Arriba la birra.
Amad a la dama.
Atar a la rata. [de Julio Cortázar]
Ligar es ser ágil.
Severo revés (Quique Mares)
¿Acaso hubo búhos acá? (de Juan Filloy).
Átale, demoníaco Caín, o me delata. (usado por Julio Cortázar, atribuido en algunas fuentes a Juan Filloy).
Ateo por Arabia, iba raro poeta. (de Juan Filloy).
No di mi decoro, cedí mi don. (de Juan Filloy).
Dábale arroz a la zorra el abad. (anónimo).
Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina (José Antonio Millán)
LA MAR. Ah! El anís es azul al ocaso. Claro, la canícula hará mal. Alejábase bello sol. ¡Sumerge la usada roda! A remar. ¡A La Habana, bucanero Morgan! Oleaje de la mar… ¡Al remo! ¡Corre! Playas… Ay, al perro comer la rama le deja el onagro, morena cubana. ¡Bah! A la ramera adorada su alegre muslo Sol le besa. ¡Bajel a la mar! ¡Ah! Alucina calor al cosaco. La luz asesina le hará mal. [de Darío Lancini. El final de su hiperpalíndrico poema en prosa]
Allí por la tropa portado, traído a ese paraje de maniobras, una tipa como capitán usar boina me dejara, pese a odiar toda tropa por tal ropilla. (de Luis Torrent).
Sin embargo, merece la pena resaltar un caso concreto, la novela ARDE YA LA YEDRA, del autor extremeño GONZALO HIDALGO BAYAL.
En esta obra del magnífico prosista, vamos a encontrar tanto la definición como continuos ejemplos, a cual más brillante que el anterior.
Y es que el protagonista se ve inmerso en este juego metalingüístico como procrastrinación de la escritura de su propia novela siguiendo el modelo de Saúl Oluás (autor palindrómico por excelencia, ya presente en varias obras anteriores de Gonzalo Hidalgo Bayal, como Mísera fue, señora, la osadía, El cerco oblicuo, la inconmensurable Paradoja del interventor o la soberbia El espíritu áspero).
Todo el mundo sabe que los palíndromos son frases (o palabras, pero en las palabras no hay mérito añadido) que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda y que Dábale arroz a la zorra el abad es la representación castellana más universal de tan entretenido artificio retórico. Son palabras iniciales de Saúl Olúas en Amo cada coma. Habla luego de diversos palíndromos memorables, como el mágico y enigmático Sator arepo tenet opera rotas de Pompeya y el medieval In girum imus nocte et consumimur igni (uno de sus preferidos), o del método que empleó para componer diversos palíndromos propios, y cita, entre otros, Salobres se van sus naves sérbolas (con una discutible divagación sobre sérbolas y arepo), Acaso los siervos obréis solos acá o Sátira, más abajo la negra Argen alojaba samaritas, que, sin ser memorables, dice, también esconden bajo la superficie jovial un contenido secreto, ambiguo, indescifrable, ya sea el fuego de la noche, el misterio de las cóncavas naves, la inmemorial condena de los siervos o los desvelos samaritanos de la negra Argen, con tanta razón fonética como los inusitados enredos monacales del abad con la zorra. Cabría pensar, sigue diciendo Olúas, que la fascinación que provocan estas diversiones no tiene más fundamento que el de entregarse al ocio lúdico de las palabras, al puro juego vacío de la sintaxis o a la torsión semántica que proviene de una estricta y a veces disparatada sinrazón fonética, esto es, a la magia de palabras incompatibles combinadas sin más criterio que la caprichosa e irracional prestidigitación de los espejos, pero, por su parte, está seguro de que la seducción de tales malabarismos no se basa solo en las manifestaciones visuales o epidérmicas del ingenio ni en la mayor o menor agudeza aforística o enigmática del oráculo, sino que bajo la atracción subyace nuestra conciencia primitiva de la vida. Sin embargo, el parágrafo que me llenó de gozo es aquel en que habla de otra palabra, dice, próxima a palíndromo, menos conocida, de escaso uso, y de poderosas resonancias épicas, por la que siente especial simpatía. Es la palabra bustrófedon, la versión gráfica o visual, dice, del palíndromo, una manera de escribir en la antigua Grecia que consistía en trazar un renglón de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda y cuya etimología la hace proceder, a su vez, del modo de arar con bueyes surco a surco, el eterno recorrido de ida y vuelta de las tareas del labrador (los trabajos y los días siempre han ido, al fin y al cabo, por delante de los caminos de la lengua, las fatigas