martes, 5 de octubre de 2021

Práctica de comentarios de texto 2022





YO ERA ATEA, PERO AHORA CREO.
Se ha mosqueado el arzobispo de la catedral de Toledo con el deán a cuenta del último vídeo de C. Tangana con Nathy Peluso, rodado en sagrado con el simpático permiso de un eclesiástico díscolo que no sabemos quién es pero que se la cargó ayer como que me llamo Lorena del Carmen: el primero viene escandalizado por las imágenes y ha prometido (jurado, supongo) que no volverá a suceder, mientras que el segundo, con el que me tomaba una bendita caña mañana, dice que el clip usa “el lenguaje propio de nuestro tiempo”, que habla de un converso por amor (“yo era ateo, pero ahora creo, porque un milagro como tú ha tenido que bajar del cielo”) y que a su juicio sirve para seducir a los alejados de fe.
Yo le avalo, claro, porque a este lado seremos agnósticos pero de ninguna manera imbéciles: a poco que tengas los ojos abiertos mientras tragas vino en cáliz fumando en una terraza cualquiera de Madrid, es fácil distinguir cómo se hace grande el misterio. Que seremos agnósticos, digo, pero si de algo sabemos es de la búsqueda, del destello y de la prueba. Nos falta el dios ortodoxo, es verdad (ese es nuestro defecto, nuestra tarita), pero nos sobra intuición y símbolo y mito y arrebato y arte y deseo. ¿Escépticos?, pues mira, un poco, depende de con quién nos levantemos, pero no pobres desapasionados. Muerte siempre al desafecto. Muerte siempre a los indiferentes.

Una se pasa la vida rodeando el enigma, bordeándolo como a sopa ardiendo. Lo contaba Garci el otro día en una entrevista estupenda con Jabois: en una charla con Severo Ochoa, el científico le dijo que se desengañara, que somos física y química, y él le habló de la gota de vermú seco que les habían echado en el martini y que había revolucionado la ginebra. Ya no es ginebra, apostilló. “Somos física y química y una gota de misterio que nunca vamos a entender. Yo escucho el segundo movimiento de la Séptima sinfonía de Beethoven y… ¿nunca has tenido la sensación de que hay algo cerca de ti que no sabes lo que es?”.

Yo sí, José Luis: aquí tienes una amiga. Los tentáculos de la fe son inescrutables. A mí se me mueven los resortes de lo incierto con las trompetas, las cornetas y los tambores despuntando en las madrugadas santas de Málaga (también en las raves de Califato 3/4), o con el asalto de una bulería hermosa, sobraíta de compás, o con el sexo oral, que se hace postrado igual que se reza y digo yo que eso será por algo. “Tú te mojaste pa’ que yo me bautice”, como cantó Bad Bunny. Dios huele a incienso y eso mata de amor al arzobispo; como nos mata de súbito a las niñas profanas el perfume del hombre preferido.

Con los religiosos compartimos el escalofrío, cada uno en su estilo: tiemblan los temerosos de dios, temblamos los muertos de excitación y de belleza. Ya lo aclararon los Smash Mouth: “And then I saw her face / now I'm a believer”. Lo explicó diáfano también Almodóvar en aquella biografía suya de Dolor y gloria, cuando de crío ve a César Vicente (ahí albañil adolescente, bellísimo, tosco, analfabeto, perfecto) saliéndose de la ducha y perdiendo la toalla blanca en una desnudez conmovedora. Fue como si se le cayera la sábana santa. El deleite. El deslumbramiento. La auténtica gracia de dios. (...)
Lo sabe Fleabag. Lo sabe Pablo D’Ors. Lo sabe San Agustín cuando implora “hazme puro, Señor, pero no todavía”. Lo sabe Santa Teresa: que lo místico es rayano en lo sexual. Lo saben, cómo no van a saberlo, que cuanto más alto es el ideal por el que se vive, mayor es la necesidad de compensarlo con la carne y con el hueso. Lo saben, cómo no van a saberlo, que en el erotismo auténtico los espíritus chocan porque si se desea de veras, el cuerpo no basta. El cuerpo hasta estorba. El cuerpo es carcasa limitante.

Cuando en la bachata de C. Tangana él agarra del cabello a Nathy Peluso (y al rato ella sostiene su cráneo decapitado, como Judith el de Holofernes en ese cuadro emocionante de Caravaggio), uno entiende que si en el sexo se tira del pelo es, en última instancia, para arrancar la cabeza, porque la cabeza es lo último que se conquista y se posee de alguien, mucho después que el genital o el sudor o la axila curva o el pecho. Terrenos ordinarios, asequibles. Accesorios, fruslerías. Uno tira del pelo para someter la mente del otro, además del cuerpo. Yo era atea, como tantos. Pero a ratos creo.

