoces el término que utiliza Lukács para describir la estructura estética? Eine fensterlose Monade. Yo no quiero ser una mónada sin ventanas, mi educación y mis educadores se oponían rotundamente a la subjetividad. Me he esforzado desde el principio por adentrar mi pensamiento en el paisaje de la ciencia y de los hechos mientras otras personas se dedican a conversar en términos lógicos e intercambiar juicios, pero yo salgo ahí a ciegas. Pues bien, escribir requiere de un ir y venir a la carrera entre ese paisaje crepuscular donde se arroja la facticidad y una habitación sin ventanas despejada de todo cuanto no conozco. Lo que lleva tiempo es despejarla como un claro, y ese claro es un misterio. (...)
Uno escribe para desaparecer, evadirse, fundirse o convertirse en algo distinto. Como dice Clarice Lispector: «Yo escribo, y así me libro de mí misma y puedo descansar por fin» (el término «descansar» será importante cuando hablemos de Juliana). Por supuesto, este es el origen de mi interés por Anne Carson y la práctica mística: yo también, lo único que deseo es desaparecer por completo, aniquilarme, hallar el descanso, pero el yo continúa interponiéndose, como la sombra de la tierra que oculta la luna. Aquí corremos el riesgo de quedar atrapados en un retroceso infinito: Safo, Porete y Weil cuentan sobre otro, pretenden escribir de manera heterológica. Anne Carson escribe sobre ellas cuando escriben. Quiere eliminarse de la escritura, ser el cuarto miembro ausente de este tango a tres, pero no puede. Yo también estoy intentando escribir sobre Anne Carson, tengo la intención de quitarme de en medio y fracaso en mi intento. La escritura es una narración del yo, una narración que quiere quitar de en medio al yo pero no puede conseguir lo que desea. (...)
Esa podría ser, quizá, la dificultad de escribir sobre el amor. Estas tres mujeres, y Anne Carson también, al tratar de contarte sobre Dios, en realidad están tratando de contarte el amor. Ahora bien, en la medida en que lo hacen, el yo queda retenido, y ellas no aman realmente, es decir, que no se unen verdaderamente con Dios ni acceden a esa zona de indistinción con lo divino. Más bien, continúan actuando por amor a sí mismas al tiempo que afirman no amar al yo y amar únicamente a Dios. Lo doloroso de la dialéctica erótica de Dios y el yo queda más claro en la lectura que Carson hace de Margarita Porete, donde concluye que… su amor a Dios es en realidad un obstáculo para la lealtad a Dios, porque este afecto, como la mayoría de los sentimientos eróticos, es en gran medida un amor a uno mismo: hace de Margarita una esclava de Margarita en lugar de serlo de Dios. Dicho de otro modo, el amor a Dios de Margarita Porete en realidad obstruye su acercamiento a Él porque tal amor es un amor a sí misma, y el intento de aniquilación del yo termina colocando al yo de Porete en el centro de la escena. Escribir sobre el amor nos convierte en unos hipócritas, y todo aquel que se dedica a ello es un farsante que afirma quitarse de en medio mientras proclama ese núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante. (...)
Lo que atrae a Carson de las tres mujeres analizadas en el ensayo «es que ellas sí saben lo que es el amor». Al inicio del ensayo, Carson pregunta en cursiva: «¿Cuál es el reto que el amor le plantea al yo?». La respuesta es que el amor reta al yo a abandonarse y dejarse atrás, a acceder a la pobreza. Y cuanto más contamos sobre yo, menos capaces somos de acceder a la pobreza y menos amamos. El amor es el deseo de amar y ser incapaz de hacerlo. Todavía nos sobra demasiado yo, estamos demasiado llenos de él. Entre los comentarios sobre la decreación en sus cuadernos, Simone Weil escribe: «Dios solo puede estar presente en la creación bajo la forma de la ausencia». Para acercarse a Dios, uno ha de apartarse de la creación y decrear el yo. Esto hace imposible contar la decreación, porque el hecho de contar implica al yo. Continúa Carson: «Esta escritora va a tener que invocar a un Dios que traiga su propia ausencia consigo, un Dios cuya Lejanía está más Cerca. Es un movimiento imposible que tan solo es posible por escrito». (...)

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