se han anticipado siempre a las metáforas). No ha de extrañar que la palabra pasara de las tareas agrícolas a las retóricas: las estadísticas demuestran que no son pocos los niños (también Saúl Olúas en su infancia, dice) que, durante los procesos de aprendizaje, sea por atavismo, sea por ansiedad o sea por negligencia, y con la mente más atenta al reconocimiento que al sentido, siguen los procedimientos del labrador y van leyendo los renglones alternativamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Pues bien, cada palíndromo y cada bustrófedon reproducen la mayor parte de los movimientos del hombre, el continuo ir y volver en que se va el vivir, un continuo volver además, dada la inercia, por el mismo camino y sobre las propias huellas. Desde el asunto más cotidiano, como salir a comprar el pan, hasta la aventura del viaje más extraordinario, y tanto da que este salir y este viajar se entiendan en sentido literal o figurado, todo es ir y volver, hacer el camino y deshacerlo, repetir a la vuelta el itinerario de ida. En eso consiste la vida y esa es su consistencia. También tal vez su inconsistencia. Era lo que hacían los bueyes de la antigua Grecia, lo que hacía Sísifo y lo que mansamente ha seguido haciendo a lo largo de los siglos el común de los mortales, ir y volver por la misma senda, por el mismo surco que lo condena a un tiempo y a un territorio inagotables. Ir y volver, arar y arar: como diría Hamlet, de eso se trata. (...)
Había oído decir más de una vez a diversos escritores (en aquellos tiempos se hacían largas entrevistas en televisión a grandes y célebres escritores) que lo importante era no rendirse, no levantarse del asiento a la menor contrariedad, resistir la tentación de mandarlo todo a paseo, aguantar, y, aunque solo fuera por probar, resolví seguir el consejo al pie de la letra. En resumen: arar y arar, el inagotable bustrófedon de los labradores griegos. Y que sea lo que Dios quiera, recordé la antigua copla popular, y el destino nos depare, que para plantar la era ha de haber antes quien are. Así pues, me senté frente a la máquina una tarde, frente a la I que languidecía mortecina en el folio desde el primer día, y me propuse no levantarme bajo ningún pretexto hasta que no hubiera roto el hechizo del vacío. En realidad, la situación resultaba más bien cómica. Porque me concentré más en la pose que en el pensamiento, como si estuviera actuando para una cámara secreta y me estuviera viendo a mí mismo desde fuera. Me eternicé, por tanto, en movimientos, en posturas y en paciencias, multipliqué los gestos y el desasosiego cervantinos, sentí los insidiosos picores del sillón, movía a veces el rodillo de la máquina como si cupiera esperar que los duendes de las letras hubieran tejido durante la noche el traje invisible del emperador debajo de la I, pero no me levanté. Y tras tanto hormigueo y tanta picazón, solo un remedio numeral se me ocurrió de repente, un triste remiendo, más bien, la disolución de la esquizofrenia arábigo-romana, y a él me encomendé como el náufrago a la tabla rota del navío: numeraría los capítulos con números, no con letras, el primer capítulo sería 1 y no I, el segundo 2 y no II, y así sucesivamente, hasta 33, no XXXIII, porque una de las opciones que entretanto había barajado era que, en pura coherencia, los capítulos podrían ser treinta y tres. Entonces, en un arrebato impremeditado, como si toda la culpa fuera, por verdes, por inmaduros, de aquel folio ya mustio y abarquillado o de la I solitaria y flaubertiana que había impreso en él el primer día, lo saqué con furia de la máquina, con igual furia lo estrujé entre las manos y lo arrojé a la papelera con el mismo ademán con que lo hacen en el cine de Hollywood los escritores que, tras la presión de un primer éxito editorial, se quedan en blanco. A la mierda, dije en voz alta, que la I no merece tanta ceremonia. Me quedé un instante suspenso, saboreando la liberación de una larga fatiga, y de repente, como si se hubiera encendido una lucecita en mi mente, repetí la frase, me detuve en la palabra ceremonia, la repensé gráficamente, visualmente, la escribí en el cuaderno, le di la vuelta, hice un par de probaturas, aré y aré (valga decir), puse un nuevo folio en la máquina y tecleé orgulloso el fruto de la perseverancia, las primeras palabras útiles del verano.