 Responda a las siguientes cuestiones: 

1. Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. (1.5 puntos)

2. Explique la intención comunicativa del autor (0.5 puntos) y comente dos mecanismos que refuercen la coherencia textual (1 punto). 

3. ¿Debe existir el delito de "ofensa a los sentimientos religiosos"?  Elabore un discurso argumentativo, entre 200 y 250 palabras, en respuesta a esta pregunta, eligiendo el tipo de estructura que considere adecuado. (2 puntos) 

SERGIO DEL MOLINO
10 OCT 2021 - 05:15ACT.: 10 OCT 2021 - 05:15 CEST
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Parecemos muy europeos, soltamos muchos anglicismos y nos creemos líquidos, posmodernos y autoirónicos, pero a poco que nos rascan la capita de barniz cosmopolita se nos ven las vetas cañíes. C. Tangana —él más que nadie— sabe que basta un gesto para convertir la actualidad en un guion de Rafael Azcona. El último carnaval que ha montado incluye a un deán, un arzobispo y un montón de figurantes entre los que destacan Cayetana Guillén Cuervo, Pedrerol y Elizabeth Duval. Ni el Berlanga de Todos a la cárcel lo supera.

Desde el punto de vista beato, el vídeo Ateo, filmado en la catedral de Toledo, es una blasfemia porque incluye un baile refrotón con Nathy Peluso en suelo sagrado. A mí, en cambio, me suena a poesía del siglo de oro. La canción dice: “Yo era ateo, pero ahora creo, porque un milagro como tú ha tenido que bajar del cielo”. Esto es pura mística española, mucho menos lúbrica que el Cántico espiritual de Juan de la Cruz, con esa esposa que reprocha al marido que la deje con gemido.

Tiene todo el sentido que el baile suceda bajo unas pinturas murales que representan al demonio reteniendo a una mujer para evitar su salvación. En el Prado se hacen diálogos artísticos de ese tipo constantemente: ¿por qué no en una catedral? Es un templo, pero también es un patrimonio histórico que pertenece a creyentes y no creyentes. Esto no va de ofendidos y ofensores, sino de derechos de propiedad y del estatus de la Iglesia. Guste o no, C. Tangana es una de las figuras culturales más relevantes de hoy, por eso el deán entendió que su presencia en la catedral, lejos de profanarla, la honraba. Luego vino el arzobispo y armó el belén de las dos Españas, y en ello volvemos a estar.











EL JUEGO DEL CALAMAR: LA RULETA RUSA SURCOREANA.

¿Quién serías tú en 'El juego del calamar'?

 Ángel F. Fermoselle  @affermoselle

La serie que arrasa estos días, vía Netflix, en gran parte del mundo no constituye un continuo visionado de irrelevancias facilonas. Muy al contrario, la historia que cuenta El juego del calamar te hace sentir, y mucho. Las imágenes que aparecen te hacen pensar, y mucho.

Bajo una estética vanguardista y electrizante y detrás de un guión inteligente y refinado, la serie escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk resulta, sobre todo, adictiva. Cada vez que acaba un capítulo se asoma, imperativa, la necesidad de ver el siguiente. Apenas se puede parar entre uno y otro, en una suerte de rendición a una trama sobre la que la más férrea voluntad para aplazar los desenlaces parciales se manifiestan insuficientes.

Mientras se suceden las escenas en diversos puntos de Corea, aunque bien podría tratarse de cualquier otro país, incluidos los occidentales, y uno va generando empatía con unos personajes que viven en el filo de la existencia, a un solo instante de caer a cualquiera de sus lados, la pregunta no para de crecer en la mente manipulada, al menos a medias, del espectador: ¿cómo se comportaría uno mismo?

¿Cuánto arriesgaríamos por conseguir dinero? Pero no por un dinero que nos permita unas vacaciones en Maldivas, sino por el mínimo capital que procure subsistir, por una minúscula calidad existencial. Esto es, desahuciado de la vida por la evidencia de la miseria mas atroz, ¿hasta dónde llegaríamos para salir de ella?

¿Podríamos cualquiera de nosotros, si la exigencia pudiera demandarlo, torturar a alguien?

Siempre me he preguntado de dónde salen los torturadores. Cómo alguien puede ser, de profesión (o por diversión, si es que es posible encontrarla en semejante actividad), torturador.

