Soy profe de Lengua y Literatura y en este blog iré colgando actividades y textos que trabajemos en clase (o no). "Hola, ¿qué tal? Soy el chico de las poesías".
miércoles, 15 de diciembre de 2021
MYTHOS: la mitología griega (y romana)
lunes, 29 de noviembre de 2021
"TRIGO LIMPIO" como perfecto ejemplo de novela picaresca.
UNOUna de las muchas consecuencias que tuvo la ampliación del aeropuerto fue la construcción de un colegio nuevo. La pista circular de despegue y aterrizaje, una vez terminada, quedaba a no más de cincuenta metros del patio donde los alumnos nos dejábamos los últimos dientes de leche. Las alas de los aviones pasaban tan cerca, que los niños estirábamos los brazos a través de la valla, convencidos de que podríamos acariciarles el plumaje. No obstante, no era higiénico para nosotros —ni estético para ellos— que nos siguiéramos comiendo allí el bocadillo de media mañana, al rebufo del queroseno y la goma quemada. Así que en las vacaciones de la Navidad del año 1992, hicimos el tránsito al nuevo centro. Yo, que lo mismo me apuntaba a destrozar bailes folclóricos que me daba por aprender el método Caballero de mecanografía, fui uno de los muchos que ayudaron a desembalar y colocar mesas, sillas, pizarras, armarios y estanterías en el nuevo colegio. Recuerdo de qué manera el director y su mujer nos dirigían cual enjambre de tontos: desplegaos con rapidez, empujad con fuerza, sujetad con brío. Vivimos aquellos días de mudanza con un júbilo más propio de un rebaño decatequesis que de un grupo de escuela pública. Así nos va ahora.El cambio de instalaciones no supuso la demolición del antiguo colegio. Al menos no al principio. Durante unos cuantos años, allí quedó ese enorme edificio de tres plantas, rodeado de un patio que albergaba una pista de fútbol sala, otra de baloncesto, un invernadero de medio arco, un palomar de mezcla y bovedillas, un gran aparcamiento, tres o cuatro fuentes secas y un caótico y hermoso bosque de mimosas, pinos y eucaliptos. Podría emplearme en describir aquel patio durante páginas y páginas, porque, siempre que lo evoco,la nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo, me acude al cielo de la boca. Pero en este caso lo relevante no radicaba en cómo era, sino más bien en qué ocurría allí. A pesar de que el viejo colegio había sido precintado por la Administración pertinente, la gente seguía entrando, quizácon más naturalidad que antes, por una puerta que alguien había improvisado a fuerza de patadas y empellones, no muy lejos de la principal. Y según la edad, la hora y las ganas, se practicaban deportes, se paseaba bucólicamente entre los árboles y la maleza, se bebía alcohol y se fumaban los primeros cigarrillos, se organizaban peleas por cuestiones de honor y, si sabías de qué iba eso del amor en los noventa, podías llegar a perder la virginidad sin demasiados remordimientos.Es aquí, quizá, en este punto, desde donde debería haber arrancado, desde donde debería haber empezado a relatar esta historia. Me doy cuenta ahora.Ya no es el comienzo, obviamente, pero puede que siga siendo el principio de todo lo que vino después. La escena en la que pienso es la que sigue.Jugábamos un partido de fútbol sala que se enmarcaba en un campeonato despiadado y salvaje en la pista del viejo colegio. A esto lo llamábamos «jugarse una Casera», porque el trofeo era un refresco de esa marca que nos bebíamos mientras dedicábamos canciones procaces al equipo perdedor. En un momento determinado del partido, próximo a acabar, el balón, porque