LA I NO MERECE CEREMONIAL
(...)
Había jóvenes veinteañeros que bebían sangría y cerveza y jugaban a las cartas a la sombra o al sombrajo del chiringuito. Había muchachos que se entretenían con un partido de fútbol no exento de riesgos para quienes descansaban apaciblemente sentados o tumbados en la hierba. Había muchachos que no salían del agua y competían entre ellos en diversos desafíos de natación, de submarinismo y otros cuyas reglas no creo que vinieran dictadas por reglamento alguno. Las balsas de los areneros, émulos melancólicos del legendario Misisipi, ponían su nota pintoresca en el paisaje. Y había también grupos de muchachas en flor y en bañador que jugaban sobre la hierba, tomaban el sol, se daban crema, reían, se bañaban a veces, discutían, coqueteaban, disfrutaban los esplendores del estío y de la edad. Presté especial atención a un grupo de cuatro que ocupaban el lugar de mis preferencias, el que yo mismo había ocupado habitualmente tiempo atrás junto a la muchacha que se fue y al que ese día primero de agosto acabé por incorporarme siguiendo la costumbre. Me llegaban sus voces y me llegaron después sus nombres, cuando salí del agua y me sequé a su lado. Eran una representación viva de la alegría del verano, la estampa de un regocijo bucólico únicamente posible en la literatura antigua y en el paréntesis de la adolescencia. Fue allí, oyéndolas, rodeado del amplio y hermoso panorama fluvial, cuando decidí que la novela sería alegre, ingeniosa, risueña, divertida y estival, y que ello sería imposible si todo giraba en torno a mi situación, a mi tristeza, a mi soledad y a mi abandono. No supe entonces lo que iba a escribir, pero supe sobre qué no iba a escribir. No de mí, no de la muchacha, no de las miserias del alma y del amor, no de las tribulaciones del atardecer ni de las sombras de la noche. Me liberé así con alivio de todo lo que había planeado los días anteriores: no había servido de nada, salvo como tributo y hojarasca. Ahora, en cambio, empezaba a abrirse paso la verdad. Al método de trabajo llegué más tarde, de camino a casa, dándole vueltas todavía a la improbable combinación de oír con río en una frase feliz. Como si en alguna parte se escondiera la solución a mi incertidumbre, me entretuve leyendo al revés todos los carteles que me salían al paso, tiendas, bares, farmacias, restaurantes, estancos, agencias de viajes, sucursales bancarias, dentistas, abogados, ópticas, peluquerías, anuncios, restos de propaganda electoral, furgonetas, sin ningún provecho inmediato, pero con mucho empeño, y fue en algún punto del trayecto cuando caí en la cuenta de que la solución a mis dificultades literarias no se encontraba en las calles de la ciudad por las que iba avanzando, sino en el río, concretamente, en el grupo de muchachas que tan felices parecían, y que, por tanto, lo que tendría que hacer sería bajar al río cada mañana a oír su eterna estrofa de agua, y fue en la alteración del orden de las palabras donde se hizo la luz, porque la lengua castellana es flexible y traviesa, puede ser risueña en la adversidad, se presta al juego y a la diversión. De modo que me apresuré a llegar a casa para anotar en el cuaderno el título del primer capítulo.