Y también me pregunto si ese alguien fue, antes de convertirse en un criminal, un tipo corriente. ¿Podríamos cualquiera de nosotros, si la exigencia pudiera demandarlo, torturar a alguien? ¿Lo haríamos para evitar, por ejemplo, que la misma tortura se aplicara sobre nosotros o que se le infligiera a un familiar?

El juego del calamar plantea cuestiones como esa. También se acerca a la increíble decencia de algunas de las personas que atraviesan nuestro camino, a menudo ignoradas, y se detiene en la abrumadora infamia de otros, la mayoría. La serie revela el comportamiento más frecuente del ser humano cuando se le arrincona en su lugar más primitivo, escrito sea en el peor de los sentidos.

Pero la cuestión persiste, inquietante y perturbadora: ¿seremos todos, en el fondo, desleales y egoístas si el premio o el castigo resultan suficientemente trascendentes?

El juego del escondite inglés (y el otro, con su solidario por mí y por todos mis compañeros imaginado en su absurdo imposible, en estas circunstancias), llevado a su escenario más brutal; columpios que albergan las peores traiciones; una última confianza en el prójimo, destinada a alguien que llegó a ganársela, que en realidad cuesta la vida.

Macabra y genial, la serie coreana que ha conquistado el mundo se conduce por el sinuoso trayecto que nos hace humanos. Por ese mismo lugar del que habría que huir, si se pudiera, antes de que sea demasiado tarde.

 


"CULTURA", de Antonio Agredano en Diario Córodba, 09·10·21 | 06:00

No sé si es talento o castigo esto de vivir siempre con la cabeza en otra parte. Quizá la cultura es esto: alas en los tobillos, nubes en los párpados, una fiereza futura, un dulzor pasado, un incomportable presente. O un derecho. Derecho a estar en otra parte. Si los días son vulgares, aprovechamos los días vulgares para refugiarnos en los días que vendrán, o en los días que se fueron, o en los días que nunca existirán, pero que suceden carnales y rojos en nuestra imaginación. La cultura es un abrazo extranjero, un afecto lúgubre; un amor recién aterrizado. También con sus aplausos al piloto y sus siestas incómodas y sedentes.

El amor, qué misterio, que ancla al presente. Sólo cuando amo siento que hay un fondo al que estoy encadenado, bajo el negrísimo estómago del mundo, bajo el canibalismo de espuma, un suelo que nos espera. El amor suaviza la zozobra y espanta las tormentas. El amor y las bragas por los tobillos y el sudor en la nuca, y el flequillo pegado a la frente y el temblor del muslo y ese tendón doloroso en la planta del pie y todo eso que sucede cuando uno está enamorado: que flota en cuerpos ajenos, que acaricia el hoy como se acaricia la seda, con dentera y admiración, con suavidad y congoja.

Digo que la cultura puede ser esto, poder contarlo, poder hacer de la pasión un algo que compartimos. Para el derrumbe y el levantamiento tenemos herramientas. Para el dolor y para el placer. Y por eso, quizá, un bono que nos abra los ojos al mundo, que nos arroje a páramos desapacibles. Que abra las puertas chirriantes de casas que nunca osaríamos habitar. Qué es la cultura sino eso: un incierto paseo. No sé si quiero que el Estado nos acompañe en este hondo viaje. No sé si los políticos de ahora, tan asesorados, tan suaves, tan desconfiados, apoyarían una cultura disconforme. La inconveniencia es, creo, la esencia del arte. No estaría mal que los ministros de Cultura hicieran algo más que pasearse por elegantes estancias, una gimnasia habitual, de siglas diversas. También apoyar movimientos que les antipaticen, defender que la cultura no es un tentáculo del turismo, ni una refinada atracción para viajantes, solo un magma que murmulla en las entrañas de las ciudades. Y que el creador es contradictorio y apetente. Un ciudadano con nobles aspiraciones. Una terribilidad andante.

«Los astros pueden morir y volver; muerta nuestra breve luz, deberemos dormir una última noche perpetua», escribe Catulo. Qué urgencia. Cada día pasado es una chincheta panzarriba. Ojalá un bono que se haga cargo de nuestros arrebatos y nuestros miedos, de las horas perdidas en los transportes públicos, de los novios que parecía que sí pero luego fueron un no rotundo. Ojalá un bono que nos hiciera inmortales, habitantes de libros viejos, oruguitas milenarias devorando papel a carrillos llenos. No para fidelizar nuestro párvulo voto, no para guiarnos por el camino de los poetas blandos, no para pagar pasquines y ensayos lameprepuciales y severos. O estas permanentes e ilustradas regañinas. No. Hablo de un bono que nos arrastre desde la tripa a la punta de una lengua gigante, como un trampolín a la vida, un abismo de luz bajo nuestros pies. Zambullirnos en claridades diversas. Este amor, estos versos que son flechas; somos San Sebastián sagitado. Cultura es poder hacer de nuestra capa un sayo. Convertir en porción de vida este dolor que sólo a nosotros atañe. «Con hilos de olvido la aguja enfila», leo a Maria Mercè Marçal en la antología ‘Rojo-Dolor’ que editó Ana Castro. La cultura es agarrarse al alfeizar desnudo como un amante que huye antes de ser descubierto. No una lección de docilidades, no una jaula del almíbar, no esta culpable y nervuda fatiga.