así lo quiso la diosa Fortuna o porque a mi primo siempre le sobró el talento parael regate intuitivo y la asistencia generosa, cayó botando a mis pies con la lentitud y la elegancia de un globo de helio. Yo, que nunca fui muy dado ni a la filigrana ni al requiebro, lo tuve clarísimo al instante y puse en funcionamiento toda la maquinaria articular: le di tal punterazo al balón que sobrevoló la portería, la valla del colegio y, para mayor dramatismo, la del aeropuerto. Lo escribo tal como lo recuerdo y lo recuerdo tal como lo estoy viendo ahora que cierro los ojos unos segundos. En aquella tarde de mi temprana adolescencia, un levante de mil demonios afeitaba el asfalto de la pista de aterrizaje. Así que el balón, después de botar cinco, seis o siete veces, comenzó a rodar como si no tuviera pensado detenerse hasta golpear la mismísima torre de control, que se alzaba a dos kilómetros de distancia, metro arriba, metro abajo.Lo que viene a continuación lo recuerdo, en cambio, con la fidelidad de lo que ha sido contado una y mil veces. Que a estas alturas no sé si es mucha o poca, la verdad. En cuanto el balón dejó atrás la valla del aeropuerto, inicié el protocolo de actuación consensuado para estas situaciones de emergencia.Salí disparado, me colé por uno de los agujeros que habíamos hecho en las alambradas y rompí a correr detrás del balón al sentir que un fuego antiquísimo me abrasaba el corazón. Las veces que volví la mirada hacia atrás, quizá en tres o cuatro ocasiones, por prudencia o por miedo, no lo sé, de verdad que no lo sé, pude ver a todos —a mi equipo y al contrario— aferrados a la valla, sacudiéndola como si estuvieran siendo electrocutados, jaleándome, gritando palabras que el levante me traía y se llevaba con la misma velocidad. Y yo corría, claro, y corría y corría. Y, por alguna contundente ley de la física, el balón parecía hacerse más y más pequeño, casi diminuto, apenas la cabeza de un alfiler, hasta que las luces de la pista deaterrizaje, blancas, rojas, azules, verdes, se encendieron todas a la vez, y el balón pareció desintegrarse, o yo, miope avergonzado en aquellos años, lo perdí de vista. Puede ser que en ese momento me planteara dar media vuelta y dejar las cosas como estaban. No lo descarto porque ahora me parece un sentimiento muy humano y muy inteligente, pero nuestro protocolo de actuación se sustentaba en una ley con hechura de buen epitafio: sin balón no se vuelve. De modo que continué corriendo algunos metros más, hasta que mi cerebro trianguló neuronas y concluyó qué significaban aquellas luces multicolores. Un avión estaba a punto de aterrizar. Y ahí sí que el vientre se me apretujó como quien escurre una esponja. Me mordí la lengua y cambié el rumbo de la carrera convencido de que, si alcanzaba la alambrada, sería capaz de saltarla como una gacela en un documental. Y en esas estaba yo, en la gacela, en las luces, en el avión, en el cielo, en los amigos agitándose y gritando, en la valla a apenas unos metros y en el miedo, sobre todo en el mucho miedo, un miedo tan físico como rebanarse un dedo afilando una rama, cuando un coche patrulla de la Guardia Civil se interpuso en mi camino, y primero me comí el retrovisor y después, sin solución de continuidad, una buena cuña de asfalto. Y ahí sí, tumbado en el suelo, a punto de perder la consciencia, aquellos gritos de mis compañeros, bien entonados, bien musicados y muy bien traídos, me envolvieron como una fresca sábanade algodón: «¡Hi-jos-de-pu-ta, hi-jos-de-pu-ta!».(...)