EL RÍO: OÍRLE
Lo escribí con versalitas, no por arrogancia capitular, sino para sortear los negligentes desaliños de mi caligrafía, y añadiré que no era solo un título, era un propósito, un método, una filosofía de la composición: bajar cada mañana al río y buscar en él la inspiración precisa, en él y en la bandada de muchachas que ocupaban nuestro lugar de antaño, una suplantación tan oportuna como cargada de significación. El río como escenario y, si se me permite, como río, sobre todo como río, porque a lo que yo no aspiré nunca fue a que el río fuera metáfora de nada o símbolo de algo: pretendía que el río fuera solo río y nada más que río, sin trascendencias de Misisipi o de Danubio, ni siquiera, pese a los bañistas, de Jarama. Diré, para concluir esta secuencia, que me alegró especialmente que incluso las tildes sobre las íes (las íes, subrayo: todo lo que recayera sobre la I era bienvenido) se prestaran al juego, que escribí por la tarde las primeras mil y una palabras sin sobresaltos y con sorprendente diligencia y que me pareció que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día primero. (...)
La novela se centraría, pues, en ese último periodo de despreocupación y regocijo que precede a lo que luego ya resulta inevitable. Por eso, si tuviera una cámara y me permitieran tirarles una foto, procuraría sacarlas como en una pintura de Botticelli mejor que con un tenebroso claroscuro expresionista. Téngase en cuenta que estábamos a la orilla del río, que el agua fluía tan plácidamente que los ojos apenas podrían determinar el camino que llevaba, que los areneros tan pronto cantaban a lo lejos habaneras como blues o barcarolas y que, como las muchachas chapoteaban traviesas y risueñas en el agua, yo tendía a pensar en corrientes aguas puras cristalinas, en árboles que os estáis mirando en ellas y en las cuatro ninfas que en el ameno río jugaban juntas, Mercedes, Dolores, Alba y Rosa, cuyo canto del cisne adolescente me disponía yo a cantar, justo en la frontera que partiría su vida en dos, entre el antes de la felicidad y el paraíso y el después de las fatigas y los días.
AHÍ NATIVAS HADAS HABITAN YA
Sentí algún ligero escrúpulo ante la necesidad de hacer compatible ahí con ya, pero, como la palindromia se declara resueltamente heterográfica, el contratiempo no tuvo mayores consecuencias. Solo quedaba meter el folio en el carro de la máquina por la tarde, encomendarse a Boscán y a Garcilaso y escribir mil y una palabras, sin tregua ni concesiones, tal vez con el leve asomo de melancolía de quien, con veinticuatro años, estaba ya al otro lado de la frontera y aún no sabía por qué ni para qué.
(...)
Y como yo estaba siempre al acecho, siempre en guardia, fue a esta Mercedes (a la que Alba y Dolores llamaban siempre Mercedes y Rosa siempre Merche) a la que oí decir dame crema, Rosa, con mucha autoridad, y vi a Rosa darle crema con suave parsimonia dermatológica y la estampa se me quedó grabada en la memoria de tal modo (todavía las veo a ambas, Mercedes tumbada boca abajo sobre la toalla, sueltos los tirantes del sujetador, y Rosa ejerciendo su labor de doncella de cámara con esmero profesional) que, como procuraba sacarle punta ceremonial a todo, no tardé mucho, una vez que las manos de Rosa dejaron protegida la espalda de Mercedes, en anotar en el cuaderno la frase del día.
A MERCEDES SE DÉ CREMA
Fue luego tarea de la tarde ver qué podía hacer yo con la crema y con Mercedes y con las derivaciones de tan abstruso enigma teológico. Y lo hice. Y me pareció bueno. Y atardeció una vez más y amaneció. Día tercero.
(...)