La esperanza es lo último que se pierde y la dignidad lo primero. No tengo claro hacia dónde vamos, pero quiero tener una idea esquelética de dónde estamos. La limosna entusiasma, pero no cura. Quizá un bono para que los quejumbrosos dejen sus agotadores lamentos. Que si esto no es arte. Que si vaya poema. Que si tal o cual obra es una falta de respeto a lo mío. Sea lo que sea lo suyo. Porque ‘Lo Mío’ es un reino nebuloso y voluble. La cultura es todo lo que pasa. Lo que arde en los hogares y pisotea la madera gastada del escenario. Lo que aflige y lo que agrada. «Quienes crean cultura no son los ministros del ramo, sino los de Economía», escribió en su día Manuel Vázquez Montalbán. De amor y muerte están las estanterías llenas. ¿Qué es cultura? Lo pienso a menudo. Desde luego, no un infantil cuidado. No una paga. Quizá un desafío. Algo más incómodo, un espejo frente a lo que somos. Quizá el Estado también tendría que garantizarnos eso: esta mirada disparatada y valiente. De un extremo a otro del arco, tensado y gastado por el uso. Toda ciudadanía tiene vocación de trascendencia.

 COMENTARIO DE TEXTO “LOS MÁRGENES”

27 Enero, 2019 - 01:43h

Los parámetros para medir al ser humano son confusos. Establecer el valor de una persona, compararla con otra, ¿cómo se hace? No hablo aquí de un ranking de popularidad -las redes sociales han demostrado lo sencillo que resulta-, sino a una verdadera clasificación según la valía de alguien para la sociedad.

Todos los sistemas de evaluación con que nos examinamos como individuos son parciales y, por tanto, arbitrarios: tenemos certámenes de belleza, exámenes escolares, competiciones deportivas, oposiciones, test de inteligencia, concursos televisivos y reconocimientos médicos. Pero al final de todo esto, ¿qué sabemos? Pese a esta falta de datos fiables, los pilares de la sociedad, quienes más aportan, quienes tiran del carro aparecen nítidamente en nuestro imaginario. Más aún los otros, los que quedan en los márgenes de esta definición. Aquellos que nos lastran y a quienes -depende de la orientación de cada uno- debemos ayuda y apoyo, o directamente rechazo: discapacitados, inmigrantes, ancianos, enfermos, pobres, niños.

Ayer participé en una reforestación en la salina de San José; una actividad voluntaria, una forma de echar la mañana y, de paso, contribuir algo a la mejora de nuestro entorno. El grupo que trabajaba resultaba de lo más variopinto. Veteranos con décadas de activismo que no ven desgastado su compromiso. Personas con discapacidad intelectual que no tienen reparo en sudar y hacerse llagas en las manos porque sí, sin esperar nada a cambio. Gente venida de muy lejos, con largas historias a sus espaldas, dispuesta a trabajar por una tierra que muchos le niegan. Niños sin apenas fuerza para levantar la azada y sin la maldad de preguntarse por qué ese trabajo no lo hacían otros.

Es solo una anécdota, pero la composición del cuadro la he visto ya muchas veces. Siempre que la sociedad necesita gente decidida a arrimar el hombro, aparecen. Quizás porque son los más conscientes de que solos no llegaremos muy lejos. Creemos que necesitan nuestro auxilio, y son ellos quienes están salvándonos de irnos a pique como sociedad.


Responda a las siguientes cuestiones: 

1. Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. (1.5 puntos)

2. Explique la intención comunicativa del autor (0.5 puntos) y comente dos mecanismos que refuercen la coherencia textual (1 punto). 

3. ¿El progreso de la humanidad implica la destrucción de la naturaleza? Elabore un discurso argumentativo, entre 200 y 250 palabras, en respuesta a esta pregunta, eligiendo el tipo de estructura que considere adecuado. (2 puntos) 


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