DOSYo sabía perfectamente qué era lo primero que iba a decirme mi padre cuando viniera a recogerme. Y esa certeza me tranquilizaba un poco. El problema era que acudiera mi madre.En la parte trasera del coche patrulla, sin dedicarme una sola palabra, dos agentes me llevaron hasta el cuartelillo que la Guardia Civil tenía en el aeropuerto. Escribo «cuartelillo», pero bien podría escribir «zulo», «trastero», «recoveco» o «agujero». Madre de Dios, qué condiciones de trabajo, qué mierda de vida. Era una ratonera minúscula, con las paredes enmohecidas, cubiertas con caras de terroristas, sin apenas muebles (una mesa de madera, un sillón acolchado, un armario de metal y tres sillas de plástico unidas entre sí por una barra de hierro) y, por supuesto, ninguna ventana, ningún tragaluz, ningún resquicio por el que se pudiera colar la idea de que todo aquello acabaría bien.Allí solo, sentado en una de las sillas, me dejaron no sé cuánto tiempo al albur de mis pensamientos. Es verdad que de vez en cuando entraba algún que otro agente, pero nunca para dedicarme siquiera una palabra ofendida ni para dirigirme una mala mirada. Así que tuve tiempo de cebar y cebar un pensamiento que me traía loco: mi madre me mata y después se muere ella.Al rato, me di cuenta de que si dejaba de gimotear y aguzaba el oído, podía oír algunas cosas que ocurrían al otro lado de la puerta. Pasos que se aproximaban o alejaban, risotadas espasmódicas, toses moribundas, golpes indescifrables e incluso alguna que otra palabra inconexa y, por tanto, con una fuerza poética inusitada.Precisamente en esas atenciones estaba yo, cuando la puerta se abrió y entró un guardia civil acompañado de un hombre, al que le dijo siéntese ahí y espere. El adverbio «ahí», obviamente, significaba en una de las dos únicas sillas que quedaban a mi lado. Por momentos, la situación parecía ir tintándose de ese color mortecino que tienen las vidas echadas a perder. El agente, que irradiaba un hastío más insano que el uranio, volvió a salir y, por primera vez desde que estaba en aquel cuchitril, oí cómo cerraba la puerta con llave. Fue como un clac, clac, clac, que en vez de entrar por las orejas se me coló por las fosas nasales y me hinchó los pulmones. Y sé que fue así porque deduje algo tan básico como trascendental: a mí no me habían encerrado durante todo ese tiempo, pero a ese hombre sí querían tenerlo bien controlado.No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. Dejarlo aquí. Incluso borrar lo escrito hasta ahora, que no es mucho y duele poco. No obstante, para eso siempre hay tiempo. Permitámonos el gusto de ir un poco más allá.TRES—Eres muy joven para estar aquí, muchacho.—…—¿En qué te has metido?—No sé.—¿Algo habrás hecho?—Nada.—¿Eres hijo de alguno de los guardias civiles?—Qué va. Qué más quisiera yo.—¿Entonces?—Un fallo de cálculo.—¿Y qué calculaste mal?—El espacio, el tiempo, la velocidad, todo. Un desastre. Me colé en lapista de aterrizaje buscando un balón.—Así que tú eres el niño del que todo el mundo habla ahí fuera.—Madre mía…—¿Qué?—Me van a matar, ¿no?—No creo, hombre. Todo el mundo pasa alguna vez por estos sitios.—Mi padre no se va a jugar la vida, pero mi madre no teme ir a la cárcel. Tiene el orden de los factores muy claro: primero me mata y después pregunta. Me lo ha dicho muchas veces.—Seguro que es una buena madre.—La mejor, sin duda. Se la regalo. ¿Y usted por qué está aquí? ¿Otro fallo de cálculo?—Creo que piensan que he falsificado el pasaporte.—¿Y lo ha hecho?—No. Claro que no.—Por eso está tan tranquilo.—Aquí nunca se puede estar tranquilo. Es algo que a lo mejor aprendes hoy.—¿Por qué?—Porque ellos están en su derecho de pensar que el pasaporte es falso.—Pero habrá alguna forma de comprobarlo, ¿no?—Claro. Ellos mismos son la forma de comprobarlo.—A lo mejor lo hacen bien. Quién sabe.—Puede. Saldremos de dudas en un rato. Y mientras eso ocurre, amigomío, si no te parece mal, hablaremos. Me gusta hablar. ¿A ti no?—Supongo que también.