Presté atención (solidaridad anónima) cuando me di cuenta de que hablaban de alguien que acaba de sufrir un desengaño amoroso y lo estaba pasando fatal. Literalmente, dijo Rosa. Por el nombre, aunque un tanto ambiguo, deduje que se trataba de una chica, aunque mi ignorancia no me permitía aclarar si hablaban de una chica corriente, amiga suya tal vez, o de alguna estrella rutilante del cine o la canción. Fuera quien fuere la chica, el revés consistía en que, de buenas a primeras, de la noche a la mañana, su novio la había dejado plantada, con el agravante de que, como sabía todo el mundo, porque la chica lo había pregonado urbi et orbi (de ahí deduje yo la rutilancia), era su amor verdadero. Fue entonces cuando le oí pronunciar a Dolores la frase que me cautivó y que tal vez apuntalara mi predilección para el resto del verano y para el desarrollo de la novela. El amor no es nunca verdadero, dijo. Qué podía llevar a una muchacha como Dolores a semejante afirmación y a tan severa convicción era algo que, aunque tuviera que ver con su propia percepción de la belleza, de su propia belleza, quedaba fuera de mis propósitos, pero no negaré que sus palabras quedaron sobrescritas en la atmósfera durante todo el mes de agosto. En cualquier caso, siempre el ingenio y el regocijo se impusieron en ella a la melancolía y a los sinsabores (si los hubo) de la experiencia. Por eso escribí en el cuaderno no una pregunta, sino una constatación, una evidencia.
AHÍ CARGA LA LOLA LA GRACIA
Y ahí era en el río, en la mañana, en el presente de la juventud y en las significaciones de su nombre.
De modo que, como digo, renuncié a la oferta sanitaria y me entretuve en la letra menuda, los nombres de la lista de productos escrita en la amplia cristalera del escaparate, entre los que sin duda era ortopedia el que aventajaba a todos los demás en fulgor y surrealismo. El problema era que, como ortopedia no admitía triquiñuelas ni remiendos, no quedaba otro remedio que crecerse en la adversidad y aceptar el veredicto fatal de la morfología. En el dorso solo había dirección única. Fui repitiendo la frase mentalmente para no olvidarla, porque me daba corte sacar allí mismo el cuaderno para escribirla (siempre me ha incomodado el exhibicionismo intelectual), y lo cierto es que no la olvidé y que sostuvo la secuencia correspondiente.
ORTOPEDIAS HAY DE POTRO
No hacía falta torturar el pensamiento para advertir que era una frase descabellada, sin porvenir. Todo sería, me dije, que, además de los suministros sanitarios, Alba tuviera alguna vocación veterinaria o se entregara los fines de semana a diversiones hípicas o ecuestres. No fue esa la solución, sin embargo, pero, como me produce bastante vergüenza retroactiva, tampoco hablaré de los disparatados malabarismos narrativos a que tuve que recurrir para dar cabida en el relato a la ortopedia y a los potros.
Se acumularon entonces en mi mente términos acordes con el fuego y el martirio, sustantivos como horno, asador o barbacoa, verbos como quemar, abrasar o achicharrar, y fue en algún momento de ese itinerario léxico cuando los dioses soplaron sobre mi cabeza una frase que, aunque forzada, daba cuenta de mi pensamiento mejor que lo que yo hubiera podido ir a buscar denodadamente. No podía desaprovecharla.
SOLO DIOSA ASÓ ÍDOLOS
La discusión era inocente, disparatada, ignorante, pero cabía en una pregunta.
¿HAY LATÍN EN ITALIA?
El papa habla en latín, argumentaban, los cardenales también hablan en latín, la misa antaño era en latín e incluso Nietzsche, según aportación extemporánea del sabihondo, escribió en Italia el Ecce homo. Que también es latín y significa he aquí el hombre, presumió de bachillerías el zascandil. La respuesta, sin embargo, debería ser plural, cuantitativa, negativa y metafórica, y no estaba en Nietzsche ni en el Vaticano. No, no hay latín en Italia, replicó Dolores, y añadió, maliciosamente, pero sí hay latines, demasiados latines.
¡HAY LATINES EN ITALIA!
La respuesta, sin duda, era adecuada: caprichos de la polisemia.