—¿Solo lo supones?—Hablo bastante con mis amigos. Y en mi casa, aunque mucho menos, también lo hago con mi madre. Pero nunca he hablado con un desconocido en un cuartel de la Guardia Civil, como para saber si también me gusta.—Hablar siempre es hablar. Da igual con quién y dónde lo hagas. Lo importante, eso sí, es contar las cosas bien.—Ya… Como todo.—No, como todo no. Hay cosas que basta con hacerlas. Bien, mal o regular. Da igual. Hombre, si se hacen bien, siempre es mejor. Pero que no pasa absolutamente nada de nada si se hacen mal. Ejemplo: exprimir una naranja. Ejemplo: cavar una tumba. Ejemplo: soplar una vela.—Y hablar no entra en ese grupo… Entendido.—Más bien es contar. Piénsalo. Cuando tus padres vengan a recogerte, lo que cuentes y cómo lo cuentes, te salvará o no la vida, a tenor de lo que me has dicho sobre tu madre.—Me gusta exagerar. No tiene que hacerme mucho caso. Además, estoy nervioso. En cualquier caso, mi madre no me dejará ni abrir la boca.—Bueno, exagerar es un excelente recurso retórico en determinadas situaciones. Así que eso juega a tu favor. A ver, dime, ¿qué les vas a contar?—La verdad.—¿La verdad?—Sí, supongo que sí.—¿Y cuál es la verdad?—Que me metí en la pista del aeropuerto para buscar un balón.—Contar la verdad está bien, muchacho. Yo diría que es lo correcto, aunque a veces a mí lo correcto me ha importado bien poco. Pero, antes de llegar a ese punto, hagamos un alto y planteémonos una cuestión. ¿Es eso que cuentas la verdad?—Claro que lo es.—Lo formulo de otro modo. ¿Es esa la verdad tan solo porque tú piensas que lo es?—No me parece una mala razón. ¿A usted sí?—No sé. ¿Basta con eso? ¿Tu experiencia es suficiente para determinar que la verdad es que entraste en la pista de aterrizaje porque ibas buscando un balón?—Yo creo que sí. Vamos, que, aunque a veces no me fío ni de mí mismo, en esto estoy convencidísimo.—Qué gran error.—Vaya, hombre. Hoy no doy una.—¿De qué te fías más? ¿De lo que ves, de lo que oyes, de lo que tocas, de lo que hueles o de lo que saboreas?—No tengo el cuerpo para enigmas.—Contesta, por favor.—Creo que me fío de todos mis sentidos. Hasta ahora no me han jugado malas pasadas.—No me he explicado bien. Te pongo un ejemplo. Me gustan los ejemplos. No sé si te lo he dicho. Los ejemplos son luz. Imagina que alguien te pide que le digas lo que hay en el interior de una habitación. Estás a punto de entrar y, antes de abrir la puerta, te exige que elijas el único sentido que podrás emplear en esa tarea. ¿Con cuál te quedas?—Con la vista, sin dudarlo.—¿Para ti es el más fiable?—Sí.—Muy bien. Ahora entras y compruebas que la habitación está vacía.Puedes salir y cambiar de sentido. ¿Lo haces?—Sí.—Elige.—Ni el tacto ni el gusto, porque ya he mirado y no hay nada que tocar ni saborear. Elijo el olfato. Los olores no se ven. A lo mejor es un perfume o un escape de gas.—Vale. Vuelves al interior y no hueles nada. Aire que entra y sale de tus pulmones. Solo eso. ¿Qué hacemos ahora?—Oído.—Vale. Adentro entonces.—¿Qué? ¿Oigo algo o no?—Nada de nada.—No sé. Quizá me he precipitado descartando el gusto.—¿Vas a lamer el suelo y las paredes?—Es un acertijo, podría hacerlo y no sería tan asqueroso como en la vida real.—¿Quién ha dicho que es un acertijo?—Lo parece.—No es ningún acertijo.—¿Qué es entonces?—Una demostración palpable de que ni tú mismo te fías del sentido en el que mayor confianza depositas. Entraste en la habitación y comprobaste que no había nada. Debiste salir y decir exactamente eso. Dentro no hay nada.Pero decidiste hacer uso de otro sentido. Y aun así, tú quieres que yo te haga caso cuando cuentas esa verdad de la pista de aterrizaje porque, sencillamente, es lo que viste.—Es lo que viví. Es distinto. Además, usted me ofreció otro sentido.—De ninguna manera. Yo te pregunté.—Eso es trampa.—No. Eso es hablar bien. Contar las cosas en el orden y del modo adecuados.—No lo tengo tan claro. Me suena a manipulación.—Vaya. Ya salió la palabra. No nos adelantemos tanto, anda. Hablar de manipular siempre simplifica la realidad. Hagamos otra cosa. Cuéntame cómo ocurrió lo de la pista de aterrizaje.—Ya lo he hecho.—No me lo has contado. Solo me has dicho que perseguías un balón.—Es que es exactamente eso.—Bueno, hagámoslo de otro modo. Cambiemos el orden. Primero te relato yo lo que se cuenta ahí afuera sobre lo sucedido. Porque ellos tienen su propia versión. Los agentes, los pasajeros, incluso el camarero de la cafetería y los empleados de la limpieza. Todos. Recuerda que has conseguido tú solito que el avión que estaba a punto de aterrizar volviera a alzar el vuelo.—¿Cómo dice?—No te preocupes, muchacho. No es para tanto. Ha aterrizado treinta y cinco minutos después sin problema alguno.—Mierda, mierda, mierda. No salgo vivo de esta. Mi madre me va a despellejar.—¿Vuelves a exagerar?—No, esta vez no.—Seamos cautos. Tu madre aún no está aquí. Yo te cuento lo que he oído, pero luego te toca a ti, ¿vale?—Joder, qué putada.—¿Vale?—Es que no la conoce. No está pasando por su mejor momento.—No estamos en eso ahora.—No estará usted.—Ni tú tampoco.—Yo sí. Que soy el que va a pillar golpes hasta en el cielo de la boca.—Como quieras. Pero ahora yo te cuento y luego tú me cuentas.—…—Yo te cuento y tú me cuentas, ¿vale?—Vale.
domingo, 28 de noviembre de 2021
Los hermanos Machado: THE MACHA-BROS
UN SECRETO ESENCIAL (Javier Cercas)
Acaban de cumplirse 60 años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al Gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero.
La noche del 22 de enero, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cervià de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar 600 metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Colliure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizá el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia".
La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, quien vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid ese día, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo con un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Colliure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante la tumba de su madre y de su hermano muerto, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos.
Pero la historia -por lo menos la historia que hoy quiero contar- tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Colliure, fusilaban a Rafael Sánchez Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de la Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: "¡Por aquí no hay nadie!". Dio media vuelta y se fue.
"De todas las historias de la Historia/", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España/, porque termina mal". ¿Termina mal? Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos; nunca sabremos qué se dijeron José y Manuel Machado ante la tumba de su hermano Antonio y de su madre. No sé por qué, pero a veces me digo que, si consiguiéramos desvelar uno de esos dos secretos paralelos, quizá rozaríamos también un secreto mucho más esencial.
1. Identifique las ideas del texto, exponga de forma concisa su organización e indique razonadamente su estructura. (1.5 puntos)
2. Explique la intención comunicativa del autor (0.5 puntos) y comente dos mecanismos de cohesión distintos que refuercen la coherencia textual. (1 punto)
3. Elija UNO de estos temas y elabore un discurso argumentativo, de entre 200 y 250 palabras, en respuesta a esta pregunta, eligiendo el tipo de estructura que considere adecuado. (2 puntos)
-¿La desobediencia individual (por ejemplo, del miliciano que perdona la vida a Sánchez Mazas) sirve para algo o es un sacrifico arriesgado e inútil?
-¿Es posible condensar la Historia de España en uno o dos momentos esenciales, en uno o dos secretos paralelos?
-"De todas las historias de la Historia/", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España/, porque termina mal". ¿Termina mal?
RECURSOS ANTONIO MACHADO (HAUTATZEN)